34

El timbre de la puerta la despertó. El timbrazo había sido corto, como si alguien estuviera intentando avisarla sin molestar a Kristiane. El Rey de América gimió compungido desde el dormitorio de la niña e Inger Johanne lo dejó salir del cuarto antes de dirigirse a la puerta. Comprobó que la niña, por fortuna, seguía durmiendo tranquilamente entre los densos efluvios del sueño y la orina de perro. El perro le saltaba encima todo el rato y le arañaba las pantorrillas desnudas con las garras. Ella intentó quitárselo de encima, pero tropezó y se golpeó el meñique del pie mientras caminaba por el pasillo. Para evitar que volvieran a tocar el timbre, se acercó a la puerta cojeando a toda prisa y maldiciendo entre dientes.

Apenas se le veían los ojos. Parecía haber encogido de lo encorvado que iba, y ella percibió un ligero olor a sudor cuando él levantó la mano en un gesto preventivo. Bajo el brazo llevaba, como si fuera una caja, una maleta de piloto que tenía el asa rota, un bulto informe y con la tapa sin cerrar.

– Imperdonable -farfulló él-. Pero es que no he conseguido escaparme hasta ahora.

– ¿Qué hora es?

– La una, de la mañana, vaya.

– Ya entiendo -dijo ella con cierta aspereza-. Entra. Voy a ponerme otra cosa.

Él se había sentado en la cocina, y El Rey de América le estaba mordisqueando la mano. Ella tendría que haberse imaginado que era Yngvar. Al despertarse no pensaba más que en impedir que el timbre volviera a sonar. Si Kristiane se despertaba en medio de la noche, se podía dar el día por comenzado. Se quitó la sudadera vieja de la facultad, tenía mejores jerséis que éste en el armario.

– Si piensas aparecer alguna otra noche, estaría bien que no llamaras al timbre. Usa el teléfono. Por la noche desconecto el del salón, pero el del… -Hizo un gesto hacia el dormitorio y le echó café a la cafetera-. El de mi cuarto suena poco, me despierta a mí, pero deja que Kristiane siga durmiendo. Es importante para ella, y para mí. -Intentó sonreír, pero su gesto se convirtió en un bostezo. Algo aturdida, cerró los ojos y sacudió la cabeza con fuerza.

– Me acordaré -prometió Yngvar-. Lo siento. Ya hay otra víctima.

Ella se llevó lentamente la mano hacia el cabello, pero la dejó caer y acabó agarrando con fuerza el tirador de un cajón.

– ¿A qué…? -titubeó-. ¿A qué te refieres con «otra víctima»?

Yngvar enterró la cara entre las manos.

– Un niño de once meses de Tromsø -murmuró, alzando la vista-. Glenn Hugo. Once meses. ¿No lo has oído?

– Yo… esta noche no he visto la tele ni he escuchado la radio. Hemos… Kristiane y yo hemos estado jugando con el perro y hemos salido a dar un paseo y… Once meses. ¡Once meses!

La exclamación se quedó flotando entre ellos, durante un largo rato, como si la edad de la pequeña víctima encerrase algún acertijo, alguna clave oculta que explicase aquel absurdo asesinato. Inger Johanne sintió que le asomaban lágrimas a los ojos.

– Pero…

Soltó el cajón y se sentó a la mesa. Ella sintió la necesidad de posar la mano sobre las de él.

– ¿Ya ha aparecido?

– No fue secuestrado. Lo asfixiaron en su cochecito mientras dormía la siesta como todas las tardes.

El perro se había tumbado en el rincón junto al horno. Estaba tirado de costado. Inger Johanne intentó fijar la vista en el estrecho tórax que subía y bajaba al ritmo de la respiración. Se le notaban las costillas bajo el pelaje corto y suave. Tenía los ojos entrecerrados, y su lengua brillaba rosa y húmeda, rodeada de marrón.

– Entonces no es él -dijo con contundencia pero con voz débil. Le costaba respirar-. Él no estrangula. Él… Secuestra y mata de un modo… de un modo que nosotros no entendemos. Él no asfixia a bebés dormidos. No es el mismo hombre. ¿Has dicho Tromsø? ¿Ha ocurrido en Tromsø?

Inger Johanne golpeó la mesa levemente con los puños, como si la distancia geográfica fuera la prueba que necesitaba. Se trataba de una muerte trágica, pero al mismo tiempo natural. Una muerte súbita de bebé obviamente era horrible, pero se podía vivir con ello. Por lo menos ella. Eso debía de servirle de consuelo a todo el mundo menos a la familia, a la madre, al padre.

– ¡Tromsø! ¡No encaja!

