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El viernes por la mañana Kristiane se despertó con fiebre, o mejor dicho, no se despertó. Cuando Inger Johanne se levantó a las ocho y diez, después de que los ladridos de Jack la arrancaran del sueño, la niña seguía durmiendo, con la boca abierta. Tenía mal aliento, los mofletes rojos y la frente caliente.

– Duele -murmuró cuando Inger Johanne la despertó-. Sed en la tripa.

En realidad a Inger Johanne le venía bien quedarse en casa. Se puso un chándal viejo, llamó al trabajo para avisar y marcó el número de teléfono de su madre.

– Kristiane se ha puesto mala, mamá. No podemos ir esta noche.

– Cuánto lo siento. ¡Es una lástima! Había conseguido un salmón marinado estupendo, ya sabes que tu padre conoce a… ¿Quieres que vaya a cuidarla?

– No, no hace falta. Bueno, la verdad…

Inger Johanne necesitaba pasar un día en casa. Quería hacer un poco de limpieza para el fin de semana, quizás arreglar una de las sillas de la cocina que se había descuajaringado un poco bajo el peso de Yngvar. Kristiane era una niña muy peculiar. Se recuperaba a base de dormir, literalmente. La última vez que contrajo la gripe durmió durante cuatro días seguidos, hasta que un día se levantó a las dos de la mañana y anunció:

– Sana. Sanamanzana.

Inger Johanne se podría aplicar por fin la mascarilla para el pelo que le había dado Line. Podría quedarse en la bañera tranquilamente, pero había un par de cosas que tenía que hacer antes del fin de semana.

– ¿Podrías venir más tarde? -le pidió a su madre-. ¿A eso de… las dos?

– Claro que puedo, mi vida, con lo bien que se porta Kristiane cuando está enferma. Me llevo un bordado y una película de vídeo que me trajo el otro día tu hermana, una película vieja que dice que me va a gustar. Magnolias de acero, con Shirley McLaine y…

– Mamá, tengo aquí un montón de vídeos.

– Ya, pero es que tienes un gusto tan… especial…

Inger Johanne cerró los ojos.

– ¡No tengo un gusto nada raro! Tengo películas de…

– Que sí, cariño, que tienes un gusto un poco peculiar, deberías admitirlo. ¿Te has cortado ya el pelo? Tu hermana está estupenda, ha ido con el peluquero ese nuevo tan moderno, el de la calle Prinsen, se llama… -La madre se rió-. Bueno, él es un poco… Es bastante normal que los peluqueros lo sean. Pero Dios, qué bien ha dejado a Marie.

– Seguro que sí. ¿Vienes entonces a las dos?

– A las dos en punto. ¿Quieres que compre algo de comer para las tres?

– No hace falta, tengo una sopa de verduras en el congelador. Es lo único que consigo que coma Kristiane cuando está enferma. Hay suficiente para nosotras también.

– Muy bien. ¡Hasta luego!

– Nos vemos.


El agua de la bañera estaba exactamente dos grados demasiado caliente. Inger Johanne se reclinó contra el cojín de plástico y aspiró el vapor a grandes bocanadas. Limón y camomila de una botella cara que Isak le había traído de Francia. Él le compraba un regalo siempre que viajaba al extranjero. Inger Johanne no entendía del todo por qué, pero le resultaba agradable. Su ex tenía buen gusto y mucho dinero.

– Yo también tengo buen gusto -murmuró.

Había tres toallas colgadas de las perchas. Una de ellas tenía un gran dibujo del Niño Tigre, las otras dos estaban rosa pastel de tanto lavarlas.

– Toallas nuevas -se dijo, tomando nota mental-. Hoy.

Las amigas le tenían envidia por su madre. Line la adoraba. «Es tan buena -decían las otras chicas-, te ayuda en lo que sea. ¡Está siempre enterada de todo! Lee y va al cine y al teatro, ¡y cómo viste!»

