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– Al parecer tu teoría de los hermanastros estaba equivocada -dijo Sigmund Berli.

– Bien -dijo Yngvar Stubø-. ¿Pudiste hacer los análisis de sangre sin demasiadas dificultades?

– Prefiero no hablar de eso. He mentido más durante los últimos días que en toda mi vida. Prefiero no hablar. Por ahora sólo tenemos los resultados de las viejas pruebas de paternidad. Los análisis del ADN llevan más tiempo. Pero todo parece indicar que los demás padres realmente son los progenitores de sus hijos.

– Bien -repitió Yngvar-. Me alegra oírlo.

Sigmund Berli reaccionó.

– Vaya -dijo, dejando los papeles ante su jefe-. No pareces muy sorprendido. ¿Por qué tenías tanto empeño en comprobarlo, si en realidad no creías gran cosa en ello?

– Hace mucho que he dejado de sorprenderme por nada, y tú sabes tan bien como yo que hay que comprobarlo todo: aquello en lo que creemos y aquello en lo que no. Justamente ahora da la impresión de que todo el mundo ha entrado en una especie de histeria colectiva en la que todo…

– ¡Yngvar! ¡Déjalo ya!

La caza de Olaf «Laffen» Sørnes se había convertido en una especie de asunto de interés nacional. No se hablaba de otra cosa ni en los medios de comunicación ni en las comidas ni en los lugares de trabajo. Yngvar comprendía que la mayoría de la gente estuviese convencida de que Laffen era un infanticida, pero que sus colegas también hubiesen sacado esa conclusión precipitada lo asustaba. Era evidente que Laffen no era más que un miserable copycat. Su ficha policial hablaba de una sexualidad perversa que sólo ahora lo había llevado a un intento real de secuestrar a un niño. Tanto la literatura como innumerables historias verídicas relataban hechos parecidos: cuando un crimen tiene una gran repercusión, a algunas personas ahí fuera se les despiertan sus peores instintos.

– Pero si es obvio -dijo Yngvar negando con la cabeza-. ¡Nada encaja! Piensa por ejemplo en la entrega por mensajería del cuerpo de Sarah. ¿Crees que Laffen hubiera conseguido organizar algo así? ¿Podría un hombre con un coeficiente intelectual de ochenta y uno concebir un plan como ése? ¡Por no hablar ya de llevarlo a cabo! -Descargó un puñetazo sobre el expediente de Laffen Sørnes que les habían facilitado en Asuntos Sociales y en el Hospital de Bærum, donde el hombre había estado ingresado para que le diagnosticaran una posible epilepsia-. Conozco a ese tipo, Sigmund. Es un pobre diablo que desde la pubertad no ha tenido cabeza más que para masturbarse. Coches y sexo: no hay otro interés en la vida de Laffen Sørnes. Triste, pero cierto.

Sigmund Berli se chupaba los dientes.

– Bueno, tampoco es que nos hayamos cerrado en banda, no es eso. Se sigue investigando en todas las direcciones, pero para empezar tienes que reconocer que es importante detener a este tipo, al fin y al cabo intentó…

Yngvar alzó las manos y asintió enérgicamente con la cabeza.

– Desde luego -lo interrumpió-. Evidentemente hay que detener a este hombre.

– Además -añadió Sigmund-, ¿cómo explicas que supiera lo de la carta? ¿Lo del mensaje de «Ahí tienes lo que te merecías»? Hemos analizado el papel y tienes razón, no es del mismo tipo que los otros, pero eso tampoco tiene por qué significar nada. Cada uno de los mensajes fue escrito en hojas de lotes diferentes, como tú bien sabes. Y sí… -Alzó la voz para evitar que Yngvar lo interrumpiera-. Los mensajes de Laffen estaban escritos en ordenador y los demás a mano, pero ¿cómo podía saberlo? ¿Cómo podía conocer este macabro detalle si no está implicado en el caso?

Era ya jueves 1 de junio y se notaba que el conserje había apagado la calefacción por aquella temporada. Fuera llovía con fuerza y en la habitación hacía fresco, casi frío. Yngvar se tomó su tiempo para sacar un cigarro de la funda de metal, y un cortapuros del bolsillo de la camisa.

– No tengo la menor idea -dijo-. Pero la verdad es que cada vez hay más gente informada de esto: muchos agentes de policía, algunos médicos, los padres. Aunque les hayamos pedido que mantengan la boca cerrada, no sería raro que hubieran mencionado los mensajes a sus conocidos. En total hay cerca de un centenar de personas que saben de la existencia de esos mensajes. -«Entre ellas Inger Johanne», pensó mientras encendía el puro-. No tengo la menor idea -repitió, exhalando una nube de humo hacia el techo.

– ¿Podría ser…? -Sigmund volvió a chuparse los dientes-. ¿Podríamos estar hablando de dos autores de los hechos? -preguntó Sigmund Berli-. ¿Podría Laffen ser una especie de… peón de alguien, de alguien más listo que él? No, gracias. -Hizo un gesto de rechazo hacia la caja de palillos que le tendía Yngvar.