Se inclinó sobre la mesa y lo miró a los ojos. Él desvió la vista hacia la cafetera y se levantó despacio, sin fuerzas. Abrió un armario, sacó dos tazas y se quedó un momento contemplándolas. Una de ellas tenía un dibujo de un Ferrari que el lavavajillas había convertido en una mancha de color rosa pálido. La otra tenía la forma de un dragón desconcertado con un ala rota. El asa figuraba la cola. Yngvar sirvió café en las dos y le alargó la taza con el coche a Inger Johanne. Las partículas del vapor del café se le adherían a ella a la cara. Sujetaba fuerte la taza con las dos manos. Quería que Yngvar le diera la razón. Tromsø estaba demasiado lejos, el modus operandi no encajaba. El asesino no había encontrado a su cuarta víctima. No podía ser así. El perro gimió en sueños.

– La nota -dijo él, cansinamente, y tomó un sorbo del líquido ardiente-. Ha dejado una nota. «Ahí tienes lo que te merecías.»

– Pero…

– Todavía no hemos hecho público ese detalle, no ha salido una palabra sobre eso en los periódicos. Lo cierto es que hemos conseguido guardarlo en secreto hasta ahora. Tiene que ser él.

Inger Johanne miró el reloj.

– Las dos menos veinticinco -dijo-. Faltan cuatro horas y treinta y cinco minutos para que se despierte el despertador de allí dentro. Pongamos manos a la obra. Supongo que has traído algo en esa maleta. Ve a buscarla. Nos quedan cuatro horas y media.


– ¿Así que el único rasgo común es la nota?

Inger Johanne se recostó abatida en la silla y enlazó las manos detrás de la nuca. Había papelitos amarillos por todas partes. De la nevera colgaba una enorme cartulina que había estado enrollada y que hubo que fijar con cinta de embalar para que no se cayera. El nombre de los niños encabezaba cada una de las columnas, que contenían información de todo tipo, desde detalles sobre la alimentación hasta historiales médicos. La columna de Glenn Hugo era raquítica. Los únicos datos que había sobre el niñito que llevaba menos de un día muerto eran una posible causa de muerte (la asfixia), su edad y su peso. Un niño sano y normal de once meses de edad.

En una hoja de tamaño DIN-A4 que colgaron sobre el fogón, se indicaba además que los padres se llamaban May Berit y Frode Benonisen, de veinticinco y veintiocho años respectivamente y que vivían en la casa de la madre de ella, que tenía un patrimonio considerable. Los dos trabajaban en el Ayuntamiento, él en la sección de limpieza y ella como secretaria del alcalde. Frode había finalizado los estudios primarios y tenía a sus espaldas una carrera medianamente exitosa como futbolista en el TIL, mientras que May Berit había obtenido dos diplomaturas, en historia de las religiones y en filología española. Llevaban dos años casados, casi exactamente.

– La nota. Y que todos son niños. Y que todos están muertos.

– No. Emilie no, no necesariamente. De eso no sabemos nada.

– Correcto. -Yngvar se frotó el cuero cabelludo con los nudillos-. Las hojas de papel sobre las que están escritas las notas proceden de dos paquetes distintos. Se trata de papel normal, del que usa todo el mundo que tiene un ordenador. No se ha recogido ninguna huella. Bueno… -Volvió a frotarse la cabeza, levantando una sutil nube de caspa que sólo resultaba visible a la luz de la lámpara de pie que ella había traído del salón-. Es demasiado pronto para concluir nada sobre la última nota, claro. Todavía lo están investigando, pero creo que no deberíamos hacernos demasiadas ilusiones. Este tipo obra con cautela. Con mucha cautela. La letra de las notas parece diferente, por lo menos a primera vista. Quizá sea premeditado, lo va a estudiar un experto.

– Pero ¿y este testigo…? Este…

Inger Johanne se levantó y deslizó el dedo índice sobre una serie de papelitos amarillos pegados a la nevera, junto a la ventana.

– Aquí. Un señor del número 1 de la calle Soltun. ¿Qué es lo que ha visto en realidad?