En efecto, su madre era buena. Demasiado buena. Era general de un ejército al servicio del bien, visitaba a presos en las cárceles y la habían nombrado miembro de honor en varias ONG, tenía unas manos muy diestras y se le daba francamente mal la comunicación directa. Quizá fuera porque nunca había trabajado fuera de casa. Había consagrado su vida a su marido, sus hijos y su labor humanitaria; una serie infinita de misiones y tareas por las que nunca recibía pago, pero que exigían que adoptase una actitud amable hacia todo y todos. La madre era una diplomática nata. Era prácticamente incapaz de construir una frase que expresase sin tapujos lo que verdaderamente quería decir. «Tu padre está preocupado por ti», por ejemplo, significaba «yo estoy muerta de miedo». «Marie tiene últimamente una pinta estupenda», era el modo de su madre de decir que ella parecía una pordiosera. Cuando la madre le llevaba una pila de revistas de mujer, Inger Johanne sabía de antemano que en ellas se hablaba de la última moda y de veinte maneras de conseguirse un marido.

– Tú tienes un trabajo muy duro -decía la madre, acariciándole un poco el brazo.

Entonces Inger Johanne entendía que los vaqueros, el forro polar y las gafas de hace cuatro años no entusiasmaban precisamente a su madre.

La verdad es que la mascarilla de pelo de Line resultaba bastante agradable. Le producía un ligero cosquilleo en el cuero cabelludo, e Inger Johanne realmente sentía cómo las puntas secas y abiertas absorbían los nutrientes bajo el gorro de plástico. El agua le había teñido la piel de rojo. Jack estaba durmiendo, y de la habitación de Kristiane no salía ni un ruido, aunque ella había dejado las puertas abiertas por si acaso.

El libro de Asbjørn Revheim estuvo a punto de caérsele al agua, pero lo atrapó en el aire en el último momento y quitó la taza de café del borde de la bañera para depositarla en el suelo.

El primer capítulo trataba de la muerte de Asbjørn Revheim. A Inger Johanne le parecía un modo bastante curioso de empezar una biografía. No estaba segura de querer leer nada sobre la despedida de Revheim, así que se saltó unas cuantas hojas. El segundo capítulo versaba sobre su infancia en Lillestrøm.

El libro cayó al agua. Ella lo sacó inmediatamente, pero ahora tenía algunas de las hojas pegadas entre sí, por lo que tardó un rato en encontrar el punto en el que se había quedado.

Ahí.

Asbjørn Revheim se había empeñado en cambiarse el nombre ya con trece años. El biógrafo dedicaba página y media a reflexionar sobre el hecho de que una pareja de padres hubiera permitido, en 1953, que un chico tan pequeño renegase del apellido familiar. Pero claro, sus padres tampoco eran como los de la mayoría de los chicos.

Asbjørn Revheim se apellidaba Kongsbakken originalmente. La madre y el padre eran Unni y Astor Kongsbakken: ella era una artesana reconocida que hacía telares, y él un fiscal eminente, por no decir famoso.

El agua se había quedado templada, y a Inger Johanne casi se le había olvidado que tenía que aclararse la mascarilla del pelo. Cuando su madre llegó a las dos, a ella casi no le dio tiempo a decirle que dentro de una hora había que darle a Kristiane media aspirina disuelta en Coca-Cola tibia y que hoy la niña podía beber lo que quisiera.

– Estaré de vuelta sobre la cinco -dijo-. Puedes atar a Jack en el jardín. ¡Y muchas gracias por venir, mamá!

Se le olvidó explicarle por qué había puesto a secar un libro entre dos sillas en el salón.


El estado de Alvhild había empeorado. La mujer, de nuevo en la cama, volvía a despedir el olor a cebolla. La enfermera le advirtió a Inger Johanne que no podía quedarse mucho tiempo.

– Volveré dentro de un cuarto de hora -avisó.

– Hola -dijo Inger Johanne-. Soy yo. Inger Johanne.

Alvhild hacía esfuerzos por abrir los ojos. Inger Johanne acercó la silla y posó con cuidado su mano sobre la de la anciana. Estaba fría y seca.

– Inger Johanne -repitió Alvhild-. Te he estado esperando. Cuéntame.

