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– Y esto es lo que tenemos -concluyó Yngvar Stubø con desánimo.

– Sí. -Sigmund Berli moqueaba y se secó la nariz con la manga-. No es gran cosa, me temo. No está fichado. Si alguna vez lo denunciaron por algo, debió de ser hace mucho tiempo. No tiene ningún título universitario, ni de aquí ni de ninguna otra ciudad de Noruega, así que esos estudios de los que presumía, o bien los cursó en el extranjero o bien…

– No los terminó. Ella tenía razón.

– ¿Quién?

– Olvídalo.

Sigmund Berli seguía moqueando y se puso a buscar un Kleenex en el estrecho bolsillo de su pantalón.

– Estoy constipado -murmuró-. Menudo trancazo tengo. Karsten Åsli se ha mudado muchas veces, eso sí que está comprobado. No es tan raro que al final se olvidara de empadronarse en su nuevo lugar de residencia. Es todo un vagabundo, este tipo. Tiene carné de taxista, por cierto. Para Oslo. A lo mejor es a eso a lo que llama tener estudios.

– Difícilmente. ¿Qué es esto?

Yngvar señaló una nota adhesiva amarilla.

– ¿El qué? -Sigmund Berli se inclinó sobre la mesa-. Ah. Eso. Tomó un curso de conductor de ambulancia hace algunos años. Me pediste que lo incluyera absolutamente todo.

– ¿Qué pasa con el niño?

Yngvar forcejeaba por abrir el envoltorio de celofán de un paquete de puros nuevo.

– Estoy trabajando en ello, pero ¿por qué hemos de pensar que el tipo miente precisamente respecto a eso? ¿Por qué razón se iba a inventar que tiene un hijo?

Yngvar dejó caer con cuidado un puro en la funda de plata y se la metió en el bolsillo.

– No creo que esté mintiendo -dijo-. Sólo quiero saber cuánto contacto mantiene en realidad con el crío. En su casa no vi nada que indicara que un niño se aloja allí con regularidad. ¿Qué pasa con Tromsø? ¿Ha estado allí?

Sigmund Berli estaba mirando la caja de madera de balsa.

– Por favor -lo invitó Yngvar.

– ¡Lo mejor sería preguntárselo al propio Karsten Åsli! He comprobado todas las listas y al menos no tomó ningún vuelo en las horas siguientes al asesinato del bebé. No con su propio nombre, al menos. Me he hecho con una copia de la foto de su pasaporte. La hemos mandado a Tromsø, a ver qué dice el catedrático. Probablemente nada. Se agarra a que no le vio la cara con suficiente claridad. No facilita mucho esta «investigación»… -dibujó unas comillas en el aire con vehemencia antes de agarrar un puro- el hecho de que queramos que Karsten Åsli no note nada. ¿No podríamos simplemente citarlo para un interrogatorio normal? Por Dios, eso lo hacemos con cualquiera sin que…

– Karsten Åsli no es cualquiera -lo interrumpió Yngvar-. Si no me equivoco, tiene encerrada en algún sitio a una niña. No quiero que le demos el menor motivo para que crea que vamos a por él.

Sigmund Berli se acercó el puro a la nariz.

– Oye, Yngvar -dijo sin mirar al inspector a los ojos.

– Sí.

– Había allí algo más, algo más que esta… esta… ¿Había algo más concreto, algo más que…?

– No. Sólo una sensación. Una sensación muy intensa.

Se hizo el silencio en la habitación. Por el pasillo se oían pasos rápidos y un teléfono que sonaba a lo lejos. Alguien contestó. Una mujer soltó una carcajada al otro lado de la puerta. Yngvar tenía la mirada fija sobre el puro de Sigmund, sujeto entre el labio superior y la nariz.

– La intuición no es más que el tratamiento por parte del inconsciente de datos conocidos -sentenció antes de recordar de dónde lo había sacado. De pronto se apoyó sobre la mesa-. El tipo estaba aterrorizado -dijo con rabia-. Cuando aparecí casi se desmaya. Estuve así de cerca… -Levantó la mano, con el pulgar y el índice a un centímetro de distancia-. Así de cerca de conseguir que se derrumbara. Entonces pasó algo, no sé qué, pero… -Volvió a sentarse lentamente en la silla-. Fue como si recuperara el control sobre sí mismo. No sé cómo ni por qué. Sólo sé que se comportaba de un modo que… ¡Joder, Sigmund! Tú… De todos los que trabajan en esta casa, ¡al menos tú deberías confiar en mis intuiciones! ¡La niña está allí arriba! ¡Mientras Karsten Åsli tiene encerrada a Emilie, nosotros andamos dando vueltas con helicópteros, y Dios sabe cuánta gente y coches, buscando a un tontito que está de excursión!

Sigmund sonrío, casi con timidez.

– Pero no puedes estar seguro -repuso-. Tienes que admitirlo. No puedes estar completamente seguro. Eso no es posible.

– No -reconoció por fin Yngvar-. Completamente seguro evidentemente no puedo estar. Pero averigua algo más sobre el hijo. Por favor.

Sigmund asintió levemente y se fue. Se había olvidado el puro. Yngvar lo agarró y lo observó atentamente. Luego lo dejó en la cesta de papel y se acordó de que tenía que llamar al fontanero de Lillestrøm. No había motivo para molestar a Cato Sylling con un viaje innecesario a Oslo.

Turid Sande Oksøy todavía no había dado señales de vida, a pesar de que la había llamado tres veces y había dejado mensajes en su contestador.

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