– Un catedrático retirado. Un testigo muy creíble, hasta cierto punto. El problema es que… -Yngvar sirvió la sexta taza de café, y reprimió un eructo provocado por la acidez del estómago, con el puño sobre la boca-. No ve del todo bien, lleva gafas con bastante graduación. Pero en todo caso… Estaba arreglando la barandilla de la terraza, y desde ahí se ve muy bien este camino. -Yngvar usó un cucharón de madera para señalar un punto en el boceto de un mapa que estaba pegado con celo a la ventana-. Dice que, hacia la hora en que se cometió el crimen, se fijó en tres personas: una mujer de mediana edad, con un abrigo rojo, a la que cree haber visto antes, y un niño en bicicleta, al que supongo que podemos descartar. Los dos caminaban hacia el lugar de los hechos. Pero vio también a otro hombre, un tipo que según sus cálculos tendría entre veinticinco y treinta y cinco años. Éste venía andando en dirección contraria -volvió a apuntar al papel con el cucharón-, hacia la colina de Langnes. Eran algo más de las tres. El testigo lo sabe con seguridad porque su mujer salió justo después para preguntarle a qué hora le venía bien bajar a comer. Él miró el reloj y calculó que terminaría de arreglar la barandilla hacia las cinco.

– Y había algo en el modo en que el tipo caminaba…

Inger Johanne se concentraba en el mapa.

– Sí, el catedrático lo describió como… -Yngvar rebuscó en el taco de papeles-: «Alguien que intenta disimular la prisa.»

Inger Johanne adoptó una expresión escéptica al oír la frase.

– ¿Y cómo se nota eso?

– Decía que el tipo andaba más despacio de lo que en realidad habría querido, como si en realidad estuviese deseando arrancar a correr pero no se atreviera. Una observación bastante aguda, la verdad, si es que es correcta. De camino hacia aquí he intentado caminar así, y quizá tenga sentido. Se adquiere un paso vacilante, algo forzado.

– ¿El testigo ha aportado algo más a la descripción?

– Por desgracia, no.

A la copa dragón se le había roto la otra ala a lo largo de la noche. Ahora la bestia parecía aún más compungida, como un gallo manso y tullido. Yngvar le echó un chorro de leche al café.

– Sólo habló de la edad aproximada. Y de que iba vestido de gris o de azul, o quizá de gris y de azul. Tenía un aspecto muy neutro.

– Sensato por su parte. Si de verdad era nuestro hombre, claro está…

– También describió su pelo. Llevaba una melenita corta y espesa, como la de un caballero. El catedrático no se atreve a asegurar nada más. Evidentemente, vamos a hacer un llamamiento para que cualquiera que estuviera en la zona se ponga en contacto con nosotros. Así que ya veremos.

Inger Johanne se frotó la región lumbar y cerró los ojos. Aparentemente se había quedado completamente en Babia. La luz de la mañana empezaba a iluminar el cielo. De pronto, ella se puso a recoger todos los papeles amarillos, a descolgar los carteles, a plegar los mapas y las columnas. Lo ordenó todo meticulosamente: las notas en sobres, las hojas de papel grandes apiladas con sumo cuidado. Por último, lo guardó todo en la vieja maleta y sacó una lata de Coca-Cola de la nevera. Clavó una mirada inquisitiva en Yngvar, pero éste negó con la cabeza.

– Me voy a ir -le aseguró-. Por supuesto.

– No -repuso ella-. Ahora es cuando vamos a empezar. ¿Quién mata niños?

– Ya hemos pasado por este ejercicio antes -protestó él, desconcertado-. Estábamos de acuerdo en que eran los automovilistas y los criminales sexuales. Pensándolo mejor, me resulta verdaderamente grotesco nombrar a los automovilistas en este contexto.

– Eso no quita que sean ellos los que matan a niños en este país -respondió ella secamente-. Pero olvídalo. Aquí de lo que se trata es de odio, de algún tipo de sentido de la justicia completamente retorcido.

– ¿Cómo sabes eso?

– No lo sé. ¡Estoy pensando, Yngvar!

El blanco de los ojos de Stubø ya no era blanco. Tenía pinta de llevar de juerga tres días, y su olor acentuaba esta sensación.

– Hace falta un odio muy intenso para justificar unos actos como los de este hombre -aseveró Inger Johanne-. No olvides que él va a tener que vivir con esto, que dormir por las noches, que comer, sin que los remordimientos se lo impidan. Probablemente va a tener que desenvolverse en una sociedad que lo condena enérgicamente desde cada página de periódico, desde cada telediario, en las tiendas a las que no puede dejar de ir, en su lugar de trabajo, quizá…

– Pero es imposible que… ¡Es imposible que odie a los niños!

– Chsss. -Inger Johanne elevó la palma de la mano-. Estamos hablando de alguien que se está resarciendo. Resarciendo.

– ¿De qué?

– No lo sé. Pero ¿tú crees que ha elegido arbitrariamente a Kim y a Emilie, a Sarah y a Glenn Hugo?

– Por supuesto que no.

