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Inger Johanne Vik había trabajado durante toda la noche, algo desconcertada. El portero de noche del Augustus Snow Inn era un chico que debía de haber mentido sobre su edad para que le dieran el trabajo. Era evidente que se había ennegrecido el bigote con rímel, porque a lo largo de la noche había ido empalideciendo y le habían salido unas manchas negras en torno a la nariz, llena de espinillas que él no dejaba en paz. Le había facilitado a Inger Johanne los datos de la conexión a Internet del hotel para que pudiera conectarse desde su habitación. Si surgía algún problema, no tenía más que avisar al servicio de habitaciones. El chico le dedicó una sonrisa radiante mientras se pasaba el dedo gordo y el índice por el bigote, que ya casi había desaparecido del todo.

Debía de estar cansada, sólo de pensarlo bostezaba. Tenía sueño, pero no como siempre. El desfase horario solía afectarla mucho más. Eran ya las dos de la mañana. Calculó la hora que sería en casa, las ocho. Kristiane llevaba ya un buen rato despierta. Sin duda estaba deambulando por la casa de Isak, con el perro nuevo, seguramente Isak seguía dormido y el perro habría hecho pis por todas partes, pero Isak dejaría que la orina se secara sin molestarse en limpiarla.

Inger Johanne se masajeaba la dolorida nuca mientras dejaba que los ojos vagaran por el cuarto. En el suelo, ante la puerta, había una nota. Debían de haberla dejado ahí desde antes de que ella volviera, porque si se la hubiesen llevado mientras ella estaba allí habría oído los crujidos de la vieja escalera que subía al tercer piso. No había oído a nadie. Nadie más se alojaba ahí; la habitación al otro lado del pasillo estaba vacía y cerrada. Había ido tres veces a buscar café, había salido y entrado de la habitación sin reparar en la nota. La había recibido a las 18.00 horas.


Please call Yngvard Stubborn. Important. Any time. Don't mind the time difference [10].


Stubborn. Stubø. Yngvar Stubø. En la nota figuraban tres números de teléfono: el de casa, el del trabajo y el del móvil, supuso ella. No pensaba llamar a ninguno. Pasó el pulgar con cuidado sobre su nombre. Después arrugó el papel. En vez de tirarlo, se lo metió rápidamente en el bolsillo y se conectó a la página del periódico Dagbladet.

Había desaparecido una niña pequeña. Otra más. Sarah Baardsen, de ocho años, había sido secuestrada en un autobús repleto de gente en la hora punta, cuando se dirigía a casa de su abuela. La policía todavía no tenía pistas. La opinión pública estaba alarmada. En torno a la capital, de Drammen a Aurskog, de Eidsvoll a Drabak, se habían suspendido indefinidamente todas las actividades voluntarias para niños y se habían organizado grupos para los desplazamientos al colegio y de regreso a casa. Algunos padres exigían compensación por tener que quedarse en casa, pues debido a la suspensión de las actividades extraescolares no había garantías de que los críos estuvieran vigilados todo el tiempo. No había personal para reforzar la custodia. La Central de Taxis de Oslo había fletado taxis especiales para niños, con taxistas mujer que daban prioridad a las madres que viajaban solas con niños. El presidente del Gobierno había llamado a la calma y la sensatez, mientras que el defensor del menor había llorado en la televisión. Una vidente había tenido una visión de Emilie en una porqueriza, y una colega sueca la respaldaba. Hay muchos fenómenos que la ciencia no puede explicar, había declarado la Asociación Agraria de Noruega y se había comprometido a registrar todas las porquerizas del país antes del fin de semana. Un político del Partido del Progreso había propuesto al Parlamento, completamente en serio, que se reinstaurase la pena de muerte. Inger Johanne notó que se le erizaba el vello de los antebrazos y se bajó las mangas del jersey.

Obviamente no pensaba ayudar a Yngvar Stubø. Los niños secuestrados se habían convertido en los suyos propios, del mismo modo que no podía ver imágenes de los niños hambrientos de África y de las prostitutas de siete años de Tailandia sin pensar en Kristiane; siempre veía en ellos a su propia hija. Apagar la tele, cerrar el periódico. No quería ver. Johanne no quería saber nada de este caso. No quería escuchar.

En realidad, esto no era del todo cierto.

El caso la alteraba, acaparaba su atención de un modo tan violento que se le cortó la respiración cuando, de pronto, como en una revelación no deseada, comprendió que en realidad tenía ganas de dejarlo todo. Inger Johanne quería olvidarse de Aksel Seier, mandar a paseo su nuevo proyecto de investigación, darle la espalda a Alvhild Sofienberg. Lo que deseaba en realidad era embarcarse en el primer avión con rumbo a casa y dejar que Isak se siguiera ocupando de Kristiane. Después quería concentrarse en lo único que le importaba: encontrar a esta persona, este ser que andaba por ahí secuestrando los niños de los demás.

En realidad ya había empezado a trabajar, sólo conseguía concentrarse en otras cosas durante períodos cortos. Desde que Yngvar Stubø se puso en contacto con ella la primera vez, ella había estado, inconscientemente, intentando formarse en la cabeza una imagen provisional del autor de los hechos, pero con miedo, con reticencias. No tenía suficiente base ni información. Antes de marcharse había estado rebuscando en cajas viejas, con la excusa de ordenar. Los apuntes de su época de estudios en Estados Unidos estaban ahora en las estanterías lacadas de su despacho. Pero los iba a guardar en otro sitio, sólo pretendía llevar a cabo una limpieza a fondo. Nada más, se había dicho a media voz mientras apilaba libros en grandes montones sobre la mesa.

Inger Johanne quería ante todo ayudar a Yngvar Stubø. El caso constituía un desafío. Una perla académica. Un reto intelectual. Una competición entre ella y un delincuente desconocido. Inger Johanne sabía que se iba a dejar involucrar con demasiada facilidad, que trabajaría día y noche, como en una agotadora carrera por determinar quién era más fuerte, si ella o el criminal, quién era más listo, más rápido, más valiente. Por determinar quién era mejor.

Se sacó la nota del bolsillo, se la puso sobre las rodillas y la desarrugó. Alisó el papel con el canto de la mano y lo volvió a leer antes de romperlo de pronto en treinta y dos pedacitos que tiró al retrete.

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