Aksel se sorprendía de lo a gusto que se sentía en el cuartito en el que vivía Eva. Las paredes eran de un amarillo cálido y, a pesar de que la cama era de metal y de que las sábanas estaban marcadas como propiedad del Ayuntamiento de Oslo, seguía siendo el cuarto de Eva. Reconocía un par de cosas de su habitación alquilada en la calle Bru, donde ella le había curado con yodo la herida de la cabeza una noche de 1965. El ángel de porcelana con las alas extendidas, azul pálido con restos de pintura amarilla, se lo habían regalado para su confirmación. Lo recordó en cuanto pasó los dedos por la figura. El cuadro de la isla Hovedøya al atardecer se lo había regalado él. Ahora estaba colgado sobre la cama, con los colores más desvaídos que el día en que pagó quince coronas en la almoneda por aquel cuadro envuelto en papel de estraza atado con un cordón.
Eva también había palidecido.
Pero seguía siendo su Eva.
Tenía la mano destrozada por la enfermedad. En su rostro se apreciaban las huellas de ese dolor que no remitía nunca. El cuerpo no era más que una cáscara que envolvía a la mujer a la que Aksel Seier seguía amando. Él no decía gran cosa, y a Eva le llevó un buen rato contar su historia. De vez en cuando tenía que hacer una pausa para descansar. Aksel callaba y escuchaba.
Se sentía como en casa en aquella habitación.
– Cambió tanto… -dijo Eva en voz queda-. Todo se vino abajo. No tenía dinero para seguir con el caso. Si usaba lo último que quedaba de la herencia de mi madre, habría perdido la casa y entonces sí que no habría tenido ninguna oportunidad. Ya no ha vuelto a ser el mismo, Aksel. Estos últimos meses ni siquiera ha venido a verme.
Todo se iba a arreglar, pensaba Aksel. Había sacado sus tarjetas. De platino, le explicó al mostrárselas. Las tarjetas como ésa sólo se las daban a quienes tenían dinero. Él tenía dinero. Iba a arreglar aquello.
Todo iba a arreglarse ahora que Aksel por fin había vuelto.
– Podría haber venido antes -dijo.
Sólo que ella no se lo había pedido. Eso Aksel lo había tenido siempre claro; jamás volvería a Noruega mientras Eva no se lo pidiera. Aunque en realidad no se lo había pedido directamente, sí había una llamada de auxilio en lo que había escrito. La carta había llegado en mayo, no en julio como tocaba. Era una carta desesperada, y Aksel había reaccionado rompiendo con todo y volviendo a su país.
Aksel bebía zumo de un gran vaso que había sobre la mesilla, sabía a sano, sabía a Noruega, a sirope de grosella mezclado con agua. Un producto auténtico. Zumo noruego. Se secó la boca y sonrió.
De pronto oyó algo y se volvió a medias. El terror le recorrió el cuerpo. Soltó la mano de Eva y cerró el puño sin darse cuenta de lo que hacía. El policía de los ojos llorosos y el manojo de llaves, ese que quiso que Aksel confesara algo que no había hecho y que desde entonces lo había perseguido en sueños, iba vestido de otra manera, con un traje más anticuado, quizás. Este hombre llevaba una chaqueta más suelta y un pantalón con un ribete de cuadros blancos y negros en la parte inferior de cada pernera. Pero era policía. Aksel se dio cuenta inmediatamente y miró la ventana. La habitación de Eva estaba en el primer piso.
– ¿Eva Åsli? -preguntó el hombre, acercándose.
Eva murmuró una respuesta afirmativa. El hombre carraspeó y dio unos pasos más hacia la cama. Aksel percibía el olor a tapicería de piel y a aceite de coche que impregnaba su abrigo.
– Siento tener que decirle que su hijo ha sufrido un grave accidente. Karsten Åsli. Es su hijo, ¿no es cierto?
Aksel se levantó y enderezó la espalda.
– Karsten Åsli es nuestro hijo -dijo con parsimonia-. De Eva y mío.