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Emilie ya había desaparecido otras veces. Nunca durante demasiado tiempo, aunque en una de esas ocasiones, justo después de que muriera Grete, él tardó tres horas en encontrarla. Había buscado por todas partes. Inquieto, había empezado por efectuar una ronda de llamadas: a los amigos, a la hermana de Grete -que vivía a sólo diez minutos y era la tía favorita de Emilie- y a los abuelos, que no habían visto a la niña desde hacía días. Mientras marcaba número tras número, la preocupación empezó a ceder el paso a la angustia y los dedos a pulsar las teclas equivocadas. Echó a correr por el barrio describiendo círculos cada vez mayores. La angustia cedió el paso al pánico, y él rompió a llorar.

La encontró sentada en un árbol, escribiéndole una carta a mamá, una carta dibujada que quería enviar al cielo tras hacer con ella un avión de papel. Él bajó a su hija con ternura de la rama y lanzó el avión por una pendiente escarpada. El avión trazó un gran arco, deslizándose de un lado a otro hasta desaparecer tras dos grandes abedules que ellos bautizaron con el nombre de Camino al Paraíso. Durante las dos semanas siguientes él no le quitó el ojo de encima a la niña, pero se acabaron las vacaciones y tuvo que dejarla marchar al colegio.

Esta vez era diferente.

Él nunca había llamado a la policía antes, pues ya contaba con aquellos numeritos, con que ella desapareciera durante más o menos rato. Pero esto era otra cosa. El pánico lo embistió de pronto, como una ola. No sabía bien por qué, pero cuando Emilie no volvió a la hora acostumbrada, arrancó a correr hacia el colegio y no se percató siquiera de que a medio camino había perdido la zapatilla. La cartera de Emilie y un gran ramo de fárfaras estaban tirados en el sendero que unía dos calles principales, el atajo que ella en realidad nunca se atrevía a tomar sola.

Grete le había comprado la cartera a Emilie un mes antes de morir. La niña nunca la habría abandonado allí. El padre la recogió con aprensión. Quizá se estaba equivocando, podía tratarse de la cartera de otro, de un niño más descuidado quizás; es cierto que se parecía, pero todo era posible hasta que él, conteniendo la respiración, levantó la tapa y vio las iniciales en el interior: ES, escritas con la letra grande y angulosa de Emilie. Era su cartera, y ella nunca la habría dejado así tirada.

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