Inger Johanne llevaba un cuarto de hora en el Café Grand. Estaba incómoda e intentaba no morderse las uñas, pero uno de los dedos ya le había empezado a sangrar. A las tres en punto la anciana entró en el restaurante. Cruzó unas palabras con el maître y miró en torno a sí. Inger Johanne se levantó a medias y le hizo una seña con la mano.
Unni Kongsbakken, una mujer grande y ancha, se dirigió hacia ella. Llevaba un chaleco de punto de muchos colores y una falda que le llegaba hasta los tobillos. Inger Johanne apenas alcanzó a vislumbrar un par de zapatos negros y sólidos cuando la mujer se acercó a la mesa.
– Así que tú eres Inger Johanne Vik. Buenos días.
Le tendió una mano robusta y seca. Se sentó. A primera vista resultaba inconcebible que aquella mujer tuviera más de ochenta años. Sus movimientos eran seguros, y el pulso de sus manos, firme. Sólo cuando se fijó mejor, Inger Johanne se percató de que sus ojos tenían esa falta de brillo que se adquiere cuando la persona se hace tan mayor que en realidad ya nada puede sorprenderla.
– Te agradezco que quisieras encontrarte conmigo -dijo tranquilamente Unni Kongsbakken.
– Faltaría más -respondió Inger Johanne y apuró el vaso de agua-. ¿Quieres comer algo?
– Sólo tomaré una taza de café, gracias. Estoy un poco agotada por el viaje.
– Dos cafés -dijo Inger Johanne al camarero con la esperanza de que no insistiera en que era obligatorio pedir algo de comer.
– ¿Quién eres? -preguntó Unni Kongsbakken-. Antes de referirte mi historia, quisiera saber mejor quién eres y qué eres. Me imagino que la información que me proporcionaron Astor y Geir no es del todo precisa -comentó, esbozando una sonrisa.
– Bueno, pues me llamo Inger Johanne Vik -comenzó Inger Johanne-. Y soy investigadora.
En el despacho de Yngvar Stubø estaba encendido el televisor. Sigmund Berli y una de las oficinistas lo miraban apoyados en la puerta. Yngvar estaba sentado con los pies sobre la mesa y daba caladas a un puro apagado. Faltaba mucho para que acabara la jornada laboral, pero necesitaba algo que morder, algo que no tuviera calorías. Escupió un poco de tabaco seco. Estaba muerto de hambre.
– Esto es muy americano -dijo Sigmund negando con la cabeza-. La caza de un hombre emitida por televisión. Grotesco. ¿No podemos hacer nada para impedirlo?
– No más de lo que ya se ha hecho -contestó Yngvar.
Tenía que comer algo. Aunque sólo hacía una hora que se había tragado dos grandes mediasnoches con salami y tomate, sentía un ardor de hambre bajo el esternón.
– Esto puede acabar en tragedia -dijo la oficinista señalando la televisión-. Esa manera de conducir y con todos los periodistas detrás… ¡Esto no puede acabar bien!
Las imágenes del helicóptero de TV2 mostraban que el Mazda había acelerado. En una curva, las ruedas traseras patinaron y al periodista le salió un gallo.
– Laffen Sørnes nos ha descubierto -chilló entusiasmado.
– Además de cinco coches de policía y un par de cazadores de osos -murmuró Sigmund Berli-. El tipo tiene que estar aterrorizado.
El Mazda derrapó en otra curva. La grava del arcén golpeteó el costado izquierdo del coche. Por un momento pareció que el vehículo se iba a salir de la carretera. El conductor tardó un segundo o dos en recuperar el control y luego volvió a acelerar.
– Al menos sabe conducir -observó Yngvar con sequedad-. ¿Sabes algo más del crío de Karsten Åsli?
Sigmund Berli no respondió. Miraba fijamente la pantalla de la televisión, y la boca se le abrió sin emitir ningún sonido. Era como si quisiera lanzar un grito de advertencia, aun sabiendo que sería inútil.
– Dios mío -dijo la oficinista-. Qué…
Más tarde se supo que TV2 tuvo una audiencia de más de setecientos mil espectadores durante la emisión en directo de la persecución. Más de setecientas mil personas -que en su mayoría estaban en el trabajo porque eran las tres y doce minutos de la tarde- vieron patinar en una curva el Mazda 323, modelo de 1987, y chocar contra un Opel Vectra, también azul marino.
