Karsten Åsli contuvo la respiración. A través de las ventanas dobles oía que el coche cambiaba de marcha, de segunda a primera, en el momento en que superaba el último repecho antes de la verja.
Karsten Åsli llevaba sólo un año viviendo en Snaubu. La granja le había costado muy poco dinero, pero la ley lo obligaba a habitarla si la había comprado, pese a que era del todo imposible vivir de los campos y los terrenos de bosque que le pertenecían. Pero para él era un sitio perfecto. Había dedicado los primeros meses a ampliar y reformar el sótano, que se usaba como despensa donde se guardaban patatas. Como estaba en la parte baja de la casa, donde había una pendiente muy pronunciada, no fue difícil crear una habitación bastante espaciosa que además quedaba por debajo del otro sótano. Karsten estaba orgulloso de lo que había conseguido. Nunca nadie le preguntaba qué pensaba hacer con todo lo que compraba; cemento y hormigón, madera y herramientas, cañerías y cable. La casa estaba muy vieja. Cambió las tablas de dos de las paredes exteriores de la casa y empezó a poner los cimientos para un garaje, por si venía alguien. La granja Snaubu estaba algo retirada, a quince minutos del pueblo. Allí gozaba de total libertad y privacidad, como a él le gustaba. Nadie venía a Snaubu.
Hasta que ese Volvo azul marino aparcó delante de la casa. Karsten Åsli se quedó de pie en la cocina. No retrocedió, no intentó esconderse. Simplemente se quedó quieto observando el coche. La portezuela se abrió, y salió un hombre que parecía algo rígido, incómodo. Primero se frotó la cara vigorosamente, después intentó enderezar la espalda, pero hizo una mueca de dolor, como si llevara todo el día conduciendo. La matrícula era de Oslo, que estaba sólo a dos horas de distancia. El hombre miró en torno a sí. Karsten Åsli seguía sin moverse. Cuando resultó evidente que el hombre lo había visto a través del cristal -había levantado la mano en un saludo vacilante-, Karsten Åsli salió al pasillo. Descolgó un jersey rojo de una percha y se lo puso. Después abrió la puerta de la calle.
– Hola -dijo.
– ¡Hola!
El desconocido caminaba hacia él con la mano extendida. Era un tipo corpulento. Gordo, pensó Karsten Åsli. Cansado y gordo.
– Yngvar Stubø -se presentó el hombre.
– Karsten -respondió Karsten Åsli pensando en el hormigón que le había sobrado de los cimientos del sótano.
Las herramientas. Nunca venía nadie de visita, excepto este hombre.
– Un sitio magnífico -comentó el desconocido mirando en derredor-. Unas vistas estupendas. ¿Lleva tiempo viviendo aquí?
– Un tiempo.
– Tiene que cambiar sus datos de empadronamiento. Ha sido muy difícil encontrarle. ¿Puedo pasar?
Dentro no había nada. Karsten Åsli repasó en su mente todas las habitaciones. Nada. Ni ropa de niños, ni juguetes, ni coches, ni recortes de periódico. Orden. Pulcritud. Limpieza.
– Está bien.
Karsten entró primero. Oía los pasos del desconocido a sus espaldas, pasos pesados y cansados. El hombre estaba agotado. Karsten, en cambio, estaba en forma y era joven.
– Vaya -exclamó Stubø -. ¡Desde luego lo mantiene todo bien ordenado!
A Karsten Åsli no le gustaban los ojos del hombre, que se fijaban en cada detalle. Era como si el tipo tuviera una cámara en la cabeza y lo estuviera fotografiando todo: el sofá, el aparato de televisión, la foto de las vacaciones en Grecia con Ellen antes de que todo se torciera.
– ¿Qué es lo que desea?
– Soy policía.
Karsten Åsli se encogió de hombros y se sentó en una silla. El policía seguía dando vueltas por la habitación, escrutándolo todo.
No iba a encontrar nada, no había nada que encontrar.
