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– ¿Y en esto malgastáis vosotros el tiempo?

Yngvar Stubø se frotó la cara. Los pelos de la barba le rasparon la palma de la mano. Eran más de las dos de la madrugada del miércoles 24 de mayo. Ante la Jefatura de Policía de Asker y Bairum se agolpaban veinticinco periodistas y casi el mismo número de fotógrafos. Un par de agentes novatos los mantenían fuera del edificio de ladrillo y hacía un cuarto de hora que habían sacado las porras. Caminaban lentamente ante la entrada, de un lado a otro, mientras se golpeaban amenazadoramente la palma de la mano con la porra, como la caricatura de un policía de una película de Chaplin. Los fotógrafos retrocedieron ligeramente. Algunos de los periodistas habían empezado a mirar el reloj. Un tipo del Dagbladet, que a Yngvar Stubø le resultaba vagamente familiar, bostezó sin el menor disimulo. Le ladró una orden a un fotógrafo antes de dirigirse a un Saab que estaba aparcado en un sitio indebido y subirse a él. Pero el coche se quedó parado.

Yngvar Stubø dejó caer la cortina y se volvió hacia la habitación.

– ¡Por Dios, Hermansen, ese pobre hombre nunca le ha hecho daño ni a una mosca!

– ¿Y quién nos asegura que nuestro secuestrador de niños está fichado?

Hermansen se sonó la nariz con los dedos y maldijo.

– No es eso lo que quiero decir.

– Entonces, ¿qué coño quieres decir? ¡Tenemos a un tipo que se encontraba en el lugar del primer secuestro cuatro horas después de la desaparición de otro niño! ¡Iba vestido con ropa de camuflaje como si quisiera hacer carrera en la CIA y se la estaba pelando mientras gime el nombre de la niña! Por si fuera poco, no ha sabido decirnos qué estaba haciendo el jueves 4 de mayo, el día que desapareció Emilie Selbu, ni tampoco el miércoles 10 de mayo, cuando secuestraron a Kim. ¡No se acuerda de lo que estaba haciendo hoy a las cinco de la tarde, joder!

– Eso es sencillamente porque no tiene las ideas claras sobre nada -dijo Yngvar Stubø secamente-. El hombre es idiota, casi literalmente, o por lo menos discapacitado psíquico. Está aterrorizado, Hermansen.

Hermansen se llevó una taza de café sucia a la boca. El olor agrio del sudor producido por el agobio impregnaba toda la habitación. Yngvar Stubø no sabía bien de quién provenía.

– Es conductor profesional -gruñó Hermansen-. No puede ser completamente idiota. Lleva una furgoneta de reparto. Y además tiene antecedentes. Nada menos que por… -Agarró una carpeta y sacó un documento de un tirón-. Cinco multas y dos condenas por delitos sexuales.

Yngvar Stubø hizo caso omiso de lo que le decía Hermansen. Estaba observando otra vez discretamente a los periodistas. Ya no había tantos como antes. Se pellizcó el tabique de la nariz e intentó calcular la hora que sería en la Costa Este de Estados Unidos.

– Exhibicionismo -suspiró profundamente sin mirar a Hermansen-. Al tipo lo han detenido por exhibicionismo, nada más. No es el hombre que buscamos. Desgraciadamente.


– Exhibicionismo.

Yngvar intentaba hablar en un tono neutro, pero era imposible. La palabra connotaba un desprecio por la acción que designaba y movía a escupir con sorna. El hombre del vestido de camuflaje se había encogido casi hasta desaparecer bajo una pila de ropa.

Sudaba a mares. Tenía los hombros tan estrechos que las mangas le ocultaban las manos. Llevaba un cabestrillo colgado del cuello, pero no lo usaba. El tiro del pantalón le llegaba casi hasta la altura de las rodillas.

– Cincuenta y seis años -añadió Yngvar Stubø lentamente-. ¿Es correcto?

El hombre no respondió. Yngvar acercó una silla y se sentó junto a él. Apoyó los codos sobre las rodillas, intentando no arrugar la nariz ante el hedor a orina y sudor viejo. Esta vez sí tenía claro de dónde provenía el olor.

