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Eran las dos de la madrugada del viernes 9 de junio de 2000. Las nubes bajas dejaban caer una lluvia ligera sobre Oslo. Los meteorólogos habían prometido noches templadas y tiempo seco, pero fuera la temperatura no debía de superar los cinco grados. Inger Johanne cerró la puerta de la terraza. Se sentía como si no hubiera dormido en una semana. Al intentar seguir con la mirada las gotas que se deslizaban a trompicones por la ventana del salón, le dio dolor de cabeza. Cuando intentaba estirar el cuerpo sentía pinchazos en la espalda, pero a pesar de todo le resultaba imposible acostarse. Sobre el cristal de la ventana del salón, más o menos a la altura de la cadera y bien visible contra el difuso dibujo que formaba el agua en el exterior, se veía la huella de la mano de Kristiane. Dedos chatos dispuestos como pétalos en un círculo irregular. Inger Johanne acarició las huellas.

– ¿Lo superará Emilie alguna vez? -preguntó en voz baja.

– Querían que se quedara en el hospital, pero una tía suya se negó. Era médico y opinaba que la niña debía estar en casa. Emilie está en buenas manos, Inger Johanne.

– Pero ¿conseguirá superarlo alguna vez?

Si rozaba muy levemente el cristal pulido, tenía la sensación de poder sentir el calor de la mano de Kristiane.

– No. ¿No te quieres sentar?

Inger Johanne intentó sonreír.

– Me duele la espalda.

Yngvar se frotó la cara y bostezó profundamente.

– Al parecer se trataba de un enconado litigio sobre el derecho de visitas -empezó él en medio del bostezo-. Karsten Åsli llevaba intentando ver a su hijo desde el día en que nació, pero la madre se escapó del hospital antes de que le dieran el alta. Decía que Karsten Åsli no era una persona adecuada para tener la custodia y lo mantuvo a través de tres instancias y cinco vistas. Sostenía tozudamente que era un hombre peligroso. Sigmund ha conseguido esta tarde copias de todos los documentos. El juez siempre fallaba en favor de Karsten Åsli. Ganaba, pero la madre del niño recurría y apelaba, estiraba el tiempo… Al final se largó, probablemente al extranjero. Todo parece indicar que Karsten Åsli no sabía adónde. Se puso en contacto con una agencia de detectives… -Yngvar esbozó una sonrisa amarga- después de que la policía se limitara a encogerse de hombros y le dijera que no podían hacer nada más. La agencia de detectives le facturó sesenta y cinco mil coronas por un viaje a Australia, del que no salió más que un informe de tres páginas que decía que probablemente Ellen Kverneland y el niño tampoco estaban allí. La agencia quería investigar algunas pistas en Suramérica, pero a Karsten Åsli se le había acabado el dinero. Eso es más o menos lo que sabemos hasta ahora. Quizá dentro de unos días tengamos una visión más completa de todo. Un caso muy feo.

– Todos los litigios por la custodia son feos -comentó Inger Johanne con la voz plana-. ¿Por qué crees que tengo yo custodia compartida?

– Pensé que quizás…

– Ellen Kverneland tenía razón, en otras palabras -lo interrumpió ella-. No es de extrañar que se largara. Karsten Åsli no era precisamente el padre ideal, pero ese tipo de cosas rara vez salen a la luz en un juicio. El hombre no tenía antecedentes y evidentemente sabía cómo comportarse para causar buena impresión.

– Pero es posible que el propio caso, el litigio por la custodia lo haya…

– ¿Lo haya podido convertir en un psicópata? No, claro que no.

– Quizás eso sea lo peor -dijo Yngvar-. Que nunca sabremos por qué… Quién era Karsten Åsli en realidad. O qué era. Por qué hizo lo que…

Inger Johanne negó lentamente con la cabeza. El cristal de la ventana le estaba helando los dedos, de modo que se metió las manos en los bolsillos.

– Lo peor es que han muerto tres niños -dijo-. Y que Emilie probablemente nunca…

– No sabes cómo le va a ir a Emilie en la vida -replicó Yngvar levantándose-. El tiempo cura la mayor parte de las heridas, o por lo menos nos hace capaces de vivir con ellas.

– ¿Es que no la viste? -dijo Inger Johanne con vehemencia y se sacudió la mano que él había posado sobre su hombro izquierdo-. ¿No viste cómo estaba? Nunca volverá a ser la misma. ¡Nunca!

