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El comisario Yngvar Stubø tenía pinta de jugador de fútbol americano. De complexión recia, rebasaba la barrera del sobrepeso pese a que su estatura no era en realidad superior a la media. Los kilos de más se repartían uniformemente entre los hombros, la nuca y los muslos. El tórax le tensaba la camisa de color blanco tiza en cuyo bolsillo, sobre el corazón, llevaba dos tubos de metal. Antes de caer en la cuenta de lo que era aquello en realidad, Inger Johanne Vik creyó que el hombre iba por ahí con unos cartuchos de escopeta.

Él había enviado un coche para buscarla. Era la primera vez que alguien hacía algo parecido por Inger Johanne Vik. Ella se había sentido incómoda, le había rogado que no se tomase esa molestia, que había Metro, que podía ir en taxi. De ninguna manera, había insistido Stubø, y le mandó un Volvo, un coche anónimo, azul marino, con un joven al volante.

– Esto parece el servicio secreto -comentó ella con una sonrisa tensa cuando le estrechó la mano a Stubø-. Un Volvo azul marino y un chófer mudo con gafas de sol.

La risa del hombre era tan contundente como la garganta de la que provenía. Tenía los dientes blancos, regulares, con un brillo de oro en una muela del lado derecho.

– No se preocupe por Oskar. Aún tiene mucho que aprender.

Un ligero olor a puro flotaba en el ambiente. Sin embargo, no había un solo cenicero en el despacho. El escritorio era anormalmente grande. En un extremo había una pila de carpetas bien ordenadas, en el otro un ordenador apagado. Detrás de la silla en la que estaba sentado Stubø, colgaban en la pared un mapa de Noruega, una placa del FBI y una gran fotografía de un caballo marrón, tomada en verano en un prado de flores silvestres. El caballo, con la mirada fija en el objetivo de la cámara, había sacudido la cabeza en el momento del disparo, de manera que la crin formaba una aureola en torno a su cabeza.

– Un caballo magnífico -dijo ella, señalando la fotografía-. ¿Es suyo?

Sabra -respondió él, sonriendo otra vez. Este hombre no hacía más que sonreír-. Un hermoso animal. Gracias por venir. La vi en la televisión.

Inger Johanne Vik se preguntó cuánta gente le habría dicho exactamente lo mismo los últimos días. Era bastante típico de Isak ser el único que no le había mencionado el embarazoso incidente, aunque, por otra parte, nunca veía la televisión. La madre de Inger Johanne, en cambio, había llamado cinco veces en un lapso de media hora tras la emisión; su voz chillona sonaba en el contestador cuando ella entró por la puerta. Inger Johanne no le había devuelto las llamadas, lo cual dio lugar a otros tres mensajes, a cual más airado. Al día siguiente, en el trabajo algunos la habían recibido con palmaditas en el hombro, otros se habían reído y otros se habían manifestado profundamente ofendidos por lo que le habían hecho en aquel programa. La cajera de la tienda de su barrio se había inclinado hacia ella con complicidad y había susurrado tan alto que lo había oído todo el vecindario:

– ¡Te he visto en la tele!

Sin duda Redacción 21 tenía un índice de audiencia formidable.

– Estuvo usted muy bien -aseguró Stubø.

– ¿Bien? Pero si casi no acerté a decir palabra.

– Dijo lo que había que decir. Su decisión de marcharse fue mucho más elocuente que la palabrería de toda esa… gente algo menos dotada. ¿Ha leído mi mensaje?

Ella asintió con la cabeza.

– Pero creo que está usted un poco desorientado, no creo que yo pueda ayudarles en nada. No soy precisamente…

– He leído su tesis doctoral -la interrumpió él-. Es muy interesante. En mi profesión… -La miró de frente y se calló. En sus ojos había una petición de disculpa, como si se avergonzara de lo que realmente estaba haciendo-. Nos cuesta mantenernos al día. No solemos ir más allá de lo que parece tener relevancia directa para nuestra profesión, para la investigación, como esto…

Abrió un cajón y sacó un libro. Inger Johanne reconoció inmediatamente la cubierta, que llevaba su nombre escrito en letras pequeñas sobre un paisaje de invierno desprovisto de color.