El Mazda casi se parte en dos antes de dar una vuelta en el aire y caer encima del Opel, que siguió avanzando en línea recta. Los dos automóviles se fundieron en un abrazo metálico y absurdo. Saltaron chispas cuando las puertas laterales golpearon la valla protectora, que lanzó el coche hacia el otro lado de la carretera, todavía con el Mazda sobre el techo. Un mojón partió en dos el capó del Opel.
Setecientos cuarenta y dos mil espectadores contuvieron la respiración.
Todos esperaban una explosión que no llegaba nunca.
El único sonido que salía de los aparatos de televisión era el zumbido del helicóptero que sobrevolaba el lugar del accidente a sólo cincuenta metros de altura. La cámara hizo un zoom sobre el hombre que hasta hacía pocos segundos había estado huyendo de la policía en un coche robado. Laffen Sørnes asomaba por la ventanilla rota, con la cara vuelta hacia el cielo y la espalda aparentemente partida. El brazo, su brazo izquierdo escayolado, se le había desgajado del hombro y yacía solitario a varios metros de distancia de los coches siniestrados.
– Joder -exclamó el periodista.
Después el sonido se cortó.
– Ocurrió la noche antes del gran proceso -dijo Unni Kongsbakken, echándole otro chorrito de leche a su taza de café medio vacía-. Y tienes que recordar que… -Su espesa cabellera gris estaba recogida en un moño con varillas japonesas lacadas en negro. A un lado se le había soltado un rizo. Con dedos diestros se arregló el moño- Astor estaba convencido de la culpabilidad de Aksel Seier -continuó-. Completamente convencido. Al fin y al cabo, había muchos indicios que apuntaban en esa dirección. Además, después de su arresto, había hecho declaraciones contradictorias y no se había mostrado muy dispuesto a colaborar. Es fácil olvidarse de esto…
Se interrumpió para tomar aliento. Inger Johanne notaba que Unni Kongsbakken ya estaba cansada, aunque no llevaba hablando más que un cuarto de hora. Tenía el ojo derecho rojo y, por primera vez, a Inger Johanne le pareció que vacilaba.
– … tantos años después -suspiró la anciana-. Astor estaba… convencido. Tal y como fue, tal y como… Vaya, me estoy haciendo un lío. -Sonrió con timidez, casi con aturdimiento.
– Escucha -dijo Inger Johanne inclinándose hacia Unni Kongsbakken-. Francamente, pienso que deberíamos dejar esto para otro día. Podemos vernos la semana que viene.
– No -saltó Unni Kongsbakken con una vehemencia inesperada-. Soy vieja, pero no desamparada. Déjame seguir. Astor estaba trabajando en su pequeño estudio. Siempre dedicaba mucho tiempo a preparar los alegatos. Nunca los redactaba. Sólo apuntaba las palabras clave, una especie de esquema en una ficha. Muchos pensaban que improvisaba… -Rió secamente-. Astor nunca improvisaba nada. Y él no se mostraba precisamente comprensivo cuando estaba trabajando y alguien lo interrumpía. Pero yo había bajado al sótano y, en un rincón, detrás de unas tuberías, había encontrado la ropa de Asbjørn. Un jersey que le había tejido yo misma, esto fue antes de que… Todavía no había empezado a hacer telares. El jersey estaba lleno de sangre. Totalmente empapado. Me puse furiosa. ¡Furiosa! Evidentemente pensé que Asbjørn había estado haciendo otra vez de las suyas, que de nuevo había matado a algún animal. Bueno. Fuera de mí, subí a su cuarto, y no sé qué me llevó a…
Era como si estuviera buscando las palabras, como si las hubiera estado ensayando durante mucho tiempo, pero no encontrara las que expresaban lo que quería decir.
