– Mi yerno está en Copenhague -dijo Yngvar depositando a un niño en el suelo.
El niño debía de tener entre dos y tres años. Tenía los ojos castaños y el cabello negro y sonreía tímidamente a Inger Johanne mientras se agarraba firmemente a la pantorrilla de su abuelo.
– Vuelve mañana por la mañana. Normalmente cuido de Amund todos los martes y cada dos fines de semana, pero tal y como han estado las cosas últimamente… no me ha sido posible estar siempre ahí y, como ahora ha surgido una situación crítica, no he podido decir que no.
Se acuclilló. El niño no quería quitarse la chaqueta, de modo que Yngvar le bajó la cremallera y le permitió seguir con ella puesta. Luego le dio un cachete al niño en el trasero y dijo:
– Seguro que Inger Johanne tiene unos juguetes estupendos, no me cabe la menor duda.
«¿Por qué no me has pedido que vaya a tu casa? -se preguntó Inger Johanne-. Nunca me has invitado allí. Ya son más de las ocho, este niño tendría que estar en la cama. Además, sabías que Kristiane estaba en casa de Isak. Yo podría haber ido a tu casa.»
– Ven -dijo tomando al niño de la mano-. Vamos a ver qué encontramos.
Amund se puso radiante cuando lo llevó hasta la caja llena de coches rojos. Agarró un tractor y lo levantó en el aire.
– Tractor rojo -dijo-. Camión rojo. Autobús rojo.
– Últimamente se interesa por los colores -dijo Yngvar.
– Pues entonces aquí se va a aburrir -dijo Inger Johanne y se puso a ayudar a Amund con una apisonadora que había perdido las ruedas delanteras-. Hace exactamente un mes que desapareció Emilie. ¿Has pensado en eso?
– No -respondió él-. Pero tienes razón. El cuatro de mayo. ¿Dónde está Jack?
– Creo que… -empezó Inger Johanne. El niño soltó la apisonadora y se puso a mirar una ambulancia que Isak había pintado con esmalte rojo.
– Ambulancia roja -señaló el niño con escepticismo.
Inger Johanne se sentó a la mesa del comedor.
– Creo que la idea es que el perro vaya adondequiera que va Kristiane. Y para serte completamente sincera, me alegra. Me ha llevado una hora deshacerme del olor a cachorro y a pis de perro. Y no he tenido éxito del todo, me temo. -Olfateó el aire y frunció ligeramente la nariz antes de añadir-: Pareces preocupado por algo.
Hoy veía a Yngvar Stubø más grueso. No podían ser imaginaciones suyas, había engordado durante las últimas semanas. Tenía los mofletes más hinchados y el cuello de la camisa muy apretado. Cada dos por tres se lo intentaba aflojar con el dedo. Llevaba la corbata torcida como si marcara las once y media. Inger Johanne se había dado cuenta de que él siempre comía demasiado y demasiado rápido.
– ¿No tendrás algo de comer? -preguntó Yngvar con cansancio-. Tengo tanta hambre…
Amund estaba durmiendo en la cama de Inger Johanne. Había costado horas conseguir que se durmiera, pero finalmente Yngvar salió del dormitorio. Se había metido la corbata en el bolsillo y llevaba los dos últimos botones de la camisa desabrochados. Se remangó y se sentó en el sofá, que crujió bajo su peso. Tomó un bollo de la bandeja de cristal y se lo comió de tres bocados.
– La teoría del potasio es en realidad terrorífica -comentó, limpiándose las migas de la boca-. Quiero decir que para nuestro caso es triste, pero en cuanto la gente se entere de esto…
– El problema es el pinchazo de la jeringuilla -dijo Inger Johanne pensativa-. Pero como la víctima ya tenga… Como la víctima esté enferma, sea drogadicta o pueda tener marcas de aguja por alguna otra razón que no despierte sospechas, entonces es…
– Verdaderamente inquietante.
– Pero has dicho que el líquido de las inyecciones contenía otra sustancia además del potasio, ¿no?
– Cloruro potásico, que en el sistema circulatorio se descompone en cloro y potasio.
Inger Johanne arrugó la nariz.
– ¿Y no quedarán entonces rastros del cloro?
Yngvar estaba a punto de tomar otro bollo, pero se limpió las manos y las colocó detrás de su cabeza.