– Supongo que soy el único que la ha leído. Es una pena. Lo que dice es muy pertinente.

– ¿Para quién?

De nuevo el rostro de Stubø adoptó esa expresión abatida, en parte de disculpa.

– Para la profesión policial. Para cualquiera que se esfuerce por entender el alma del delito.

– ¿El alma del delito? ¿No querrá decir «el alma de los delincuentes»?

– Tiene toda la razón, catedrática.

– No soy catedrática. Soy profesora de universidad.

– ¿Tiene eso importancia?

– Sí.

– ¿Porqué?

– Porque…

– Bueno, ¿tiene en realidad alguna importancia cómo me dirija a usted? Cuando la llamo catedrática sólo quiero decir que sé que investiga y que da clases en la universidad. Es así, ¿no? ¿No es eso lo que hace?

– Sí, pero no está bien arrogarse…

– ¿Aparentar que uno es más importante de lo que es en realidad? ¿Saltarse las formalidades? ¿Se refiere a eso?

Inger Johanne entrecerró los ojos, se quitó las gafas y se puso a frotar pausadamente la lente derecha con el faldón de su camisa. Estaba intentando ganar algo de tiempo. El hombre al otro lado de la mesa había quedado reducido a una nebulosa azul, a un ser amorfo sin mucho carácter definido.

– La precisión es mi especialidad -aseveró aquel rostro sin contornos-, en lo grande y en lo pequeño. Un buen trabajo policial se hace colocando una piedra sobre otra, con exactitud milimétrica. Si me descuido… Si alguno de mis hombres pasa por alto un solo pelo, si se retrasan sólo un minuto, si toman un atajo creyendo saber algo que en sentido estricto no podemos dar todavía por seguro, entonces… -Dio una fuerte palmada.

Inger Johanne se volvió a poner las gafas.

– Entonces vamos fatal -añadió él quedamente-. La verdad es que empiezo a estar un poco harto.

Inger Johanne pensó que esto no era asunto suyo, que un inspector de Kripos de mediana edad se hubiera cansado de su trabajo. Era evidente que el hombre atravesaba una especie de crisis existencial, pero eso a ella no le incumbía en absoluto.

– No del trabajo mismo -puntualizó él de pronto, tendiéndole una cajita de caramelos-, no me interprete mal. Tome uno. ¿Le molesta el olor a puro? ¿Quiere que ventile el despacho?

Ella negó con la cabeza y sonrió levemente.

– No. Huele bien.

Él le devolvió la sonrisa. Era guapo. Guapo de un modo casi extremo, si bien tenía la nariz demasiado recta, demasiado grande, los ojos demasiado profundos, demasiado azules, la boca demasiado perfilada, demasiado bien formada. Yngvar Stubø era demasiado mayor para tener esa sonrisa tan blanca.

– Debe de estar preguntándose por qué quiero hablar con usted -dijo él en tono jovial-. Cuando antes me ha corregido…, cuando ha señalado que en lugar de «el alma del delito» yo debería haber dicho «el alma del delincuente», ha dado en el clavo. De eso es de lo que se trata.

– No entiendo del todo…

– Ya lo verá.

Él se volvió hacia la fotografía del caballo.

– Ésta es Sabra -empezó él, enlazando las manos en la nuca-, una buena yegua, de la vieja escuela. Si le pones encima a un niño de cinco años, ella echa a andar con pasos cuidadosos, pero, en cambio, si la monto yo… ¡Uauh! La estuve entrenando durante muchos años. Más que nada por el placer de hacerlo, claro, no soy un profesional. La cosa es que…

De pronto se inclinó hacia delante, y ella percibió el suave olor a caramelo de su aliento. No estaba segura de si esta repentina intimidad le resultaba agradable o repulsiva. Se apartó.