– Ahora estás sacando conclusiones sin ninguna base. Por supuesto que pueden haber sido elegidos de un modo arbitrario, pero no es lo más verosímil. Que al hombre se le metiera de pronto en la cabeza, y sin ningún motivo, que le había llegado el turno a Tromsø… me parece dudoso. Tiene que haber algún tipo de relación entre estos niños.

– O entre sus padres.

– Exacto -dijo Inger Johanne-. ¿Quieres más café?

– Estoy a punto de vomitar.

– ¿Té?

– Quizá lo mejor hubiera sido algo de leche caliente.

– Entonces te vas a quedar dormido.

– No estaría nada mal.

Eran las cinco y media. El Rey de América tenía pesadillas. Echado panza arriba, agitaba las patitas en el aire, como si huyese en sueños de un enemigo. Inger Johanne abrió la ventana para que se ventilara la cocina. El ambiente estaba muy cargado.

– El problema es que no somos capaces de encontrar una conexión entre los put… entre los padres. -Yngvar hizo un gesto de desesperación con los brazos.

– Obviamente eso no significa que no exista -señaló Inger Johanne y se sentó en el banco de la cocina apoyando los pies sobre un cajón medio abierto-. Limitémonos por un momento a jugar con la idea -continuó- de que se trata de un psicópata, simple y llanamente porque sus actos son tan horribles que parece una hipótesis creíble. ¿Qué sería entonces lo que estaríamos buscando?

– Un psicópata -murmuró Yngvar Stubø.

Ella prosiguió, como si no lo hubiese oído.

– Hay más psicópatas de lo que solemos creer. Según algunas estadísticas, son cerca del uno por ciento de la población. Casi todos hemos llamado alguna vez psicópata a alguien cuyo comportamiento no nos gusta, y no es algo tan lejano como quisiéramos creer. Aunque…

– Yo creía que hoy en día a eso se le llamaba trastorno de personalidad antisocial -comentó Yngvar.

– Pues resulta que eso es otra cosa. Los criterios para diagnosticarlos se superponen, pero… Olvídalo. ¡Ayúdame, Yngvar! ¡Estoy intentando pensar!

– Desde luego, el problema es que yo ya no estoy en condiciones de pensar en absoluto.

– Pues deja que lo haga yo. ¡Escúchame, por lo menos! La violencia… La violencia se puede dividir, grosso modo, en dos tipos: la instrumental y la reactiva.

– Ya lo sé -refunfuñó Yngvar.

– Nuestros casos son claramente el resultado de una violencia instrumental, es decir, que se trata de un ejercicio de violencia planificado y con objetivos concretos.

– Al contrario que la violencia reactiva -recitó Yngvar Stubø, despacio-, que es más bien consecuencia de amenazas externas o frustración.

– La violencia instrumental es mucho más habitual en los psicópatas que en el resto de la gente. De alguna manera presupone una cierta… maldad, por así decirlo. O, en términos más científicos: incapacidad para empatizar.

– Pues no parece el caso de nuestro hombre. Nuestro hombre…

– Los padres -dijo Inger Johanne pausadamente.

Se bajó de un salto del banco de la cocina y abrió la maleta de piloto rota. Buscó el sobre que había marcado con la palabra «Padres» y luego dispuso el contenido en filas en el suelo. Jack levantó la cabeza, pero luego se volvió a repantigar.

– Aquí tiene que haber algo -dijo ella con emoción contenida-. Tiene que haber alguna relación entre estas personas. Es sencillamente imposible odiar tan profundamente a cuatro niños de nueve, ocho, cinco y apenas un año.

– No se trata en absoluto de los niños -replicó Yngvar, casi en tono de pregunta, y se inclinó sobre los papeles.

– Quizá no, quizá sean las dos cosas, los niños y los padres. Las madres. Qué se yo.

– La madre de Emilie está muerta.

– Y Emilie es la única que no ha aparecido.

Los dos se quedaron callados. En aquel silencio sonaba más fuerte el tictac del reloj de la pared, que se aproximaba implacable a las seis.

– Todos los progenitores son blancos -dijo de pronto Inger Johanne-. Todos son noruegos, también sus familias. No se conocen. No tienen amigos en común. No trabajan en el mismo sitio. Esto es, como mínimo…

– Chocante. ¿Los ha elegido simple y llanamente porque no tenían nada en común?

– Común, común, común… -Inger Johanne repetía la palabra una y otra vez, como un mantra-. La edad. Las edades van desde los veinticinco que tiene la madre de Glenn Hugo, hasta los treinta y nueve del padre de Emilie. Las madres tienen edades comprendidas entre…

– Veinticinco y treinta y un años -dijo Yngvar-. Un abanico de seis años, no es muy amplio.