– No estoy seguro de haberlo entendido del todo, pero la cosa es que el nivel de cloro en el cuerpo es normalmente mucho más alto que el nivel de potasio. -Yngvar cerró los ojos y se quedó pensando. Después los abrió, se inclinó hacia delante y empezó a dibujar sobre la superficie de cristal-. No sé si las cifras que recuerdo son las correctas, pero por lo menos servirán para ilustrar el asunto. Pongamos que tienes un nivel de potasio de tres unidades de medida de algún tipo.
– Vale. Tres unidades de medida de potasio.
– Pues entonces resulta que tienes unas cien unidades de medida de cloro. Un incremento de hasta ciento cinco unidades de cloro no es ni peligroso ni llamativo en las personas. Pero un incremento equivalente de potasio, de cinco a ocho, es, en cambio, letal. De verdad que se trata del asesinato perfecto.
– Eso explica por qué tenía que secuestrar a los niños -dijo Inger Johanne-. Tenía que llevárselos a algún sitio donde pudiera sedarlos con Valium para ponerles luego una inyección en la sien.
– Si es que fue eso lo que hizo.
– Por supuesto, si es que fue eso lo que hizo. ¿Cuándo vamos a saber algo más?
– El forense va a examinar primero a Sarah, mañana por la mañana. Vamos a hacer lo posible para no tener que abrir la tumba de Kim.
Los dos miraron hacia el dormitorio, cuya puerta estaba entornada.
– Si esto es correcto, al menos sabremos algo más sobre el asesino -dijo Inger Johanne.
– ¿El qué?
– Que tiene acceso al potasio.
– Bueno, en realidad todos tenemos acceso…
– Pero has dicho que son pocas las farmacias que tienen potasio en existencias.
– Evidentemente vamos a hacer averiguaciones en todas las farmacias del país. El forense opina que un encargo de potasio sería lo suficientemente llamativo como para no pasar inadvertido, pero el asesino puede haberlo comprado en el extranjero. Ha demostrado de sobra que es muy cuidadoso. Y luego tenemos el evidente problema de los hospitales. Las unidades de cuidados intensivos tienen la sustancia almacenada y hay bastantes unidades de cuidados intensivos en Noruega.
– Pero sabemos algo más -dijo Inger Johanne lentamente-. Sabemos que nuestro asesino no sólo es un hombre inteligente, sino que además tiene conocimiento de un método para asesinar que muy pocos médicos…
Yngvar la interrumpió.
– El forense estaba muy afectado. Debe de tener cerca de sesenta y cinco y dice que nunca en la vida se le había ocurrido esta manera de matar a la gente. Nunca. ¡Y es forense!
Se levantó a medias del sofá y se sacó del bolsillo trasero el esquema con las anotaciones de Sigmund Berli. Estaba roto y no era fácil apoyarlo sobre la mesa.
– Esto hace que nuestro ginecólogo vuelva a tener interés -dijo él con aire meditabundo mientras señalaba el nombre del médico-. Al igual que la enfermera, supongo. Excepto por el hecho de que ella es mujer, cosa que rompe parte del…
– No estamos buscando a una mujer -aseveró Inger Johanne-. Y tampoco creo que se trate de un médico.
Yngvar levantó la vista.
– ¿Qué te hace estar tan segura? -inquirió.
– Estos nuevos datos no pueden hacernos olvidar todo lo que teníamos hasta ahora -dijo ella con decisión-. Seguimos hablando de una persona perturbada. De un psicópata o de una persona con rasgos claramente psicóticos. Creo que estamos buscando a un hombre con un montón de relaciones truncadas a sus espaldas. También sospecho que dejó a medias su educación. Es posible que haya estudiado, pero no creo que estuviera en condiciones de acabar los estudios, con los compromisos y el esfuerzo que eso requiere. Es perfectamente posible que sea inteligente, incluso muy inteligente, y que por tanto sea capaz de aprovechar los conocimientos que posee de un modo imaginativo. En los últimos años se ha abierto todo un mundo de información en la red. Puedes encontrar desde instrucciones para fabricar una bomba hasta clubes de suicidas. No me extrañaría que existiera una página web que describa formas ingeniosas de matar. Por lo demás, nuestro hombre puede ser lo suficientemente inteligente como para que esto se le ocurra a él sólito, basándose sólo en la información disponible en las infinitas páginas de medicina de la red. Está claro que es inteligente, pero no tiene ninguna posibilidad de obtener una licenciatura. ¿Y cuantos años estudian ahora los enfermeros? ¿Cuatro? Opino que es prácticamente imposible que este hombre acabe algo así.
