9

Apenas se notaba que sólo faltaba poco más de un mes para el sol de medianoche. Una niebla gris flotaba sobre el lago de Sogn, y los árboles seguían desnudos. En algún que otro sauce despuntaban unos pocos brotes, y en las laderas que daban al sur las fárfaras tenían ya los tallos largos, pero, por lo demás, podría haber sido perfectamente 14 de octubre en vez de 14 de mayo. Una niña de seis años con un peto rojo y botas de agua amarillas se quitó el gorro.

– Ahí no, Kristiane. Al agua no.

– Déjala que chapotee, mujer. Lleva puestas las botas.

– ¡Por Dios, Isak! ¡El agua es demasiado profunda! ¡Kristiane! ¡Eso no!

La niña no hacía caso. Tarareaba una melodía monótona, y el agua le cubría ya las botas, que se le estaban llenando con un gorgoteo. La niña mantenía la vista fija al frente mientras repetía las cuatro notas una y otra vez.

– Te has empapado -la riñó Inger Johanne Vik cuando la niña regresó a la orilla.

Ésta desplegó una gran sonrisa sin despegar los ojos de sus propios pies y dejó de cantar. La madre la asió del brazo y la sentó en un banco situado a un par de metros de allí. De una mochila sacó unos leotardos secos, un par de calcetines gruesos y unas zapatillas de deporte para ponérselos a Kristiane, pero ésta no se dejaba. Estaba rígida y apretaba con fuerza una pierna contra la otra, de nuevo con la mirada perdida. En el fondo de su garganta sonaban las mismas notas de siempre, dam-di-rum-ram. Dam-di-rum-ram.

– Te vas a poner mala -le advirtió Inger Johanne-. Te vas a constipar.

– Constipar. -Kristiane sonrió y sus ojos se encontraron con los de la madre en un repentino momento de concentración.

– Sí. Enferma.

Inger Johanne intentaba retener su mirada, aprisionarla.

– Dam-di-rum-ram -tarareó Kristiane antes de volver a quedarse petrificada.

– Vamos. Déjame.

Isak levantó a su hija en volandas y la lanzó por los aires.

– Papá -gritaba Kristiane riendo-. ¡Más!

– Allá va -exclamó Isak, y dejó que la niña arrastrara las botas empapadas por el suelo antes de arrojarla otra vez hacia la niebla-. ¡Kristiane es un avión!

– ¡Avión! ¡Avión viajero! ¡Hombre gaviota!

Inger Johanne no sabía de dónde sacaba la niña todo aquello. Construía frases que no usaban ni Isak ni ella ni casi nadie, pero que siempre poseían una especie de lógica, una profundidad que no se apreciaba al instante, pero que denotaba una sensibilidad hacia la lengua que contrastaba fuertemente con las palabras cortas y sencillas que la niña empleaba normalmente, y sólo cuando estaba de humor.

– Dam-di-rum-ram.

El viaje en avión había terminado, y sonaba de nuevo la cantinela. Pero ahora Kristiane, tranquilamente sentada en el regazo de su padre, se dejaba cambiar.

– Tiene el pompis helado -comentó Isak, dándole un cachete antes de ponerle el leotardo seco por los pies, cuyos dedos se le encorvaban con una fuerza anormal hacia abajo-. Kristiane se ha quedado toda helada.

– Fríakristiane. Hambre.

– Ya está. ¿Nos vamos?

Isak dejó a la niña en el suelo y luego guardó la ropa mojada en la mochila. Sacó un plátano del bolsillo lateral, lo peló y se lo alargó a Kristiane.

– ¿Dónde estábamos?

Él se pasó la mano por el pelo, apelmazado por la humedad, y alzó la cara. Siempre le había parecido muy joven a Inger Johanne aunque sólo era un mes menor que ella. Aquel hombre sin responsabilidades y eternamente joven siempre llevaba el cabello un poco demasiado largo, la ropa demasiado suelta, demasiado holgada para su edad. Inger Johanne intentó tragarse la acostumbrada sensación de derrota, de ser quien peor manejaba a Kristiane.

– ¡Cuéntame el resto de la historia, anda! -le pidió él, animándola con una sonrisa y un gesto de la cabeza.

Kristiane ya se les había adelantado diez metros, con su característico andar vacilante que debía haber corregido hacía ya mucho. Isak posó la mano sobre el hombro de Inger Johanne durante un segundo antes de echar él también a caminar; despacio, como si dudara de que Inger Johanne fuera capaz de seguirle el paso.

