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Inger Johanne tenía la extraña sensación de que ya era viernes. Cuando a las dos se fue del despacho, con la excusa no del todo falsa de que tenía que ir a la librería, tuvo que recordarse varias veces a sí misma que la semana todavía no había llegado más que al miércoles 7 de junio. En Norli había comprado una edición de bolsillo de Pecado original, catorce de noviembre, la última de las seis novelas de Asbjørn Revheim. Inger Johanne creía haber leído el libro, pero tras treinta páginas llegó a la conclusión de que estaba equivocada. Se trataba de una especie de novela de ciencia ficción y ella no estaba nada segura de que fuera a gustarle.

Era casi la hora de las noticias. Encendió la televisión.

Laffen Sørnes había sido visto al noreste de Oslo. Iba a pie. Las descripciones de tres testigos independientes concordaban en todos los detalles, desde la ropa de camuflaje hasta el brazo escayolado. Antes de que alguien consiguiera detener al fugitivo, éste se había internado en el bosque. La policía contaba con la ayuda de dos cazadores de osos finlandeses y la TV2 tenía un helicóptero en la zona, mientras que la televisión pública NRK respetaba por ahora la encarecida petición de la policía de que se quedaran en tierra. A cambio habían enviado allí a cinco equipos diferentes, ninguno de los cuales tenía en realidad nada que contar.

Inger Johanne se estremecía mientras cambiaba de un canal a otro.

Sonó el teléfono. Ella quitó el sonido de la televisión antes de descolgar el auricular. La voz al otro lado le resultaba desconocida.

– ¿Hablo con Inger Johanne Vik?

– Sí…

– Siento molestarla a estas horas. Soy Unni Kongsbakken.

– Ya veo. -Inger Johanne tragó saliva y se cambió el auricular de mano.

– Usted habló con mi marido el lunes, ¿verdad?

– Sí, yo…

– Astor ha muerto esta mañana -le comunicó la voz.

Inger Johanne intentó apagar el televisor pero se equivocó y le dio al botón del volumen. Se oyó la estridente voz de un presentador que decía que todo el programa de Redacción 21 iba a estar dedicado a la Gran Caza del Hombre. Por fin Inger Johanne consiguió pulsar el botón adecuado y todo quedó en silencio.

– Lo siento mucho -balbuceó-. La… acompaño en el sentimiento.

– Gracias -dijo la mujer-. Llamo porque tengo mucho interés en que nos veamos.

La voz de Unni Kongsbakken sonaba sorprendentemente tranquila teniendo en cuenta que no hacía más de unas horas que se había quedado viuda.

– Vernos… Sí. ¿Qué…? Por supuesto.

– Mi marido se quedó considerablemente conmocionado después de hablar con usted. Ayer llamó mi hijo y nos contó que había estado usted en su despacho. Astor… Bueno. Murió esta mañana.

– De veras que lo siento si… Quiero decir que nunca fue mi intención…

– No ha sido una muerte dramática, señora Vik. No se preocupe. Astor tenía noventa y dos años y una salud muy precaria.

– Entiendo, pero… -Inger Johanne no sabía realmente qué decir.

– Yo también me estoy haciendo mayor -dijo Unni Kongsbakken-. Y mañana viajaré de vuelta a Noruega con mi marido, que quería ser enterrado en nuestro país. Le agradecería mucho que me dedicase un rato mañana al mediodía. El avión llega sobre las doce, ¿sería posible vernos a las tres?

– Pero… ¡Podemos esperar! Hasta después del entierro, me refiero.

– No. Esto ya ha esperado demasiado. Por favor, señora Vik.

– Inger Johanne -murmuró Inger Johanne.

– Entonces a las tres, en el Grand, ¿te parece bien? Normalmente allí se puede estar tranquilo.

– De acuerdo. A las tres. En el Café Grand.

– Hasta mañana, entonces. Adiós.

La anciana colgó el teléfono antes de que a Inger Johanne le diera tiempo a responder. Esta se quedó sentada con el auricular en la mano durante un buen rato. No tenía claro qué es lo que la hacía respirar tan aceleradamente, si el sentimiento de culpa o la curiosidad.

«¿Qué quieres de mí? -pensó al colgar el auricular-. ¿Qué es lo que ha esperado demasiado?»

Después sintió que se le enrojecían las mejillas.

«¡Le he quitado la vida a Astor Kongsbakken!»


Yngvar Stubø se encontraba solo en su despacho leyendo por segunda vez un mensaje de correo electrónico. La policía de Tromsø sólo había conseguido que May Berit Benonisen reconociese que sí había tenido trato con Karsten Åsli, aunque bastante poco, como ya había dicho. El mensaje era breve y conciso. El policía evidentemente no había entendido la importancia de lo que Yngvar le había pedido. La había interrogado por teléfono.

Tønnes Selbu nunca había oído hablar de Karsten Åsli.

Grete Harborg estaba muerta.

Turid Sande Oksøy estaba incomunicada. Cuando Yngvar consiguió por fin, a media tarde, ponerse en contacto con la familia, Turid se había ido al campo. Sin teléfono. Estaba en Telemark, según dijo Lasse hoscamente y sin precisar mucho.

Luego le pidió que los dejaran tranquilos hasta que la policía tuviera algo más concreto.

Sigmund Berli todavía no había averiguado nada sobre el hijo de Karsten Åsli, Yngvar tenía la sospecha de que no estaba dejándose la piel en la tarea. Aunque Sigmund era su mayor confidente en el trabajo, parecía que también él empezaba a distanciarse de él.

Todo había cambiado tras el accidente. Fue como si la pérdida de Trine y Elisabeth lo hubiera marcado, un estigma que incomodaba al resto de la gente.

En el comedor se hacía el silencio cuando él se sentaba, y pasaron muchos meses antes de que alguien se animase a reírse en su presencia. En cierto sentido seguía disfrutando del respeto de los demás, pero su intuición, antes tan admirada e incluso mitificada, había quedado reducida a una característica curiosa de un hombre que había sufrido una terrible pérdida, un hombre infeliz.

Yngvar no era infeliz.

Encendió un puro y lo probó.

– No soy infeliz -dijo a media voz y exhaló una bocanada de humo.

El puro estaba demasiado seco, de modo que lo apagó con irritación.

Si no conseguía reunir suficientes pruebas contra Karsten Åsli como para obtener una orden de registro antes de que acabara la jornada laboral del día siguiente, empezaría a plantearse la posibilidad de ir para allá sin autorización judicial. Emilie estaba allí. Estaba completamente seguro. Quizá lo despedirían, pero tal vez salvara a la cría.

«Un día más -pensaba al dejar el despacho-. Eso es todo lo que me atrevo a concederle.»

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