– Pero ¿a qué viene tanto… refinamiento?
– ¿Te refieres al potasio?
– Sí. ¿Por qué usar un método tan… sofisticado? Podría haberlos asfixiado, haberles pegado un tiro, ¡incluso haberlos ahogado en agua!
– Sensación de control -aventuró Inger Johanne-. O de superioridad. Quiere mostrar su superioridad. Recuerda que se trata de un hombre que se considera víctima de una humillación terrible. No la achaca a una persona, o a un suceso concreto, sino a todo un cúmulo de derrotas que exigen venganza. Quitarles la vida a los niños sin que nosotros podamos entender lo que está haciendo es…
– Abuelito -dijo una vocecilla.
A Inger Johanne le asustó no haber oído al niño acercarse. Éste se encontraba en medio del salón, con un oso de peluche bajo el brazo. En la camiseta tenía una mancha de ketchup, pero Yngvar había rechazado la propuesta de ponerle uno de los pijamas viejos de Kristiane. La cintura del pañal del niño había resbalado hasta quedar por debajo del ombligo, y un olor inconfundible hizo que Inger Johanne se levantara y lo acompañara al baño. Por alguna razón esperaba que Yngvar no la acompañara. Amund era inusualmente confiado. Cuando ella lo sentó sobre la tapa del retrete y le quitó el pañal, el niño le dedicó una amplia sonrisa.
– Ingejonne -dijo acariciándole la mejilla.
Yngvar había dejado en el baño un bolso con jabón neutro, tres pañales de repuesto y un chupete.
«Contabas con que el niño durmiera aquí -pensó ella-. Traer el pijama hubiera sido demasiado descarado, pero ¿tres pañales de sobra?»
– El abuelo es un pícaro -murmuró y subió al niño al lavabo.
– No lavar ahora el culete -dijo Amund con decisión y pataleando-. Eso no.
– Claro que sí -repuso Inger Johanne-. Estás lleno de caca. ¡Fuera la caca!
Le dio un cachete con el trapo mojado y el niño se echó a reír.
– Eso no -dijo entre carcajadas dejando que ella le echara el agua templada en la piel.
– Tienes que estar limpio y guapo para poder volver a la cama.
– La ambulancia es blanca -dijo Amund-. No roja.
– Tienes toda la razón, Amund. Las ambulancias son blancas.
El niño se arrebujó en la toalla.
– Ya he dormido mucho -dijo riéndose de nuevo.
– Yo creo que no -replicó Yngvar desde la puerta-. Ven aquí, que el abuelo te va a volver a acostar. Muchas gracias, Inger Johanne.
No hubo manera. Después de media hora Yngvar salió del dormitorio con el niño en brazos.
– Se va a dormir aquí -dijo en tono de disculpa y mirando muy serio al niño, que sonrió y se metió el chupete en la boca-. Lo voy a tumbar en mi regazo.
El pequeño casi desaparecía en los anchos brazos de su abuelo. La punta de la nariz apenas asomaba por encima de la manta. Al cabo de pocos minutos se le cerraron los ojos y el ritmo del chupeteo disminuyó. Yngvar le quitó la manta de la cara. El pelo oscuro parecía casi negro contra la camisa blanca de Yngvar. Las pestañas del niño estaban húmedas y eran tan largas que casi se fundían entre sí.
– Niños -dijo Inger Johanne a media voz, sin despegar la vista de Amund-. No puedo sacarme de la cabeza la idea de que la clave de este caso está en los niños. Al principio… Al principio creía que de lo que se trataba sobre todo era de la infancia del propio asesino. De la pérdida. La nostalgia. Nostalgia vinculada con su propia infancia. Y quizás… -Inspiró profundamente y espiró-. Quizá no iba desencaminada, pero hay algo más. Algo que tiene que ver con los niños, aunque no sean suyos. Da la impresión de que… -Se quedó absorta.
Yngvar no dijo nada. Amund dormía profundamente. Inger Johanne sacudió la cabeza, como para desechar un pensamiento que la rondaba, y dijo:
– ¿Es posible que tenga un hijo al que no le permiten ver?