– No es impensable, claro -admitió éste-. Pero no lo creo. Tengo la sensación de que el verdadero criminal, el asesino de niños que estamos buscando, es un hombre que está solo. Solo contra el mundo, por decirlo así. Por otro lado, no sería la primera vez que se da esta combinación: la de un hombre listo con ayudante tonto, quiero decir. Es un concepto bien conocido.

– En realidad es incomprensible que Laffen siga suelto. Encontraron el coche en el aparcamiento de Skar al final de Maridalen. Y no se ha denunciado ningún robo de coche en esa zona, así que, a no ser que tuviera preparado un vehículo para escapar…

– Se ha echado al monte.

– Pero en esta época del año Normarka está… ¡Hay gente por todas partes!

– Puede esconderse durante el día y moverse por las noches. En todo caso, es más difícil que lo descubran en el campo que en zonas más pobladas. Además, lleva la ropa adecuada, por decirlo así, si es que no se ha cambiado desde la última vez que lo vi… -Se echó la ceniza con cuidado en la palma de la mano-. A lo mejor está librando su guerra de guerrillas ahí fuera. ¿Cuántas llamadas hemos recibido hasta ahora?

Sigmund se rió con suavidad.

– Más de trescientas. De Trondheim y Bergen, Sykkylven y Voss. Sólo en Oslo, más de cincuenta personas aseguran haberlo visto. En la comisaría de Granland esta mañana tenían a cuatro detenidos con el brazo escayolado, además de uno que llevaba enyesada la pierna izquierda. Todos entregados a las autoridades por conciudadanos con una gran conciencia cívica.

Yngvar le echó un vistazo a su reloj.

– Ya me imagino. Oye, tengo una cita, ¿había algo más?

Sigmund Berli se sacó del bolsillo del pantalón un papel impreso por ordenador que había adquirido la forma del cachete del trasero. Sonrió y pidió disculpas antes de desdoblarlo.

– Es sólo una copia, ¿eh? He apuntado un montón de cosas, pero he pedido uno en limpio para ti. Por fin hemos encontrado algunos puntos de conexión entre las familias. Hemos metido todo lo que teníamos, absolutamente todo, y éste es el resultado.

Yngvar echó una ojeada al papel.


NOMBRE Y PROFESIÓN CONTACTO CLASE DE VÍNCULO CUÁNDO Y DÓNDE ÚLTIMO CONTACTO

Dr Fridjof Salvesen, Bærum Lena Baardsen Ginecólogo Oslo, 1993-1994 1994

Turid S. Oksøy Ginecólogo Bærum, 1995-hoy 22 de marzo

Fotógrafo Helge Melvær, Rena Tønnes Selbu Fotos de familia Sandefjord, 1997 1997

Lena Baardsen Conocido Sandefj, 1995-hoy Verano 1999

Monitor de jóvenes Karsten Åsli, dirección desconocida May Berit Benonisen Amigo Oslo, 1994-1995 Primavera 1995

Lena Baardsen Novio Oslo, 1991 23 de julio 1991

Fontanero Cato Sylling, Lillestrøm Lasse Oksøy Ex colega Oslo, 1993-1995 Incierto

Tønnes Selbu Consulta relativa a la traducción de una novela Llamadas y cartas en otoño de 1999 Probablemente noviembre de 1991

Enfermera Sonja Værøy Johnsen, Elverum Grete Harborg (según su viudo Tønnes Selbu) Buena amiga Varios sitios, desde 1975 hasta 1999 1999 (3 días antes de la muerte de G. Harborg)

Turid S. Oksøy Enfermera, por el nacimiento de gemelos 1998 Incierto

Frode Benonisen Ex novio y buen amigo Tromsø 1992 Incierto


– Ya era hora -comentó Yngvar-. Alguna conexión tenía que haber entre esta gente, pero…

Estudió el papel durante varios minutos.

– Supongo que podemos olvidarnos de esta Sonja Værøy Johnsen -dijo finalmente-. El fontanero tampoco parece demasiado interesante. ¿Por qué pone dirección desconocida en el caso de Karsten Åsli? ¿No está empadronado en ningún sitio?

– No, pero se trata de la infracción más común que cometemos los noruegos: la de no notificar a las autoridades cuando nos mudamos. La ley establece que tiene que hacerse en un plazo de ocho días, pero muchos no se toman la molestia. No nos ha dado tiempo a investigarlo más a fondo.

Yngvar dobló la hoja y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– Hacedlo. Me quedo con esto hasta que me des mi copia, ¿vale?

Sigmund se encogió de hombros.

– Quiero la dirección de Åsli -le indicó Yngvar-. Y quiero saber algo más de este fotógrafo, y del ginecólogo. Además quiero… -Dio una calada al puro y se levantó de la silla. Mientras cerraba con llave la puerta tras él, le dio unas palmaditas en la espalda a su colega-. Quiero que averigües lo máximo posible sobre estos tres -dijo-. El monitor de jóvenes, el fotógrafo y el ginecólogo. Edad, pasado familiar, ficha policial… Todo. Oye y…

Sigmund Berli lo miró con la mano sobre el pomo de la puerta de su propio despacho.

– Gracias -dijo Yngvar-. Te lo agradezco. Buen trabajo.

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