– Cuando Alvhild Sofienberg decidió investigar el caso más a fondo -comenzó Inger Johanne mientras contemplaba la pequeña silueta que se había acercado de nuevo a la orilla del agua-, se encontró con una resistencia inesperada. Aksel Seier no quería hablar con ella.

– ¿Ah, no? ¿Y por qué? Él mismo había pedido el indulto, ¿no se alegró de que alguien del ministerio quisiera ahondar en el caso?

– Supongo. No tengo ni idea. ¡Kristiane!

La niña se volvió, soltó una carcajada y se alejó lentamente del agua en dirección al bosque. Sin duda algo le había llamado la atención.

– En todo caso ella no se rindió. Me refiero a Alvhild Sofienberg. Al final consiguió ponerse en contacto con el cura de la cárcel, un tipo cabal y hecho a casi todo. Estaba convencido de que Seier era… inocente. También él. Esto no hizo sino reforzar el convencimiento de Alvhild, claro. Por eso, en lugar de tirar la toalla, decidió acudir de nuevo a su superior.

– Espera un momento.

Isak se detuvo y señaló con la cabeza a Kristiane, que tenía compañía de un enorme boyero de montaña bernés. La niña echó los brazos en torno al cuello del animal con un gritito de alegría. El perro meneaba el rabo perezosamente.

– Deberías hacerte con un perro -le susurró Isak a Inger Johanne-. Kristiane se lleva de maravilla con los perros y le sienta bien su compañía.

– Tú también podrías hacerlo -repuso Inger Johanne con irritación-. ¿A qué viene ese empeño en que sea yo quien asuma todas las responsabilidades? ¡Siempre igual!

Él aspiró profundamente y dejó salir el aire por el hueco que mediaba entre sus dientes delanteros, emitiendo un silbido largo y suave que hizo que el perro aguzara las orejas. Kristiane se rió.

– Olvídalo -dijo él, sacudiendo ligeramente la cabeza-. ¿Y qué pasó entonces?

– No te interesa.

Isak Aanonsen se pasó una mano huesuda por la cara.

– Sí me interesa. No entiendo por qué dices eso. He escuchado toda tu historia y estoy muy interesado en que me cuentes el resto. ¿Qué te pasa?

Kristiane, después de conseguir que el perro se sentara, se había montado sobre él y le hundía los dedos en el pelaje. El dueño, de pie junto a ellos, miraba con expresión alarmada a Isak y a Inger Johanne.

– No se preocupe -dijo Isak en voz alta y se acercó corriendo hacia ellos-. Se le dan muy bien los perros.

– Desde luego -convino el hombre.

Isak alzó a su hija en brazos, y el perro se levantó. El dueño le puso la correa y se encaminó hacia el norte a paso rápido; de vez en cuando lanzaba miradas por encima del hombro, como si temiese que aquella niña amenazadora estuviera siguiéndolos.

– Cuéntame, anda -rogó Isak.

– Dam-di-rum-ram -canturreaba Kristiane.

– El jefe denegó su petición -prosiguió Inger Johanne con sequedad-. Le dijo que archivara el caso, que tenía que concentrarse en su trabajo. Cuando ella le comunicó que había conseguido que le mandaran todos los papeles y que los había leído a conciencia, se molestó bastante. Cuando añadió que estaba convencida de la inocencia de Seier, se puso furioso. Y entonces ocurrió lo verdaderamente… Lo que más miedo da de toda la historia.

Kristiane la tomó de pronto de la mano.

– Mamá -dijo en tono jovial-. Mi mamá y yo.

– Un día, cuando Alvhild llegó a la oficina, habían desaparecido todos los documentos.

– ¿Desaparecido? ¿Sin más?

– Sí. Una pila de más de un metro de alto de documentos. Desaparecidos sin dejar rastro.

– Vamos de paseo -dijo Kristiane-. Mi mamá y yo.

– Y papá -agregó Inger Johanne.

– ¿Y entonces? -Isak frunció el ceño, gesto que acentuaba su parecido con la niña: la estrechez del rostro, las cejas pobladas…

– A Alvhild Sofienberg casi le entró… miedo, o algo así. Al menos no se atrevió a darle más la lata a su jefe cuando éste le comentó escuetamente que las carpetas se las había llevado «la policía». -Trazó unas grandes comillas en el aire-. Pero muy a escondidas, muy bajo mano, se enteró de esto: habían soltado a Aksel Seier.