– No era más que una sensación -continuó-. Al subir las escaleras, me vino a la cabeza la noche en que desapareció la pequeña Hedvik. Bueno, más bien pensé en el día siguiente. De madrugada, bueno… Evidentemente en ese momento no sabíamos nada de lo ocurrido. No se hizo pública la desaparición de la niña hasta un par de días después. -Se puso los dedos sobre las sienes, como si tuviera dolor de cabeza-. Me había despertado sobre las cinco de la mañana. Me pasa con frecuencia, desde siempre. Pero justamente aquella mañana, que luego se supo que era la mañana siguiente al asesinato de Hedvik, me dio la impresión de oír algo. Me asusté, claro; Asbjørn estaba en su fase más demencial y se le ocurrían cosas que sobrepasaban con creces todo lo que yo hubiera imaginado que pudiera hacer un adolescente. Oí pasos. Mi primer impulso fue levantarme para averiguar qué pasaba, pero me faltaron las fuerzas. Estaba completamente agotada. Algo me retenía, no sé muy bien qué. Más tarde, durante el desayuno, Asbjørn estaba mudo. Casi nunca estaba así. Normalmente ese chico hablaba por los codos. Incluso hablaba mientras escribía. Hablaba y gesticulaba. Siempre. Opinaba sobre tantas cosas… Supongo que opinaba demasiado, él… -De nuevo apareció una tímida sonrisa en su rostro-. Basta -se interrumpió a sí misma-. El caso es que esa mañana estaba muy callado. Geir, en cambio, estaba alegre y risueño. Yo…
Se le entrecerraron los ojos y contuvo la respiración. Daba la impresión de que estaba intentando rememorarlo todo, revivir en su mente lo ocurrido a lo largo de aquella mañana en una pequeña ciudad a las afueras de Oslo hacía muchos años, en 1956.
– Comprendí que tenía que haber sucedido algo -dijo Unni Kongsbakken despacio-. Geir era el niño callado. Por lo general no decía nada por las mañanas. Se limitaba a quedarse sentado, indeciso… Estaba a la sombra de Asbjørn. Siempre. También a ojos de su padre. A pesar de que Asbjørn era un joven anormalmente alocado que ni siquiera quería llevar el apellido de su padre, era como si Astor… lo admirara, por así decirlo. Veía algo de sí mismo en el chico, creo. Su propia fuerza. Su terquedad. Su petulancia. Así había sido siempre. Era como si Geir… sobrara, siempre. Aquella mañana, en cambio, estaba de buen humor y charlatán, y yo comprendí que algo debía de andar mal. Evidentemente no pensé en Hedvik. Como he dicho, no se supo nada del destino de la niñita hasta más tarde, pero algo en el comportamiento de los chicos hizo que me asustara tanto que no me atrevía a preguntar. Y, cuando más tarde, muchas semanas después, la noche antes de que Astor hiciera su alegato final contra Aksel Seier por la muerte de Hedvik Gåsøy… Cuando yo subía las escaleras con el jersey sanguinolento de Asbjørn en los brazos, completamente furiosa, de pronto…
Volvió a entrelazar los dedos. El pelo gris le caía pesadamente sobre uno de los hombros, y el ojo enrojecido lagrimeaba. Inger Johanne no estaba segura de si la mujer lloraba o de si tenía el ojo irritado.
– Me vino a la cabeza una especie de visión -prosiguió Unni Kongsbakken con un esfuerzo-. Entré en el cuarto de Asbjørn. Estaba escribiendo, como de costumbre. Cuando le lancé el jersey a la cara, él se limitó a encogerse de hombros y siguió escribiendo sin decir nada. «Hedvik», dije yo. «¿Es ésta la sangre de Hedvik?» Se volvió a encoger de hombros y continuó escribiendo a un ritmo frenético. Creí que me iba a morir en ese mismo instante. Se me nubló la vista y tuve que apoyarme en la pared para no caerme al suelo. Había pasado muchas noches en vela preocupada por ese chico, pero nunca, nunca creí que…
Descargó un manotazo sobre el mantel blanco, e Inger Johanne dio un respingo. Los cubiertos tintinearon y el camarero acudió corriendo.
– Todo está bien -le aseguró Inger Johanne al camarero, que se retiró con paso vacilante-. ¿Qué…? ¿Qué dijo luego?
– Nada.
– ¿Nada?
– No.
– Pero… Admitió que…
– No tenía nada que admitir, según se vio más tarde.