– Ahora creo que lo estás llevando todo un poco lejos -señaló Yngvar en tono bajo y acomodó la cabeza del niño sobre su brazo-. ¿Qué te lleva a decir algo así?
– Es como si encajara. Con todo. Digamos que se trata de un hombre con cierto atractivo para las mujeres, pero que nunca consigue que se queden con él. Una de estas mujeres se queda embarazada y decide tener el niño. Supongo que la idea de dejar que un hombre así se acerque al niño le parece bastante arriesgada. Ella puede haber…
– Pero ¿por qué justamente estos niños? Si tienes razón en que Glenn Hugo, Kim, Sarah y Emilie no han sido elegidos arbitrariamente, ¿qué es lo que tienen en común? Si este tipo llevara años por ahí haciéndole niños a cualquier mujer y todas sus víctimas fueran sus hijos, entonces… Pero resulta que no lo son. ¿Qué es entonces lo que lo lleva a elegirlos?
– No lo sé -dijo ella con cansancio-. Yo sólo sé que hay alguna razón. Este hombre tiene un plan, hay una especie de lógica absurda en lo que hace. Es cierto que se diferencia en muchos aspectos del típico asesino en serie, por ejemplo en el hecho de que no hay un ciclo evidente en los asesinatos, ningún ritmo. No hay una pauta reconocible. No sabemos ni siquiera si ha acabado.
De nuevo los dos se quedaron en silencio. Yngvar arropó mejor a Amund con la manta y posó los labios sobre su negro pelo. La respiración del niño era ligera y rítmica.
– Eso es lo que más miedo me da -murmuró Yngvar-. Que no haya acabado todavía.
En la casa blanca situada junto al bosquecillo, a hora y media en coche de Oslo, el asesino acababa de volver de hacer footing. Le sangraba la rodilla. Estaba oscuro y se había tropezado con la raíz de un árbol. La herida no era profunda, pero sangraba bastante. Las tiritas solían estar en el tercer cajón, junto al banco del fregadero, pero el paquete estaba vacío. Exasperado, sacó una compresa esterilizada del botiquín del baño. Tuvo que enrollar gasa encima del vendaje para que quedara bien sujeto, porque la cinta adhesiva también se había acabado. Evidentemente no tendría que haber salido a correr tan tarde, pero es que estaba tan inquieto… Entró cojeando en el salón y encendió la televisión.
Hoy no había estado en el sótano. Emilie lo repelía, ahora más que nunca. Quería librarse de ella, pero no tenía nadie a quien devolverle a la maldita niña.
– El 19 de junio -dijo en voz baja y se puso a hacer zapping rápidamente.
En esa fecha acabaría todo. Seis semanas y cuatro días después de la desaparición de Emilie. Él entraría en acción, se llevaría al quinto niño y lo devolvería ese mismo día. No había elegido la fecha por casualidad. Nada era casual en este mundo; había un plan detrás de todo.
El jefe lo había convocado a su despacho el viernes y le había dado una advertencia por escrito. Lo único que había hecho era llevarse algunas herramientas a casa, ni siquiera tenía la intención de robarlas, en primer lugar porque las herramientas eran muy viejas, y en segundo porque pensaba devolverlas. El jefe no le creyó. Lo más probable es que alguien se hubiera chivado.
Sabía quién se la tenía jurada.
Sabía que todo formaba parte de un plan.
Él también sabía hacer planes.
– El 19 de junio -repitió y puso el teletexto.
Para entonces tendría que haberse librado de Emilie, quizá ya estuviera muerta. Él por lo menos había decidido no darle más comida.
La rodilla le dolía una barbaridad.
– Las cartas -dijo ella en alto, interrumpiéndose en medio de una frase.
Yngvar seguía teniendo a Amund en el regazo, como si al hablar de ese tema le hubiera entrado miedo a perderlo de vista.
– Las cartas -repitió ella dándose una palmada en la frente-. ¡Sobre el tablero de ajedrez de Aksel!
– No te sigo…
Inger Johanne por fin le había contado a Yngvar lo de la excursión a Lillestrøm, lo de la relación entre el discapacitado psíquico Anders Mohaug y el escritor Asbjørn Revheim, que era el hijo menor de Astor Kongsbakken, el fiscal del caso contra Aksel Seier. La reacción de Yngvar fue difícil de interpretar, pero a Inger Johanne le parecía que las arrugas de su frente indicaban que él también pensaba que había demasiadas coincidencias como para pasarlas por alto.