– Por otro lado se trata de mujeres con hijos pequeños, así que la diferencia no puede ser tan grande.

– ¿Crees que hay alguna conexión entre el hecho de que la madre de Emilie esté muerta y el que la niña siga sin aparecer?

Yngvar suspiró profundamente y se levantó. Le echó un vistazo a los papeles y luego empezó a recoger las tazas y la cafetera.

– No tengo la menor idea. Quizás el de Emilie sea un caso aparte. Lo digo en serio, Inger Johanne, ya no puedo pensar más.

– Creo que ahora mismo él lo está pasando mal -dijo ella para sí-. Creo que cometió algún error en Tromsø. Este niño tenía que morir del mismo modo que los demás. De un modo inexplicable. Por algún motivo insondable, el hombre ha desarrollado un método para matar que…

– No deja huella -completó él con rabia-. Que hace que todo nuestro ejército de supuestos buenos médicos se encoja de hombros. «Lo sentimos», dicen, «causa de la muerte desconocida.»

Inger Johanne estaba arrodillada en el suelo, completamente en silencio, con los ojos cerrados.

– No iba a ahogar a Glenn Hugo -dijo en voz baja-. No era así como iba a suceder. Lo que lo hace disfrutar es el control que tiene sobre todo y sobre todos en esos momentos. Para él es un juego. De alguna manera siente que… que se está resarciendo de algo. En Tromsø se asustó. Perdió el control. Eso lo subleva. Quizás haga que cometa un descuido.

– Bestia -gruñó Yngvar, enfurecido-. Maldita bestia.

– No desde su punto de vista -repuso Inger Johanne, aún de rodillas, sentada con el trasero sobre los talones-. Se trata de un tipo relativamente adaptado, por lo menos en apariencia. Probablemente no tiene antecedentes policiales. Está extremadamente preocupado por el control. Lo tiene siempre todo ordenado, limpio. Lo que está haciendo ahora lo hace porque es lo correcto. Ha perdido algo. Le han quitado algo esencial para él, algo que cree que le pertenece. Estamos buscando a una persona que se considera completamente legitimado a hacer lo que está haciendo. El mundo se ha confabulado contra él. Todo lo que le ha ido mal en la vida ha sido por culpa de otros. No ha conseguido los trabajos que le correspondían. Cuando le ha ido mal en los exámenes, ha sido porque las preguntas estaban mal formuladas. Cuando ganaba demasiado poco, era porque el jefe era un idiota que no sabía valorarlo como merecía. Pero él se lo toma con filosofía. Vive con todo eso, con las mujeres que no quieren irse con él, con el ascenso que no llega. Hasta que un día…

– Inger Johanne…

– Hasta que un día sucede algo que…

– ¡Inger Johanne! ¡Basta!

– Hasta que se colma el vaso. Hasta que ya no es capaz de seguir sobrellevando la injusticia. Hasta que le llega el turno de resarcirse.

– ¡Lo digo en serio! Déjalo ya. ¡Esto no son más que especulaciones!

A Inger Johanne se le habían dormido las pantorrillas. Hizo una mueca cuando se agarró al canto de la mesa para levantarse.

– Es posible. Fuiste tú quien me pidió ayuda.

– Aquí huele mal.

Kristiane apareció en la puerta, tapándose la nariz, y con Sulamit bajo el brazo. El Rey de América le lamía el rostro, entusiasmado.

– Hola, tesoro. Buenos días. Vamos a ventilar un poco más.

– El señor huele mal.

– ¡Ya lo sé! -Yngvar se forzó a sonreír-. Ahora mismo me voy a ir a casa a ducharme. Gracias, Inger Johanne.

Kristiane regresó a su cuarto, seguida por el perro. Al ponerse la chaqueta, Yngvar Stubø intentó ocultar las manchas de sudor de las axilas. Cuando llegó a la puerta de la entrada hizo ademán de darle un abrazo a Inger Johanne, pero finalmente le tendió la mano, que estaba sorprendentemente seca y caliente. Ella continuó notando el tacto ardiente de aquella mano mucho tiempo después de que él desapareciese tras la casa roja del final de la calle. Inger Johanne se dio cuenta de que tenía que limpiar las ventanas; había trozos de cinta adhesiva pegados por todas partes. Además tenía que ponerse una venda en el meñique del pie. Aunque apenas le había prestado atención después de golpeárselo de camino a la puerta, cinco horas antes, ahora se percató de que se le había hinchado y de que la uña casi había desaparecido. En realidad le dolía bastante.

Jack se ha hecho caca -gritó Kristiane triunfalmente desde el salón.

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