– No entiendo…
– Yo me quedé allí, reclinada contra la pared. Asbjørn no dejaba de escribir. Aún hoy no sé cuánto tiempo pasamos así, los dos solos. Quizá fue media hora. Yo sentí que… que lo había perdido todo. Tal vez se lo volví a preguntar. En todo caso, él no contestó. Escribía y escribía, como si yo no estuviese allí. Como si… -Ahora no cabía duda de que estaba llorando. Le brotaban lágrimas de ambos ojos, y se puso a buscar un pañuelo en la manga-. Entonces apareció Geir. No lo había oído llegar. De pronto me percaté de que estaba a mi lado, mirando el jersey que había caído al suelo. Se puso a llorar. «No pretendía hacerlo. No era mi intención», ésas fueron exactamente las palabras que utilizó. Tenía dieciocho años y lloraba como un niño pequeño. Asbjørn se levantó como un rayo y se abalanzó hacia su hermano. «¡Cállate!», chillaba, una y otra vez.
– ¿Geir? ¿Geir dijo que no había pretendido hacerlo, que…?
– Sí -respondió Unni Kongsbakken enderezando la espalda. Luego se enjugó con cuidado las lágrimas antes de volver a meterse el pañuelo en la manga-. Pero no le dio tiempo a decir casi nada más. Asbjørn lo noqueó, simple y llanamente.
– Pero esto significa que… No entiendo del todo…
– Asbjørn era la persona más bondadosa que te puedas imaginar -dijo Unni Kongsbakken, que ahora estaba más tranquila, respiraba mejor y había dejado de llorar-. Asbjørn era un chico muy cariñoso. Todo lo que escribió más tarde, todo aquello tan horrible, tan escandaloso, las blasfemias, las agresiones provocadas… Todo eso no era más que una pose. Asbjørn se limitaba a escribir. En el fondo era un hombre muy bueno. Y quería mucho a su hermano.
Inger Johanne tenía algo en la garganta, justo debajo de la laringe, que la obligó a tragar saliva. No le fue fácil. Quería decir algo, alguna cosa, pero le faltaban palabras.
– Fue Geir quien mató a la pequeña Hedvik, de eso estoy bastante segura.
Al servicio de salvamento le llevó más de tres cuartos de hora sacar al hombre del Opel azul siniestrado. Tenía el muslo completamente cercenado. El ojo izquierdo, una bola sanguinolenta, le había saltado de la cuenca y le colgaba sobre la mejilla. El volante del coche se encontraba a cien metros de distancia, y su soporte se había clavado hasta el fondo en la tripa del conductor.
– Está vivo -chillaba un hombre del servicio de salvamento-. ¡Joder! ¡El tipo está vivo!
Apenas una hora más tarde, el conductor del Opel azul yacía sobre una mesa de operaciones. Los pronósticos no eran muy optimistas, pero aún quedaba alguna esperanza.
Laffen Sørnes, en cambio, seguía mirando fijamente al cielo con medio cuerpo fuera de la ventanilla del Mazda 323 robado. Un policía poco experimentado estaba agachado sobre un arroyuelo, deshecho en llanto. Todavía había tres helicópteros sobrevolando el lugar del accidente, y sólo uno de ellos era de la policía.
TV2 estaba a punto de batir el récord de telespectadores en una emisión de tarde.
Ante la gran ventana del Café Grand pasaba la gente caminando. Algunos llevaban prisa. Otros paseaban tranquilamente, deambulando quizá, como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Inger Johanne los seguía con la mirada. Intentaba concentrarse. Unni se había levantado de la mesa y se había ido sin explicar adónde. Su bolso, una gran bolsa de cuero con hebillas de metal, seguía allí, así que probablemente sólo había ido al servicio.
Inger Johanne estaba rendida.
Intentaba evocar la imagen de Geir Kongsbakken, pero su rastro se le escapaba. A pesar de que hacía poco más de un día que lo había visto, sólo conseguía recordar que tenía un aspecto insulso. Fornido y pesado, como sus padres. Recordaba también el olor de la cera y de la madera, el traje anodino que llevaba. La cara del abogado, en cambio, no era más que un contorno indefinido en su memoria.
Unni Kongsbakken reapareció y, sin mediar palabra, se sentó de nuevo.
– ¿Qué quieres decir con eso de que estás bastante segura? -preguntó Inger Johanne.
– ¿Cómo?
– Has dicho que… Has dicho que estabas bastante segura de… de que Geir había matado a Hedvik. ¿Por qué sólo «bastante» segura?
– No puedo saberlo con certeza, claro -dijo Unni Kongsbakken lacónicamente-. Al menos en sentido jurídico. Nunca ha admitido nada.