– Las cartas -dijo él en un tono levemente interrogativo.
– ¡Sí! Después de estar en casa de Aksel Seier me quedé con la impresión de haber visto algo que no encajaba bien. Ya sé lo que era. Un montón de cartas sobre el tablero de ajedrez.
– Pero cartas… Todos recibimos cartas de vez en cuando.
– Los sellos -dijo Inger Johanne-. Eran noruegos. El montón estaba atado con un trozo de cordel.
– O sea que sólo viste la carta que estaba encima de las demás -dijo Yngvar.
– Así es. -Ella asintió y continuó-: Pero creo que todas las cartas eran de la misma persona. Procedían de Noruega, Yngvar. Aksel Seier recibe cartas de Noruega. Mantiene contacto con alguien.
– ¿Y qué?
– A mí no me dijo nada sobre eso. Actuaba como si hubiese cortado todos los lazos con su patria desde que se marchó.
– La verdad… -Yngvar cambió al niño de brazo. Amund emitió un leve gruñido pero siguió durmiendo profundamente-. ¡No mantuviste más que una conversación bastante corta con el tipo! Tampoco es tan llamativo que haya permanecido en contacto con alguien, con un amigo, con un familiar…
– No tiene familia en Noruega, que yo sepa.
– Te estás montando una película a partir de algo que probablemente tenga una explicación completamente banal.
– Es posible… ¿Recibirá dinero de alguien? ¿Le pagan para que mantenga la boca cerrada? ¿Es por eso por lo que nunca ha pedido justicia? ¿Será ésa la explicación de que huyera cuando yo quise ayudarlo?
Yngvar sonrió. A Inger Johanne no le gustaba la expresión de sus ojos.
– Olvídalo -dijo-. Estás haciendo que parezca todo una enorme conspiración. Tengo algo mucho más interesante que contarte. Astor Kongsbakken vive.
– ¿Cómo?
– Sí. Tiene noventa y dos y vive con su mujer en Córcega. Tienen tierras allí, una especie de bodega, si no me equivoco. A mí me daba en la nariz que no estaba muerto, que me habría enterado si se hubiera muerto, así que investigué un poco. Se retiró completamente de la escena pública hace más de veinte años y desde entonces ha vivido allí.
– ¡Tengo que hablar con él!
– Puedes intentar llamarlo.
– ¿Tienes también su número?
Yngvar se reía por dentro.
– Tampoco hay que pasarse. No. Llama al número de información, mujer. Por lo que he averiguado, está bien de la cabeza, pero mal de las piernas.
Yngvar se levantó despacio sin despertar al niño, lo tapó bien y dirigió una mirada inquisitiva a Inger Johanne. Ella asintió con aire indiferente y buscó las cosas de Amund en el dormitorio.
– Mañana te devuelvo la manta -dijo él intentando cargar con todo.
– Supongo que sí -respondió ella con docilidad.
Él estaba de pie mirándola. Amund dormía acurrucado contra su hombro. Se le había caído el chupete al suelo, y ella se agachó para recogerlo. Cuando se lo tendió a Yngvar, éste le tomó la mano y no se la quería soltar.
– En realidad no es tan llamativo que Astor Kongsbakken y el jefe de Alvhild fueran buenos amigos -dijo-. Muchos juristas se conocen. ¡Ya sabes cómo son las cosas hoy en día! Noruega es un país pequeño, y lo era aún más en las décadas de los cincuenta y de los sesenta. ¡Todos los abogados debían de conocerse!
– Pero no todos los juristas estaban implicados en escandalosos casos de asesinato -repuso ella.
– No -dijo Yngvar, abatido-. Tampoco sabemos si ellos estuvieron implicados en algo así.
Ella lo acompañó hasta el coche para ayudarle con las puertas. No intercambiaron una palabra hasta que Amund estuvo sujeto al asiento infantil y el equipaje colocado a su lado.
– Ya hablaremos -dijo Yngvar.
– Vale -respondió Inger Johanne y se encaminó hacia el piso vacío. Hubiera deseado que por lo menos estuviera en casa El Rey de América.