– ¿Cómo?

– Muchos años antes de que cumpliese su condena. Simplemente lo habían puesto en libertad. Tranquilamente y en silencio.

Habían llegado al gran aparcamiento contiguo al Instituto Nacional de Deporte. Prácticamente no había coches. El agua sucia y las profundas roderas corrían en todas direcciones y, bajo tres abedules llorones, estaba aparcado el viejo Opel Kadett de Inger Johanne junto al Audi TT de Isak.

– Déjame que recapitule -dijo Isak mostrándole la palma de la mano, como si estuviera haciendo un juramento sagrado-. Estamos hablando de 1965. No del siglo XVIII, ni de la época de la guerra, sino de 1965, el año en que nacimos tú y yo, cuando Noruega ya había sido reconstruida tras la guerra, la burocracia estaba bien asentada y las garantías legales eran ya un concepto bien definido. ¿Dices que lo soltaron, así sin más? Es decir, me parece estupendo eso de poner en libertad a un tipo claramente inocente, pero…

– Exacto. En esto hay un gran pero.

– Papacoche -balbució Kristiane acariciando el modelo deportivo gris plata-. Movilcoche. Automovilcoche.

Los mayores se rieron.

– Ay, mi niña -suspiró Inger Johanne mientras le ataba el gorro a Kristiane bajo la barbilla.

– ¿De dónde coño lo saca?

– No digas palabrotas -lo reconvino Inger Johanne-. Lo aprende todo. En todo caso…

Estiró la espalda. Kristiane se sentó en un charco y se puso a tararear.

– Por boca de su informante, el cura de la cárcel, supo que una anciana de Lillestrøm había acudido a la comisaría de Romerike. Hacía mucho que arrastraba un terrible secreto. Su hijo mayor, un hombre ligeramente retrasado que vivía con ella, había regresado a casa a altas horas de la noche en que desapareció la pequeña Hedvik. Tenía la ropa empapada en sangre y parecía muy alterado. La mujer había sospechado inmediatamente de él cuando el caso de Hedvik salió a la luz poco después, pero prefirió callar. Quizá no sea tan difícil de… -Echó un vistazo a su hija-. De todas maneras, el hijo había muerto. La policía y la fiscalía silenciaron el caso. Despidieron a la señora casi como si fuera una histérica, pero pocas semanas después, Aksel Seier fue puesto en libertad. De forma encubierta. Ningún periódico publicó la noticia. Alvhild no volvió a oír una palabra sobre el asunto.

La niebla se había deshecho en jirones que se deslizaban hacia el este sobre las copas de los árboles, pero en cambio se había desatado una lluvia torrencial. Un pastor inglés empapado correteaba en torno a Kristiane y salía disparado, ladrando, en pos de las piedras que ella arrojaba entre gritos de entusiasmo.

– Pero ¿por qué te ha contado todo esto Alvhild Sofienberg?

– Mmmh.

– ¿Por qué te cuenta esto ahora? ¿Treinta y… treinta y cinco años más tarde?

– Porque el año pasado sucedió algo extraño. La duda la ha perseguido durante todos estos años, y ahora que es pensionista había decidido hacer lo posible por averiguar qué había ocurrido. Se puso en contacto con el Archivo Nacional y el Archivo Estatal para conseguir los documentos, y resulta que ya no existen.

– ¿Cómo?

– Que han desaparecido. No están en el Archivo Nacional ni en el Archivo Estatal. La policía local de Oslo no los encuentra, y tampoco la de Romerike. Más de un metro de documentos se ha evaporado sin más.

Kristiane, que se había levantado de su charco, se acercó a ellos dando pasitos cortos, mojada y embarrada de la cabeza a los pies.

– Me alegro de que no vengas conmigo en el coche -dijo Isak, acuclillándose delante de ella-. Pero nos vemos el Diecisiete de Mayo, ¿no?

– ¿Le das un beso a papá antes de que nos vayamos? -preguntó Inger Johanne.

Kristiane se dejó abrazar lánguidamente, con la mirada perdida.

– ¿Crees que lo conseguirás, Isak?

– Claro -respondió él sin despegar los ojos de la niña-. Soy brujo, ya sabes. Si Aksel Seier sigue vivo, habré averiguado dónde vive en menos de una semana. Garantizado.