– Pero…
– Deja que continúe.
Levantó la taza. Estaba vacía. Inger Johanne hizo seña de que le trajeran más. El camarero estaba a punto de enfadarse y no le llevó más leche hasta que Unni se lo hubo pedido un par de veces.
– Geir estaba inconsciente -dijo finalmente-. Y Asbjørn estaba completamente mudo. Geir tardó un par de minutos en volver en sí, y a partir de entonces estuvo igual de mudo que su hermano. Fui a buscar a Astor. Como te he dicho, estaba sentado en su estudio. Se había hecho bastante tarde. -Adoptó de nuevo una mirada ausente, como si estuviera retrocediendo en el tiempo-. Astor perdió los estribos. Primero por que lo interrumpiera, claro, luego por lo que le tuve que contar. Completamente descabellado, gritó. Un disparate. Una majadería. Ordenó a los chicos que bajaran a sentarse en el sofá y los acribilló a preguntas. Ninguno de los dos dijo una palabra. No… Simplemente no contestaban. Para mí, el que calla otorga. Aunque Asbjørn era un rebelde, siempre le había tenido una especie de respeto a su padre. Yo nunca lo había visto comportarse como aquella noche. El chico le sostenía descaradamente la mirada a su padre y se negaba a responder. Geir mantenía la cabeza gacha y tampoco abrió la boca, ni siquiera cuando Astor le pegó un bofetón. Al final Astor se dio por vencido y los mandó a la cama. Pasaba ya de medianoche. Mi marido temblaba cuando se acostó junto a mí en la oscuridad. Yo le conté lo que creía, que Geir había matado a Hedvik y que había recurrido a Asbjørn para que lo ayudara a deshacerse del… cadáver. Teníamos un solo aparato de teléfono en la casa y estaba justo delante de la puerta del cuarto de Asbjørn. Geir podía haber llamado por la noche sin que nosotros nos enteráramos. Eso dije. Astor no respondió, sólo lloraba en silencio. Nunca antes lo había visto llorar. Al final dijo que me estaba equivocando, que no era posible, que Aksel Seier había matado a Hedvik, así de sencillo. Me dio la espalda y no dijo nada más. Yo no me rendí. Volví a repasarlo todo: el jersey ensangrentado, el desconcertante comportamiento de los chicos. La noche que desapareció Hedvik, Geir estaba en Oslo en una reunión de las Juventudes Socialistas. Asbjørn estaba en casa. A altas horas de la madrugada oí… Esto ya te lo he contado. Lo siento. Me repito. En cualquier caso, Astor no quería escucharme. Cuando finalmente empezó a clarear, se levantó, se duchó, se vistió y se fue al trabajo. Por lo que pude leer en los periódicos, hizo un alegato incendiario. Cuando volvió a casa comimos en silencio, los cuatro. -Unni Kongsbakken dio una palmadita a la mesa, como si estuviera poniendo un punto final.
– No sé muy bien qué decir ante todo esto -murmuró Inger Johanne.
– En realidad no creo que sea necesario que digas gran cosa.
– Pero Anders Mohaug, fue él quien…
– Anders también estaba cambiando. Aquel chiquillo siempre había sido rarito, pero a partir de aquella noche se volvió más callado, más apocado. Más aprensivo, en algún sentido. No había que ser muy listo para suponer que Asbjørn probablemente se había llevado consigo a Anders. Era un chico muy grande, ¿sabes? Era fuerte, Anders. En una ocasión intenté hablar con la señora Mohaug, pero ella reaccionó como un animal asustado. No quiso hablar. -Los ojos de Unni Kongsbakken volvieron a arrasarse en lágrimas que corrían por un surco junto a la nariz. La anciana se lamió ligeramente el labio superior-. Seguramente ella creía que Anders lo había hecho solo -dijo en voz baja-. Yo debería haber insistido más. Debería haber… La señora Mohaug no volvió a ser la misma después de ese invierno.
– Cuando Anders murió… -empezó Inger Johanne, pero Unni la interrumpió de nuevo.