– ¿Y en qué puedo ayudarle? ¿Quiere una taza de café o alguna otra cosa?
El hombre le estaba dando la espalda. Quizás estuviera contemplando el paisaje, quizás estuviera pensando.
– No, gracias. Supongo que se preguntará por qué he venido.
Karsten Åsli no se preguntaba nada, ya lo sabía.
– Así es -dijo-. ¿Por qué ha venido?
– Se trata del secuestro de esos niños.
– ¿Sí?
– Un caso horrible -dijo el policía, volviéndose de pronto, y sus ojos-cámara dispararon contra Karsten.
– Estoy de acuerdo -dijo, asintiendo con la cabeza-. Totalmente horroroso.
Le sostuvo la mirada, respirando con tranquilidad. Karsten había contado con que esto podía ocurrir. Lo había previsto. No era una situación peligrosa, para nada. Además el policía era mayor que él, viejo, estaba en mala condición física.
– Estamos llevando a cabo una investigación muy meticulosa, y cada nuevo dato abre nuevos frentes que hay que investigar. Ahí es donde entra usted. -El policía sonreía demasiado, sonreía todo el rato-. Dos de los parientes de los niños aseguran haberle conocido.
Dos. ¡Dos!
Karsten Åsli negó ligeramente con la cabeza.
– Para ser sincero, no he seguido el caso con mucha atención -dijo-. Claro que es imposible no enterarse de lo fundamental, pero… ¿Quién dice que me conoce?
– Turid Sande Oksøy.
Turid nunca habría contado nada. Nunca. Ni siquiera ahora. Karsten observó a Stubø. El ojo izquierdo del policía estaba a punto de parpadear, pero el hombre se contuvo. Ese movimiento forzado delataba su mentira.
Karsten volvió a negar con la cabeza.
– Estoy prácticamente seguro de que no conozco a nadie con ese nombre -declaró. Se llevó la mano a la sien sin apartar la vista de Stubø -. Bueno… -Hizo chasquear los dedos de la mano derecha-. Bueno, he oído hablar de ella en la tele. Como ya le he dicho, no he seguido muy de cerca los casos. A mi juicio los medios se están pasando un poco, pero… Sí. Es la madre del… De aquel niño. El mayor de todos. ¿Me equivoco?
– No.
– Pero no la conozco. ¿Por qué iba a decir algo así?
– Lena Baardsen. -El policía seguía mirándolo fijamente. Ahora el ojo izquierdo estaba tranquilo, estático.
– Lena Baardsen -repitió Karsten Åsli lentamente-. Lena. Tuve una vez una novia que se llamaba Lena. ¿Se apellidaba ella Baardsen? La verdad es que no me acuerdo.
Sonrió al policía, pero Stubø ya no le devolvió la sonrisa.
– De eso hace ya… diez años. ¡Por lo menos! También he conocido a dos o tres chicas que se llaman Lene. Con E. Una de mis compañeras en el aserradero se llama Line. Pero supongo que esto no viene mucho a cuento.
– No.
El policía por fin se sentó en el sofá. Enseguida dio la impresión de ser más pequeño.
– ¿En qué trabaja? -preguntó con aire despreocupado, casi con desinterés, como si se acabaran de conocer en un pub y estuvieran tomándose unas cervezas.
– Trabajo en la serrería. En el pueblo. Aquí al lado.
– Creía que era monitor de jóvenes.
– Lo era. He hecho un poco de todo. Muchas cosas distintas.
– ¿Estudios?
– Muchísimos.
– ¿De qué?
– Bueno, también de todo un poco. ¿Está seguro de que no quiere café?
Stubø sacudió la cabeza.
– ¿Le importa que yo me prepare uno?
– Faltaría más.