Tosió secamente intentando darse la vuelta; tenía la cabeza hundida en aquella almohada grande y mullida. Al no conseguirlo, se quedó mirando el techo. Inger Johanne agarró una servilleta de papel de una caja sobre la mesilla y le secó el contorno de la boca.

– ¿Quieres un poco de agua?

– No. Quiero que me cuentes lo que has descubierto en Lillestrøm.

– ¿Estás segura de que…? Puedo volver mañana, si quieres… Ahora estás demasiado cansada, Alvhild.

– ¡Eso creo que me corresponde a mí decidirlo! -Volvió a toser, con una tos bronca y convulsiva-. Cuéntame -ordenó.

Inger Johanne le contó. Hubo un rato en que no estaba segura de si Alvhild estaba despierta, pero luego la mujer sonrió trabajosamente, como para animarla a proseguir.

– Y hoy -dijo finalmente-, hoy he descubierto que Astor Kongsbakken era el padre de Asbjørn Revheim.

– Eso ya lo sabía.

– ¿Ya lo sabías?

– Sí. Kongsbakken era una figura destacada en el mundo jurídico de la década de los cincuenta y principios de los sesenta. Se murmuraba mucho sobre lo embarazoso que tenía que ser para él que su hijo escribiera libros como ésos. Era… Pero lo que no me imaginaba es que Revheim tuviera algo que ver con el caso de Seier.

– Tampoco es seguro que tenga algo que ver.

Alvhild tenía problemas con la almohada. Quería@incorporarse, y su mano buscó a tientas el mando con el@que@se regulaba la altura de la cama.

– ¿Estás segura de que esto te conviene? -preguntó Inger Johanne pulsando con cuidado un botón verde.

Alvhild asintió débilmente y repitió el gesto cuando alcanzó la altura deseada. El sudor le perlaba las arrugas de la frente.

– Cuando se publicó Frío febril en…

– En 1961 -dijo Inger Johanne, que había conseguido leerse la mayor parte de la biografía.

– Puede ser. Se armó un buen lío. No tanto por los detalles pornográficos, como quizá por los violentos ataques a la Iglesia. Debe de haber sido el mismo año en que Astor Kongsbakken dejó la Fiscalía General y pasó al ministerio. Era… -Alvhild se esforzó por tomar aliento-. Agua en los pulmones -explicó, sonriendo débilmente-. Espera un momento.

La enfermera había vuelto.

– Se lo digo en serio. -Los grandes pechos saltaban ligeramente al ritmo de las palabras-: Esto no le viene bien a Alvhild.

– Astor Kongsbakken -jadeó Alvhild con dificultad- era amigo de mi jefe. El que me pidió que…

– Márchese -ordenó la enfermera señalando la puerta y preparando una jeringuilla con dedos hábiles.

– Me voy -dijo Inger Johanne-. Ya me voy.

– Estudiaron juntos -susurró Alvhild-. Vuelve a verme, Inger Johanne.

– Sí -prometió Inger Johanne-. Volveré cuando estés mejor.

La mirada de la enfermera le dio a entender que tendría que esperar sentada.


Cuando Inger Johanne volvió a casa, olía a limpio. Kristiane seguía durmiendo. El salón estaba recién ventilado, y las cortinas descorridas. Incluso la estantería estaba ordenada; los libros que ella había colocado a toda prisa en horizontal sobre los otros estaban ahora en su sitio. El considerable montón de periódicos viejos que había junto a la puerta de la entrada había desaparecido. Al igual que Jack.

– A tu padre le apetecía dar un paseo -dijo su madre-. No hace mucho que se han ido. Las cortinas necesitaban un lavado, la verdad. Y aquí…

Le dio la biografía de Asbjørn Revheim. Tenía las hojas algo arrugadas como si fuese un libro usado, pero estaba entero y completamente seco.

– He usado el secador -le informó su madre, sonriendo-. La verdad es que ha tenido su gracia ver si conseguía salvarlo. Y además… -Hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza y enarcó una ceja-. Ha venido un hombre. Un tal Yngvar Stubø. Ha dejado una camiseta que claramente era tuya porque ponía Vik en la espalda. ¿Se la habías prestado tú? ¿Quién era? Por lo menos podría haberla lavado, me parece a mí.

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