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Yngvar Stubø estaba solo en su despacho intentando reprimir una poco edificante sensación de alivio.

Laffen Sørnes había muerto como había vivido, huyendo de una sociedad que lo despreciaba. Era un final trágico y, sin embargo, Yngvar no podía evitar sentir cierta satisfacción. Con Laffen Sørnes fuera de escena quizá sería posible convencer a más gente de que se concentrara en el verdadero criminal, la verdadera presa. Aquella idea hacía que Yngvar respirara con mayor facilidad. Se sentía más fuerte, más enérgico que aquellos últimos días.

Hacía un buen rato que había apagado la televisión. Resultaba verdaderamente chocante ver a los periodistas revolotear en torno a aquel espectáculo dantesco sin plantearse ni por un segundo la gravedad de la tragedia que acababa de producirse ante las cámaras. Se estremeció y empezó a clasificar documentos.

Sigmund Berli irrumpió en el despacho.

Yngvar levantó la vista y frunció el ceño.

– Vaya, vaya -dijo dando golpecitos en la mesa con el dedo índice y señalando con la cabeza hacia la puerta-. ¿Hemos perdido los modales?

– La colisión -jadeaba Sigmund Berli-. Laffen Sørnes ha muerto, supongo que lo habrás oído. Pero el otro… -Le costaba respirar. Se posó la palma de las manos sobre las rodillas-. El otro… El hombre que iba en el otro coche…

– Siéntate, Sigmund. -Yngvar señaló la silla para invitados.

– El otro, hay que joderse… ¡Era Karsten Åsli!

Fue como si el cerebro de Yngvar sufriera un cortocircuito. El tiempo se detuvo. Intentó enfocar la mirada, pero los ojos se le habían quedado clavados al torso de Sigmund, que llevaba la corbata metida entre dos botones de la camisa. Era demasiado roja y encima tenía dibujos de pajaritos. La cola de una oca amarilla asomaba del hueco sobre el pecho. Yngvar no estaba seguro de si seguía respirando.

– ¿Has oído lo que he dicho? -bramó Sigmund Berli-. ¡El que ha chocado con Laffen era Karsten Åsli! Si tú tienes razón, esto significa que Emilie…

– Emilie -repitió Yngvar y se le entrecortó la voz. Intentó carraspear.

– ¡Karsten Åsli también está a punto de palmarla! ¿Cómo coño vamos a encontrar a Emilie si tienes tú razón, Yngvar, si Karsten Åsli la ha escondido y estira la pata?

Yngvar se levantó de la silla despacio, apoyándose en la mesa. Tenía que pensar. Tenía que concentrarse.

– Sigmund -dijo, ya con voz más firme-. Ve al hospital. Haz todo lo que puedas para que el tipo hable, si es posible.

– ¡Está inconsciente, idiota!

Yngvar se enderezó.

– Ya lo sé -dijo lentamente-. Por eso tienes que estar allí, por si se despierta.

– ¿Y tú qué? ¿Qué vas a hacer entretanto?

– Yo me voy a Snaubu.

– ¡Pero no tienes nada más de lo que tenías ayer, Yngvar! ¡Por muy gravemente herido que esté Karsten Åsli, no puedes entrar por la fuerza en su casa sin una orden judicial!

Yngvar se puso la chaqueta y le echó un vistazo al reloj.

– Me da igual -dijo tranquilamente-. Ahora mismo me importa un rábano.

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