– He oído decir que los caballos no distinguen los colores -continuó él-. Quizá tengan razón. Pero lo cierto es que Sabra odia todo lo que es azul, digan lo que digan. Además no le gusta nada la lluvia, está medio enamorada de otras yeguas, es alérgica a los gatos y la despistan los coches que tienen un motor de más de tres litros. -Titubeó por un momento e inclinó imperceptiblemente la cabeza antes de proseguir-: La cosa es que siempre podía explicar sus actos a partir de su carácter. De su modo de ser como… como caballo, simple y llanamente. Si se negaba a saltar una valla, no me hacía falta realizar un análisis muy detallado, como hacían muchos otros. Era capaz de… -Miró la foto de soslayo-. Se lo veía en los ojos. En el alma, si me permite expresarlo así. En el carácter. Porque la conozco, porque sé cómo es.

Inger Johanne sentía la necesidad de decir algo.

– Aquí no trabajamos así -agregó él, antes de que a ella se le ocurriera nada-. Aquí seguimos el otro camino.

– Todavía no entiendo qué quiere usted de mí.

Yngvar Stubø juntó de nuevo las manos, esta vez como si estuviera orando, y las posó ante sí, sobre la mesa.

– Dos niños secuestrados y dos familias destrozadas. Mi gente ha mandado ya más de cuarenta pruebas distintas al laboratorio para que las analicen. Tenemos varios cientos de fotografías de los escenarios de los hechos. Hemos interrogado a tanta gente que le daría dolor de cabeza saber el número exacto. Casi sesenta hombres están trabajando en este caso o, mejor dicho, en estos casos. Dentro de algunos días sabré todo lo que se puede saber del delito, pero eso no me llevará a ningún sitio, me temo. Yo quiero saber algo sobre el delincuente. Por eso la necesito a usted.

– Necesita un profiler -afirmó ella con calma.

– Exactamente. La necesito a usted.

– No -repuso ella, un poco demasiado alto-. No soy la persona que busca.


En un chalé adosado en Bairum, una mujer consultó el reloj. El tiempo se estaba comportando de un modo extraño; cada segundo no sucedía al anterior, los minutos no desfilaban uno detrás de otro. Las horas se amontonaban, y tan pronto tardaban una eternidad en transcurrir como pasaban en un instante. Cuando por fin te habías librado de ellas regresaban de improviso, como viejos conocidos con los que has reñido y no te dejan tranquilo.

El miedo de la primera mañana al menos fue algo tangible para ambos, algo que pudieron canalizar haciendo una ronda de llamadas: a la policía, a sus padres, al trabajo, y a los bomberos, que vinieron en balde, pues no estaba en su mano ayudarlos a encontrar a un niño de cabello castaño rizado que había desaparecido durante la noche. Lasse telefoneó a todos los sitios que se le ocurrieron: al hospital, que mandó una ambulancia que no encontró a nadie a quien llevarse; a los vecinos, que se detenían con cierta aprensión ante la puerta al ver el jardín lleno de policías uniformados.

Aquel miedo se podía encauzar hacia algo productivo. Desde entonces la situación había empeorado mucho.

Ella tropezó con algo en las escaleras del sótano.

Las ruedas supletorias de la bicicleta se habían caído de la pared. Lasse acababa de quitarlas de la bicicleta de Kim, que se había puesto tan orgulloso… Había salido haciendo eses con su casco azul, se había caído, se había vuelto a levantar. Había seguido adelante, sin ruedas supletorias. Las colgaron detrás de la puerta del sótano, en las escaleras, como un trofeo.

– Así puedo ver lo que he conseguido -le había dicho a su padre moviendo con el dedo el diente flojo de arriba-. Pronto se me va a caer. ¿Cuánto me va a tocar?

Necesitaban mermelada.

Los gemelos necesitaban mermelada. La mermelada estaba en la despensa del sótano, era del año pasado, y Kim había ayudado a recoger la fruta. Kim. Kim. Kim.

Los gemelos sólo tenían dos años y necesitaban mermelada.

Delante de la despensa del sótano había algo tirado que no lograba identificar. Un paquete alargado. ¿Un fardo?

