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Aksel Seier estaba de pie en el salón ante un espejo desportillado. Se pasó una mano por la cabeza. Olía a naranjas. Se había cortado el cabello, y los pelos de la nuca le pinchaban los dedos. En opinión de la señora Davis, él, por una vez, tenía pinta de venir de una sociedad civilizada. Al fin y al cabo iba a irse de viaje, a un país en el que la gente, por lo que había oído la señora Davis, pensaba que los norteamericanos eran unos vulgares bárbaros. Eso solían pensar los europeos. Lo había leído en el National Enquirer. Aksel tenía que demostrarles que era un hombre pudiente. Esa pelambrera gris quizá le valiera aquí en Harwichport, pero ahora iba a enfrentarse a otro mundo. Se había pegado un buen tajo en la oreja, pero al menos el corte era homogéneo. Pelado por los cuatro costados. El aceite de naranja lo había dejado allí alguno de sus seis yernos. Se suponía que era bueno para el cuero cabelludo. A Aksel no le gustaba el olor de los cítricos. Como no se iba hasta el día siguiente, decidió lavarse el pelo antes de tomar el autobús en dirección al Aeropuerto Internacional Logan de Boston. Matt Delaware se había ofrecido a llevarlo hasta la parada de Barnstable. Faltaba más: Aksel le había dejado el barco y la furgoneta a precio de ganga.

Su propiedad en Ocean Avenue, en cambio, la había vendido por 1,2 millones de dólares.

Tal y como estaba.

No había tardado más de una hora en elegir las cosas que se iba a llevar. Los soldaditos de cristal, que le habían costado cuatro años de trabajo, se había decidido a regalárselos a la señora Davis. El riesgo de que se quebraran al cruzar el océano era demasiado grande. Ella se conmovió y le prometió no permitir que ninguno de sus nietos jugara con ellos. Al gato lo querría como si fuera suyo, declaró la mujer en voz muy alta. Matt había hecho una reverencia cuando Aksel le ofreció el tablero de ajedrez y el gran tapiz. La condición era que le mandara el mascarón de proa a Aksel en cuanto tuviera dirección en Noruega.

El mascarón de proa le recordaba a Eva.

A Aksel no le gustaba su nuevo peinado. Le hacía parecer más viejo; le resaltaba más las facciones, las arrugas y los poros, y era como si sus dientes amarillentos y torcidos, que habría debido arreglarse hacía mucho tiempo, estuviesen más salidos ahora que había desaparecido su flequillo y él tenía la cara desnuda y al descubierto. Intentó ocultarse tras un par de gafas viejas de montura marrón. La graduación ya no era la correcta y lo mareaban un poco.

Había estado en el banco. El importe de la venta ascendía a unos diez millones de coronas. Cheryl, que había crecido en Harwichport y que había empezado a trabajar en el banco sólo un par de semanas antes, le había sonreído y le había susurrado «You lucky son of a gun» antes de explicarle que el comprador le pagaría el resto del dinero a plazos durante las siguientes seis semanas. Aksel tenía que ponerse en contacto con un banco en Noruega, abrir una cuenta corriente, y todo estaría arreglado a no ser que las autoridades le pusieran muchas trabas. Pero seguro que todo saldría muy bien, aseguró ella, riéndose de nuevo.

Diez millones de coronas.

Para Aksel era una cifra astronómica. Se decía una y otra vez que hacía siglos que no se enteraba de lo que valía una corona y de que Noruega al fin y al cabo era un país muy caro. De eso sí que se había enterado al leer esporádicamente artículos que trataban sobre su país. Pero un millón largo de dólares era al fin y al cabo un millón largo de dólares, fuera a donde fuera en el mundo. Incluso en Beacon Hill en Boston habría conseguido una casa por ese precio. Oslo no podía ser más caro que Beacon Hill.

La señora Davies lo había acompañado a Hyannis cuando fue a comprarse ropa. Aksel, muy a su pesar, no se fiaba del todo del criterio de ella. Sobre todo le resultaban incómodos los pantalones a cuadros de K-mart. La señora Davies pensaba que los cuadros y el color pastel lo hacían parecer rico, que es lo que era, por otra parte. Cuando murmuró algo sobre el centro comercial del cabo Cod, ella alzó los ojos y le dijo que las tiendas de allí te clavaban en cuanto entrabas por la puerta. Lo que no se vendiera en K-mart no merecía la pena ser comprado. Ahora Aksel tenía una maleta llena de ropa nueva que no le gustaba. La señora Davies le había confiscado las viejas camisas de franela y los vaqueros. Lo iba a lavar todo antes de dárselo al Ejército de Salvación.

Aksel pensó que tenía que acordarse de llamar a Patrick.

Se alejó un paso del espejo. Bajo aquella luz, que entraba oblicuamente por la ventana, tenía verdaderos problemas para reconocerse en el espejo lleno de manchas. No era sólo el pelo lo que resultaba extraño. Intentó estirar la espalda, pero algo en la nuca y en los hombros se lo impedía. Llevaba demasiados años mirando al suelo. Aksel se había quedado así tras pasar miles de días doblando el espinazo, trabajando apartado de todos los demás, y largas veladas encorvado sobre sus manualidades y sus propios pensamientos.

Volvió a levantar la cabeza. Algo le pinchaba entre los omóplatos. Le daba la impresión de estar más delgado. Se estaba obligando a mantener la postura. Luego se pasó la mano por la chaqueta marrón del traje y empezó a preguntarse si debía ponerse corbata. Una corbata inspiraba mucho respeto. En eso, por lo menos, la señora Davies tenía razón.

Si le sobraba algo de dinero, pensaba pagarle a Patrick un viaje al otro lado del océano. Aunque su compañero ganaba bastante en la temporada de verano, la mayor parte se le iba en el mantenimiento del tiovivo y los gastos para vivir durante los largos meses de invierno en los que apenas tenía ingresos. Patrick nunca había vuelto a Irlanda. Podía visitarlo en Oslo, quedarse una semana o dos, y pasar por Dublín en el viaje de vuelta, si le apetecía.

De pronto Aksel se dio cuenta de que tenía miedo. Todavía le quedaba un montón de cosas por hacer antes de partir. Tenía que ponerse en marcha.

Nunca había subido a un avión, pero no era eso lo que le asustaba.

Quizás Eva no quería que fuera para allá. En realidad no se lo había pedido. Aksel Seier se quitó la chaqueta nueva y empezó a empaquetar los soldaditos de cristal en el papel de seda que le había conseguido la señora Davies.

Se hizo un corte en el dedo con un pequeño cristal azul. Eran los restos del general que había roto Inger Johanne Vik. Aksel se llevó el dedo a la boca. Quizá la joven había perdido el interés por él cuando él se largó sin avisar.

No había tenido tanto miedo desde 1993, cuando por fin dejó de soñar con el policía de los ojos llorosos y el manojo de llaves.

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