– Escucha -dijo en voz baja-. ¿Me permites que te llame Laffen? Te llaman Laffen, ¿no?

Con un débil movimiento de cabeza, el hombre dejó claro que al menos oía lo que se le decía.

– Laffen -continuó Stubø con una sonrisa-. Me llamo Yngvar. Esta noche ha sido agotadora para ti.

De nuevo un débil asentimiento.

– Pronto lo habremos solucionado todo, pero necesito que respondas a algunas preguntas, ¿vale?

Laffen asintió una vez más, casi imperceptiblemente.

– ¿Recuerdas dónde te pillaron? Estos dos tipos… ¿Dónde te encontraron?

El hombre no contestó. De cerca se notaba que tenía los ojos hundidos como dos canicas negras en su estrecho cráneo. Yngvar posó la mano con cuidado sobre la rodilla del hombre, pero no consiguió que reaccionara.

– ¡Tú conduces un coche!

– Ford Escort de 1991. Azul metálico. Motor de 1,6 litros, pero está puesto a punto. El equipo de música costó once mil cuatrocientas noventa coronas. Asientos de bólido y spoiler. Se lo he puesto yo todo -aseguró con voz nasal.

Yngvar tuvo la sensación de haberle echado dinero a una vieja máquina de discos, sobre todo cuando el hombre prosiguió:

– Se lo he puesto yo mismo. Lo he hecho yo mismo. Asientos de bólido y spoiler.

– Muy bien.

– Yo no he hecho nada.

– Entonces ¿por qué estabas allí?

– Por nada. Sólo… Simplemente estaba allí. Mirando. No está prohibido mirar, ¿verdad?

El hombre se tiró de la manga izquierda y asomó una escayola blanca como la tiza.

– Me han roto el brazo. Yo no he hecho nada.

Eran ya las tres y media de la mañana. Yngvar Stubø llevaba veintiuna horas despierto. Sólo Dios sabía cuándo había pegado ojo por última vez el detenido. Yngvar Stubø le dio una palmadita en la rodilla y se levantó.

– Prueba a tumbarte ahí sobre el catre -le indicó amablemente-. En cuanto se haga de día lo solucionamos todo y te vas a casa.

Mientras cerraba cuidadosamente la puerta a su espalda, pensó que el hombre vestido de camuflaje podía llegar a convertirse en un problema. Apenas era capaz de trazar el plan más sencillo, por no hablar de llevar a cabo tres complicados secuestros y la arriesgada devolución del cadáver de un niño. Por otro lado, el tipo tenía carné de conducir, así que probablemente sabía leer y escribir. El título de conductor profesional que le había atribuido Hermansen era sin embargo una enorme exageración. Laffen Sørnes recibía una pensión por invalidez y dos veces por semana repartía comida caliente a los ancianos de Stabekk. Sin cobrar.

El problema no residía en el exhibicionista, sino en el hecho de que hasta el momento no había ningún otro sospechoso. Habían desaparecido tres niños, y uno de ellos ya estaba muerto. Todo lo que había encontrado la policía, tras tres semanas de investigación, era un exhibicionista de mediana edad en un Ford Escort.

El exhibicionista podía llegar a constituir un enorme problema.

– Dejad que se vaya -dijo Yngvar Stubø.

Hermansen se encogió de hombros.

– Pues muy bien. Entonces no tenemos nada. Ya está. Cuéntaselo tú a los buitres que están ahí fuera. -Hizo un gesto hacia la ventana.

– Dejad que el exhibicionista se vaya a casa en cuanto amanezca -bostezó Yngvar Stubø -. Y, por el amor de Dios, conseguidle al tipo otro abogado. Uno que se moleste en asegurarse de que no mantengan a su cliente despierto toda la noche. Ése es mi consejo. No es nuestro hombre. Y tú… -Se sacó un puro del bolsillo de la camisa y extendió el dedo índice-. Yo no soy nadie para decirle a la policía de Asker y Bærum lo que tiene que hacer. Pero yo de ti… multaría a los cabrones que le han roto el brazo. Como no lo hagas, esto se va a convertir en el salvaje Oeste antes de que termine la semana. Recuerda mis palabras. Un puto Texas.

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