El fardo no era grande, quizá no llegaba al metro de longitud. Se trataba de algo empaquetado en plástico gris. Encima había una nota pegada con cinta adhesiva; un gran papel blanco con letras escritas con rotulador rojo. Cinta adhesiva marrón. Plástico gris. Una cabeza asomaba apenas del fardo, la cabeza de un niño de rizos castaños.

– Una nota -señaló ella con docilidad-. Ahí hay una nota.

Kim sonreía. Estaba muerto y sonreía. En la encía superior brillaba el hueco que había dejado el diente al caerse. La mujer se sentó en el suelo. El tiempo empezó a transcurrir de forma cíclica, y ella supo que era el comienzo de algo que nunca acabaría. Cuando Lasse bajó a buscarla, ella no tenía idea de dónde estaba. No soltó a su niño hasta que llegaron al hospital y alguien le puso una inyección. Un policía abrió el puño derecho del crío.

Allí encontraron un diente, blanco como el mármol, con una pequeña raíz teñida de color sangre.


A pesar de que el despacho era relativamente grande, el aire estaba ya muy cargado. Su tesis todavía estaba ahí, sobre un extremo de la mesa. Yngvar Stubø pasó el dedo índice sobre la imagen del paisaje invernal antes de elevarlo hacia ella.

– Usted es tanto psicóloga como jurista -señaló.

– Eso tampoco es así. No exactamente. Me diplomé en Psicología, en Estados Unidos, pero no estoy licenciada. En Derecho, en cambio… -Estaba sudando y le pidió agua a Stubø. De pronto se le ocurrió que estaba allí, contra su voluntad, por orden de un policía con el que ella no quería tener nada que ver, oyéndolo hablar de un asunto que no le concernía, que escapaba a su competencia-. Si no le importa, desearía marcharme -dijo cortésmente-. Lamentablemente no puedo ayudarle. Es evidente que tiene contactos en el FBI. Pregúnteles a ellos. Ellos cuentan con profilers, según tengo entendido. -Le echó una ojeada al escudo de la pared; era azul, llamativo y de mal gusto-. Yo soy científica, Stubø. Además, tengo una niña pequeña y este caso me resulta repugnante, me asusta. A diferencia de usted, yo tengo derecho a hablar así. Déjeme marchar.

Él sirvió agua de una botella sin corcho y le puso el vaso de cartón delante.

– Tenía usted sed -le recordó él-. Beba. ¿Lo dice en serio?

– ¿Decir qué? -Se le derramó el agua y se percató de que estaba temblando. Una gota de agua fría le resbaló desde la comisura de los labios por la barbilla y el cuello. Se tiró del cuello del jersey.

– ¿Que esto no le incumbe?

Sonó el teléfono, con un timbre agudo e insistente. Yngvar Stubø descolgó el auricular. La nuez le dio tres brincos evidentes, como si el hombre estuviera a punto de vomitar. No decía nada. Pasó un minuto. De los labios de Stubø salió un sí muy débil, poco más que un carraspeo. Pasó otro minuto. Después él colgó. Con lentitud se sacó uno de los tubos del bolsillo del pecho y empezó a acariciar el metal mate. Seguía sin abrir la boca. Inger Johanne no sabía qué hacer. De pronto, el hombre se guardó de nuevo el cigarro en el bolsillo y se tiró del nudo de la corbata.

– Ha aparecido el niño -le comunicó con voz ronca-. Kim Sande Oksøy. La madre lo ha encontrado en su propio sótano. Envuelto en una bolsa de plástico. El asesino le había dejado un mensaje. «Ahí tienes lo que te merecías.»

Inger Johanne se arrancó las gafas. No quería ver. Tampoco quería escuchar. Se levantó con la visión borrosa y alargó la mano hacia la puerta.

– Eso es lo que ponía en la nota -dijo Yngvar Stubø-. «Ahí tienes lo que te merecías.» ¿Sigue pensando que esto no es asunto suyo?

– Deje que me vaya. Déjeme salir de aquí. -Se dirigió a tientas hacia la puerta e intentó agarrar el pomo. Todavía llevaba las gafas en la mano izquierda.

– Desde luego -oyó a su espalda-, le diré a Oskar que la lleve a casa. Gracias por venir.

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