A Karsten no le gustó dejarlo solo en el salón. Aunque allí no hubiera nada -nada más que los típicos objetos que pueden encontrarse en un salón: muebles, un par de libros y poca cosa más-, era como si aquel hombre estuviera inspeccionando toda la casa. Era un extraño y no había sido invitado. El policía tenía que largarse. Karsten se agarró al banco de la cocina. Estaba sediento; la lengua se le pegaba al paladar y a la parte interior de los dientes. Abrió el grifo al máximo. Se inclinó y bebió del chorro con avidez. En el sótano tenía hormigón y herramientas, y dentro de poco se iba a librar de Emilie. Por más que bebía no saciaba la sed. Le dolían los dientes de lo fría que estaba el agua. Gimió ligeramente y bebió más. Más.
– ¿Se siente mal?
El policía sonreía de nuevo, con aquella repulsiva hendidura que le surcaba la cara. Karsten no lo había oído llegar. Se levantó despacio, muy despacio, se mareó y se sujetó con todas sus fuerzas del banco de la cocina.
– Que va. Tengo sed, nada más. Acabó de volver de hacer footing.
– Se mantiene en forma.
– Sí. ¿Puedo…? ¿Hay algo más que quiera preguntarme?
– Parece un poco tenso, para serle sincero.
El policía había cruzado los brazos. Sus ojos se habían vuelto a transformar en una cámara, y estaban fotografiando la habitación, los armarios de arriba, la cafetera, el cuchillo de trinchar. Lo estaban fotografiando a él.
– Que va -replicó Karsten Åsli-. Sólo estoy un poco cansado. He corrido durante hora y media.
– Impresionante. Yo monto a caballo. Tengo caballo propio. Si viviera en un sitio como éste… -Stubø señaló hacia la ventana-. Entonces tendría varios. ¿Conoce usted a May Berit?
Al hablar volvió la cabeza. El perfil del policía quedó a contraluz, de modo que el ojo izquierdo, el ojo que delataba las mentiras, estaba oculto. Karsten tragó saliva.
– ¿May Berit qué? -preguntó secándose la boca.
– Benonisen. Antes se apellidaba Saither.
– La verdad es que no me acuerdo.
Su sed no se había apagado. Era como si tuviera la boca llena de setas; una mucosidad densa y viscosa le estorbaba al hablar.
– Tiene usted una memoria bastante limitada -señaló el hombre, sin mirarlo de frente-. Tiene que haber estado usted con muchas mujeres.
– Con unas cuantas.
Articuló las palabras muy cuidadosamente. Con. Unas. Cuantas. Salió bien.
– ¿Tiene hijos, Åsli?
Se le soltó la lengua. Se le empezó a normalizar el pulso. Lo notaba perfectamente, lo oía, oía que su propio corazón le golpeaba el esternón a un ritmo cada vez más pausado. Empezó a respirar con mayor libertad, la opresión que sentía en el esófago remitió y él sonrió ampliamente el oírse a sí mismo decir:
– Sí.
Este hombre no era peor que todos los demás. Era exactamente igual de malo. Era uno de ellos. Mientras el policía Yngvar Stubø estaba ahí, haciéndose el importante, la niña que estaba buscando se encontraba a cinco metros de él, ¿quizá diez? El tipo no tenía la menor idea. Seguramente el poli iba de acá para allá, de casa en casa, haciendo preguntas estúpidas y dándose aires sin saber en realidad nada. A eso lo llamaban visitas de rutina. En realidad no era más que una manera de pasar el rato. Tenía que haber mucha gente en la lista que el hombre probablemente llevaba en el bolsillo, a juzgar por la frecuencia con que se llevaba la mano al corazón, por debajo de la chaqueta, como si estuviera dudando si enseñarle algo.
Era como todos los demás.