– En esta vida no hay garantías -replicó Inger Johanne secamente-. Pero te agradezco que lo intentes. Si alguien lo puede conseguir, ése eres tú.

Sure thing -dijo Isak y subió al TT-. Nos vemos el miércoles.


Ella lo siguió con la vista hasta que su coche desapareció tras el risco que se alzaba junto a Kringsjå.

Ella sabía ahora que Isak nunca dejaría de ser un niño grande, pero no lo había entendido a tiempo. Hacía años, antes de que naciera Kristiane, había admirado su ligereza, su entusiasmo, su optimismo; la confianza infantil en que todo se podía arreglar. Él había edificado todo su futuro sobre una sólida confianza en sí mismo: había fundado una compañía punto com antes de que casi nadie supiera qué era eso y había tenido la sensatez de vender a tiempo. Ahora se lo pasaba en grande unas horas al día en su mundo informático, participaba en regatas la mitad del año y, en su tiempo libre, ayudaba al Ejército de Salvación a localizar a gente desaparecida.

Inger Johanne lo había amado por la euforia con la que se enfrentaba al mundo, por el modo en que se encogía de hombros cuando las cosas se complicaban demasiado, un gesto que lo hacía tan atractivamente diferente de ella misma.

Luego vino Kristiane. Los primeros tiempos se desvanecieron entre las tres operaciones de corazón, la vigilia y el miedo. Cuando por fin se despertaron tras su primera noche de sueño ininterrumpido, era ya demasiado tarde. Mantuvieron con vida su tambaleante matrimonio durante un año más, pero tras una estancia familiar de dos semanas en el Centro Estatal de Psiquiatría Infantil y Juvenil, adonde acudieron con la vana esperanza de obtener el diagnóstico de Kristiane, decidieron divorciarse. Quedaron, si no exactamente como amigos, sí por lo menos con el respeto mutuo más o menos intacto.

Nunca les dieron un diagnóstico preciso. Kristiane vagaba por su pequeño universo interior, y los médicos no hacían más que menear la cabeza. Autista, quizá, decían, pero fruncían el entrecejo ante la obvia capacidad de la niña para relacionarse y su gran necesidad de contacto físico. «Qué más da -decía Isak-, la niña está bien, la niña es nuestra y a mí me importa una mierda el problema que tenga.» No entendía lo importante que era descubrir la naturaleza de su mal, aplicarle una terapia. Hacer posible que Kristiane desarrollara todo su potencial.

Isak era tan jodidamente irresponsable…

El problema era que nunca había llegado a aceptar que era padre de una niña discapacitada.


Isak miró por el retrovisor. Inger Johanne tenía un aspecto cansado, un poco avejentado. Siempre se tomaba las cosas a la tremenda. Lo que él quería proponerle era que Kristiane viviera siempre con él, no sólo la mitad del tiempo, como hasta ahora. Se lo notaba cada vez: cuando le entregaba a Kristiane después de una semana, veía a Inger Johanne despabilada y más o menos descansada. Cuando ella le devolvía a la niña el domingo siguiente, Inger Johanne estaba de un humor sombrío, tenso e irritable. Eso no era bueno para Kristiane, como tampoco lo era esta eterna procesión por las consultas de especialistas y expertos. Isak no entendía esa obsesión por averiguar qué le ocurría a la niña. Lo importante era que ahora el corazón le funcionaba perfectamente, comía bien y se encontraba estupendamente. Su hija era feliz. De eso a Isak no le cabía la menor duda.

Inger Johanne había madurado demasiado pronto. Hacía años, antes de que naciera Kristiane, a Isak eso le había resultado atractivo, sexy. La ambición de Inger Johanne, la seriedad con la que lo hacía todo, sus anhelos, su eficacia; él se había enamorado de su juiciosa sistematización, de su admirable dedicación a los estudios y al trabajo que tenía en la universidad.

Luego llegó Kristiane.

Isak amaba a esa niña. Era su niña. A Kristiane no le pasaba nada malo. No era como los demás, pero era ella misma. Con eso bastaba. La opinión de todos los especialistas del mundo era irrelevante para él, pero no para Inger Johanne. Ella siempre tenía que llegar al fondo de las cosas.

Era tan jodidamente responsable…

El problema era que nunca había llegado a aceptar que era madre de una niña discapacitada.

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