– Astor y yo no habíamos vuelto a hablar de Hedvik desde aquella fatídica noche. Era como si hubiéramos metido todo aquel horrible episodio en un cajón y lo hubiésemos cerrado con llave con la intención de enterrarlo para siempre; yo… A medida que fue pasando el tiempo, casi parecía que aquello nunca había ocurrido. Geir se hizo jurista como su padre, siempre intentó parecerse a Astor en todo lo que hacía, aunque nunca con mucho éxito. Asbjørn había empezado a escribir esos libros suyos. En otras palabras, había suficientes cosas en las que pensar aparte de ese asunto. -Suspiró profundamente y agregó en voz trémula-: Un día, debe de haber sido en verano de 1965, Astor volvió del despacho… Bueno, entonces ya era consejero en el ministerio.
– Eso ya lo sé.
– Su buen amigo el director general Einar Danielsberg se había puesto en contacto con él y le había preguntado por el caso de Hedvik y Aksel Seier. Había aparecido información nueva que podía indicar que… -Entonces escondió el rostro entre las manos. Su anillo de casada, fino y gastado, se le había incrustado en el dedo anular derecho, casi hasta desaparecer en un pliegue de la piel-. Astor se limitó a decir que todo estaba arreglado -murmuró-, que no había nada que temer.
– ¿Nada que temer?
– Eso fue lo que dijo. No sé qué fue lo que pasó. -De pronto volvió a descubrirse la cara-. Astor era una persona honrada. El hombre más honesto que yo he conocido nunca, y sin embargo permitió que un hombre inocente fuera enviado a la cárcel. Eso me enseñó una lección. Me enseñó que… -Inspiró profundamente, casi como si bostezara-. Somos capaces de todo por defender lo nuestro. Así hemos sido creados, nosotros los hombres. Cuidamos de lo que es nuestro. -Entonces aquella mujer robusta y mayor se levantó lenta y pesadamente. El pelo se le había soltado completamente de las varillas japonesas. Tenía los ojos hinchados-. Como entenderás, nunca pude demostrar nada.
Era como si el bolso se hubiera hecho demasiado pesado a lo largo de la tarde. Intentaba ajustárselo al hombro, pero se le caía continuamente. Al final lo agarró con las dos manos e intentó poner recta la espalda.
– Me consolé con eso, durante mucho tiempo -prosiguió-. No podía estar segura de nada. Los chicos no querían hablar. Astor se había encargado de quemar el jersey. Al morir Asbjørn, leí sus libros por primera vez. En Pecado original, catorce de noviembre encontré por fin la confirmación.
«Comprendo que protegieras a tu marido -pensó Inger Johanne mientras buscaba palabras que no sonaran muy duras-. Pero ahora estás traicionando a tu propio hijo. Lo estás entregando. Después de todos estos años, estás entregando a tu propio hijo. ¿Por qué?»
– Geir ha gozado de cuarenta años de libertad -dijo Unni Kongsbakken llanamente-. Ha gozado de cuarenta años que no le correspondían. Creo que no ha… Presumo que no se ha vuelto a exceder. -Había un atisbo de vergüenza en la sonrisa, como si no creyera del todo en lo que estaba diciendo-. Nunca le había contado esto a nadie. Astor habría… Astor no habría sobrevivido a algo así. Ya tenía suficiente con Asbjørn. Con todos esos libros horribles, los escándalos, el suicidio. -Suspiró sin fuerzas-. Te agradezco que me hayas escuchado. Tú tendrás que decidir qué hacer con la información que te he dado. Yo ya he cumplido con mi parte. Demasiado tarde, evidentemente, pero de todos modos… El destino de Geir está en tus manos. Aunque en realidad probablemente no puedas hacer gran cosa. Evidentemente lo va a negar todo y, como no se puede demostrar nada… Pero quizás a Aksel Seier le interese… Enterarse de lo que pasó, quiero decir. Adiós.
Cuando Inger Johanne observó aquella espalda encorvada que salía por las puertas del Café Grand, tuvo la impresión de que incluso el jubón había perdido color. La señora apenas tenía fuerzas para mover las piernas. A través de la ventana vio que alguien la ayudaba a tomar un taxi. Un cepillo de pelo se le cayó del bolso justo antes de que cerrara la puerta. Inger Johanne se quedó sentada mirándolo fijamente durante un buen rato después de que el taxi de Unni Kongsbakken arrancara y se alejara de allí.
El cepillo estaba lleno de pelos muertos. A Inger Johanne le sorprendió lo claramente que se veían, incluso a aquella distancia. Eran grises y le recordaban a Aksel Seier.