En los rasgos de su rostro, Karsten veía mujeres y hombres, viejos y jóvenes. La nariz, grande y recta, le recordaba a la de un viejo maestro de la escuela que se divertía encerrándolo en el armario con los balones medicinales y los sacos de guisantes hasta que se ahogaba de tanto polvo y empezaba a llorar implorando que lo dejaran salir. Stubø llevaba el cabello peinado hacia atrás, en diagonal sobre el cráneo, exactamente como lo solía llevar el monitor de los boy scouts, el tipo que le quitó a Karsten todos sus diplomas porque pensaba que había hecho trampas. En la boca de Stubø había mujeres, muchas mujeres. Labios carnosos, rosados y rechonchos. Chicas. Mujeres. Zorras. Tenía los ojos azules, como los de la abuela.
– Tengo un hijo -dijo Karsten mientras se servía café.
Ahora manejaba sus manos fornidas y encallecidas con pulso firme. Karsten se sentía fuerte. Pasó un dedo por el mango del cuchillo de trinchar. La hoja estaba metida en un taco de madera para proteger el filo.
– Ahora mismo está en el extranjero con su madre. De vacaciones -agregó.
– ¿Ah, sí? ¿Están casados?
Karsten Åsli se llevó la taza a la boca. El sabor amargo le hacía bien. Las setas habían desaparecido. Notaba la lengua ágil, afilada.
– Qué va. Ni siquiera somos novios. Ya sabe… -Soltó una risita.
Sonó el móvil de Stubø.
La conversación no duró mucho. El policía cerró la tapa del teléfono de un golpe.
– Me tengo que ir -anunció sin más.
Karsten lo acompañó a la puerta. Las gotas de llovizna se habían posado sobre la hierba. Quizá por la noche volvería a hacer frío. Quizá la temperatura bajaría de cero grados. Aquel viento cortante parecía indicar que por lo menos iba a helar aquí, en la montaña. Se percibían los aromas embriagadores del incipiente verano. Karsten inspiró profundamente.
– No puedo decir que haya sido exactamente un placer conocerle -dijo con una sonrisa-, pero le deseo un buen viaje de regreso a casa.
Stubø abrió la puerta del coche y se volvió hacia él.
– Me gustaría tener una charla con usted en la ciudad -dijo.
– ¿En la ciudad? ¿Se refiere a Oslo?
– Sí. Lo antes posible.
Karsten Åsli se lo pensó. Echó una ojeada a la taza que aún sostenía en la mano, como si le sorprendiera que estuviese vacía. Luego alzó la mirada y la clavó en Stubø.
– Esta semana no va a poder ser -contestó-, pero quizás a principios de la semana que viene. No puedo prometerle nada. ¿Tiene una tarjeta o algo así, para que le pueda llamar?
Stubø no apartó la vista de él. Karsten no pestañeó. Una mosca confusa pasó volando entre ellos. Por encima de las nubes un avión surcaba el cielo. La mosca se elevó.
– Me pondré en contacto con usted -dijo finalmente Stubø -. Que no le quepa la menor duda.
El Volvo azul marino salió dando tumbos por la verja abierta y se alejó lentamente cuesta abajo. Karsten Åsli lo siguió con los ojos hasta que llegó a la bifurcación y desapareció tras el bosquecillo. No recordaba la última vez que el valle le había parecido tan bonito, tan limpio.
Era suyo. Éste era su sitio. En lo alto se divisaba la estela del avión que volaba en dirección al norte.
Karsten entró en la casa.
Yngvar Stubø paró el coche en cuanto le pareció que estaba fuera del campo de visión de Åsli. Aferró el volante con todas sus fuerzas. La sensación de cercanía con la niña había sido tan intensa, tan arrolladora, que lo único que impidió que registrara la casa de arriba abajo fueron sus veinticinco años de experiencia. No había base legal para algo así. No tenía nada.
Nada más que sentimiento. Ni un solo jurista de toda Noruega habría dictado una orden de registro sobre la base de una intuición.
– Piensa -masculló-. Piensa, joder.
Tardó menos de ochenta minutos en llegar a Oslo. Aparcó delante del piso de Lena Baardsen. Era la noche del lunes 5 de junio y eran ya más de las ocho y media. Temía que el tiempo se le estuviera acabando.