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En el campo, en un valle al noreste de Oslo, en una casa construida en la ladera, estaba sentado un hombre con un mando a distancia en la mano. Estaba navegando por el teletexto, que le permitía leer en cualquier momento las noticias como a él le gustaban: breves y concisas. Despuntaba el alba. La luz blanca del día sin estrenar que entraba por la ventana de la cocina lo hacía sentirse renacido todos los días. Soltó una carcajada aunque estaba solo.

«Hombre (56) arrestado por el caso Emilie.»

Jugueteaba con los botones del mando a distancia. Las letras se agrandaban, se encogían, se ensanchaban, se estrechaban. Hombre arrestado. ¿Se habían creído que era un aficionado? ¿Que ahora se iba a poner hecho una furia? ¿Que iba a perder la cabeza sólo porque habían pillado a la persona equivocada, porque atribuían sus actos a otro hombre? ¿Se había creído la policía que esto lo llevaría a obrar con precipitación, a cometer errores, a ser descuidado?

Soltó otra risotada, casi eufórica, que retumbó en la habitación de paredes desnudas. Sabía exactamente qué pensaba la policía. Creían que era un psicópata y daban por sentado que se envanecía de sus crímenes. La policía quería herir su orgullo, tentarlo para que diese un paso en falso, para que se jactara de lo que hacía. El hombre con el mando a distancia lo sabía, había leído, había estudiado. Sabía lo que iba a hacer la policía cuando descubriera que él estaba ahí fuera, que había un tipo que raptaba y asesinaba niños sin un motivo claro. Querían provocarlo.

Se los estaba imaginando. Tenían toda la información sobre los niños en una gran pizarra. Fotos, datos, documentos informáticos impresos. Edad, sexo, pasado. El historial de los padres. Fechas. Estaban buscando conexiones. Alguna pauta. Seguramente le concedían mucha importancia al hecho de que Emilie desapareciera un jueves, Kim un miércoles y Sarah un martes. Ahora creían que empezaban a ver la luz y confiaban en que algo sucedería el lunes. Cuando llegara el momento y el siguiente niño desapareciera en domingo, entrarían en pánico. «No hay una pauta -se dirían unos a otros-. ¡No sigue una rutina!» La desesperación los dejaría paralizados y les resultaría insoportable cuando desapareciera otro niño más.

El hombre se acercó a la ventana. Pronto tendría que irse a trabajar. Primero tendría que bajarle comida a las niñas, y agua. Copos de maíz con agua. Se le había acabado la leche.

Emilie había entrado en vereda: se mostraba dulce, alegre y amable, exactamente como él había esperado. Aunque había dudado de que valiese la pena llevársela a ella, ahora se alegraba de haberlo hecho. Obviamente Emilie tenía algo especial. Cuando el hombre se enteró de que su madre había muerto, decidió dejarla tranquila, pero afortunadamente cambió de opinión. Era una chiquilla agradecida. Daba las gracias cortésmente por la comida y se alegró de recibir el caballo, a pesar de que casi no había dicho nada cuando él le regaló la Barbie. El hombre todavía no sabía muy bien lo que iba a hacer con Emilie, al final, cuando todo hubiera pasado. En realidad no tenía mucha importancia. Había tiempo de sobra.

Sarah, en cambio, era una pequeña bruja.

Él habría debido preverlo. La marca del mordisco que ella le había pegado en el brazo estaba roja e hinchada. El hombre se acarició con cuidado la piel, irritado por no haber estado más alerta.

Mientras contemplaba la ladera a través la ventana, con los ojos entrecerrados ante el intenso sol de la mañana, se preguntó por qué no había empezado antes. Se había conformado con demasiadas cosas durante demasiado tiempo. Había dado demasiado, soportado demasiado y recibido demasiado poco. Se había rendido demasiadas veces. Todo empezó cuando tenía cuatro años. Probablemente antes, pero eso era lo primero que alcanzaba a recordar.

Alguien le había enviado un regalo. No sabía quién. Su madre lo había ido a buscar a correos.

Al hombre del mando a distancia le gustaba rememorar el pasado; era importante para él mirar atrás. Apagó la televisión y se sirvió otro café. En realidad habría debido estar preparando los copos de maíz con agua, pero su memoria era su fuerza motora y había que atenderla cuando era necesario. Cerró los ojos.

Estaba arrodillado ante la mesa de la cocina, sobre una silla de madera, dibujando. Tenía ante sí un vaso de leche, todavía notaba el sabor dulce que se le adhería a la garganta, el calor del radiador del rincón; estaban a principios de invierno. La madre entró en el cuarto. La abuela se acababa de ir a trabajar. El paquete era gris y se había arrugado con el transporte. Estaba atado con un cordón con tantas vueltas y tantos nudos que la madre tuvo que cortarlo con las tijeras, aunque por lo general guardaban el cordón y el papel.

El regalo era un traje de esquí azul, con un aro en la cremallera de la chaqueta. Sobre el pecho llevaba estampado el dibujo de un camión con grandes ruedas. El pantalón tenía una goma que ceñía el pie y tirantes que se cruzaban tras la espalda. La madre lo vistió y le permitió quedarse de pie sobre la mesa de la cocina, con el regusto dulce en la boca. La lámpara topó contra su cabeza al bascular lentamente de un lado para otro. La madre le sonrió. El traje azul era ligero, no pesaba nada. Él levantó los brazos cuando ella le cerró la cremallera. Dobló las rodillas, convencido de que podía volar. La chaqueta era calentita y suave, y él quería salir a la nieve con el dibujo del camión en el pecho. Miró a su madre y se echó a reír.

El hombre soltó el mando a distancia. Ya eran casi las ocho, iba mal de tiempo. Obviamente las niñas del sótano no se morirían de hambre si se saltaban una comida, pero más valía hacerlo cuanto antes. Abrió el armario de la cocina y se miró en un espejo para afeitarse que estaba colgado en el interior de la puerta.

La abuela había vuelto porque se le había olvidado algo y se había quedado petrificada al verlo.

Le dieron el traje de esquiar a alguien, a algún otro niño, a un niño que se lo merecía más, según la abuela. De eso se acordaba él muy bien. La madre no protestó. Alguien le había mandado un regalo, era suyo, pero no se lo daban. Tenía cuatro años.

Su rostro en el espejo tenía un aspecto horrible. No se sentía así. Se sentía fuerte y resuelto. El paquete de copos de maíz estaba vacío. Las niñas tendrían que pasar hambre hasta que regresara. Se las apañarían perfectamente.

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