Se llevó las manos cruzadas a los hombros y empezó a mecerse de un lado a otro, con la cabeza gacha, como si todavía tuviera un niño en brazos.

«Damaged goods -había dicho Warren de un niño al que habían encontrado tras cinco días secuestrado-. Esos niños son mercancía dañada, ya sabes.»

El niño se había quedado mudo, pero los médicos decían que había bastantes posibilidades de que en algún momento recuperara su capacidad de hablar. Aunque llevara su tiempo. También iban a curarle de algún modo las desgarraduras que tenía en el recto. Aunque llevara su tiempo. Warren negó con la cabeza, se encogió de hombros y sentenció de nuevo:

«Damaged goods.»

Ella era entonces demasiado joven, y estaba enamorada y llena de ambiciones de hacer carrera en el FBI, así que no dijo nada.

– ¿Me puedo quedar a dormir? -preguntó Yngvar.

Ella alzó la cara.

– Es un poco tarde, Yngvar. -Inger Johanne intentó tomar aliento. Tenía un nudo en la garganta y sentía frío.

– ¿Puedo? -insistió Yngvar.

– En el sofá -dijo ella tragando saliva-. Te puedes quedar a dormir en el sofá si quieres.


La despertó un rayo de luz que se colaba por la rendija que había entre la cortina y el marco de la ventana. Se quedó mucho tiempo tumbada escuchando. El vecindario estaba tranquilo, sólo se oyó el canto de algún que otro pájaro madrugador. El despertador marcaba las seis menos diez. No había dormido más que tres horas, pero de todos modos se levantó. Hasta que llegó al baño no se acordó de que Yngvar se había quedado a dormir. Salió de puntillas al salón.

El hombre dormía de cara al techo, con la boca abierta, pero no roncaba. Se había desvestido parcialmente y tenía un robusto muslo al descubierto. Llevaba puestos unos calzoncillos de boxeador y la camiseta de fútbol de ella. Tenía el brazo apoyado sobre el respaldo del sofá, los dedos apretados en torno a la rústica tela, como si se estuviera agarrando para no caerse.

Se parecía tanto a Warren en lo externo… Y era tan distinto de él en todo lo demás.

«Algún día te contaré lo de Warren -pensó Inger Johanne-. Algún día te contaré lo que pasó, pero todavía no. Creo que tenemos tiempo.»

Él soltó un ligero ronquido que hizo que le saltara la nuez. Se movió en sueños buscando una nueva postura, y la manta se cayó al suelo. Ella lo volvió a arropar con cuidado con la manta de cuadros, conteniendo la respiración. Después entró en su estudio.

El sol inundaba la habitación a través de la ventana que daba al este y la deslumbraba. Inger Johanne bajó las persianas y encendió el ordenador. La secretaria de la oficina le había mandado un e-mail con cinco mensajes, pero sólo uno era importante.

Aksel Seier estaba en Noruega. Quería verla y había dejado dos números de teléfono, uno de los cuales era del hotel Continental.

Inger Johanne no había pensado en Aksel Seier desde que encontraron a Emilie. La historia de Unni Kongsbakken había quedado enterrada en aquella cámara mortuoria de la granja de Snaubu. Cuando Inger Johanne deambulaba por las calles de Oslo, antes de que Yngvar la recogiera y la llevara a un bunker casero construido en una colina a pocos kilómetros de Oslo, había estado dudando sobre lo que debía hacer con el relato de la anciana mujer. Si es que había algo que ella pudiera hacer.

La duda se había disipado.

La historia del asesinato de Hedvik Gåsøy era la historia de Aksel Seier. Le pertenecía a él. Inger Johanne iba a reunirse con él, darle lo que era suyo y después llevarlo a ver a Alvhild. Sólo entonces podría olvidarse del caso de Aksel Seier.

Inger Johanne se volvió.

Yngvar estaba de pie en la puerta, descalzo. Se rascaba la barriga con una sonrisa torcida.

– Temprano, esto… Muy temprano. ¿Hago café?

Se acercó a ella sin esperar respuesta y tomó el rostro de ella entre sus manos. No la besó, pero seguía sonriendo, más que antes.

Inger Johanne notó que una corriente fresca procedente del exterior le acariciaba las pantorrillas bajo el pijama. Por fin los meteorólogos habían acertado.

– Hoy va a hacer un buen día -dijo Yngvar, sin soltarla-. Creo que ha llegado el verano, Inger Johanne.

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