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Karsten Åsli pugnaba por convencerse de que no tenía nada que temer.

– Rutina -dijo para sí y estuvo a punto de tropezar-. Rutina. Ru-ti-na. Ru-ti-na.

Tenía las zapatillas de deporte empapadas, y el sudor le caía en los ojos. Intentó secarse la frente con la manga del jersey, pero ésta estaba húmeda por el rocío de los árboles cuyas hojas había rozado.

Yngvar Stubø no había visto nada. En realidad era imposible que encontrara absolutamente nada que pudiera despertar sus sospechas. Joder, él mismo lo había dicho: había venido porque por rutina tenía que visitar a todos aquellos que hubieran tenido relación con alguno de los familiares. Claro que era rutina. La policía creía que ya sabía a quién estaba buscando. Los periódicos no hablaban de otra cosa: La Gran Caza del Hombre.

Karsten Åsli apretó el paso. Había estado a punto de perder el control. Yngvar Stubø era astuto. Aunque no sabía mentir tan bien como creía Aksel que lo hacían los policías, era astuto. Turid estaba aterrorizada en aquellos tiempos. Tenía miedo de que Lasse se enterara de algo. Miedo de su madre. Miedo de su suegra. Miedo a todo. Cuando Yngvar aseguró que Turid había dicho que se conocían, mentía. Pero Karsten, de todos modos, había estado a punto de perder el control.

Yngvar Stubø nunca habría debido preguntarle si tenía hijos.

Hasta ese momento Karsten se sentía como si estuviera a punto de ahogarse, pero cuando Stubø le preguntó por su hijo fue como si le estuviera echando un cable. La mar se calmó. Tierra a la vista.

El crío. El niño. El hijo de Karsten. Cumpliría tres años el 19 de junio. Ése sería el día en que culminaría su acción. Nada era casual en este mundo.

El arroyo tenía mucho caudal, caudal de primavera. Casi era un río.

Karsten se detuvo e intentó recuperar el aliento. Se descolgó la mochila del hombro y sacó el bote de potasio. Previamente había llenado una pequeña bolsa de plástico con algunos gramos, más que suficiente para su última misión. Obviamente lo había hecho fuera de la casa, pues sabía perfectamente que el más mínimo rastro de la sustancia bastaría para pillarlo. No es que la policía fuera a ir a comprobarlo, pero Karsten Åsli operaba dentro de unos márgenes de seguridad. Todo el tiempo. Nunca había abierto el bote dentro de casa.

Los polvos se mezclaron con el agua. Agua color de leche que empezó a correr cuesta abajo. La solución se diluía, se aguaba, hasta quedar casi transparente. Al final, metro y medio por debajo de donde estaba él, todo había desaparecido. Dio unos golpecitos al bote contra una piedra y después encendió una pequeña hoguera con el serrín seco que traía en la mochila. El bote de cartón no ardía bien, pero cuando rasgó un periódico entero y lo echó al fuego, por fin prendió. Al final lo pisoteó todo para apagarlo.

Había comprado el potasio en Alemania, hacía más de siete meses. Por si acaso, se había dejado crecer la barba durante varias semanas antes de ir a una farmacia de un suburbio de Hamburgo. Esa misma noche se afeitó en un motel barato antes de salir hacia Kiel para tomar el transbordador de vuelta.

Por fin se había deshecho del potasio. Se había deshecho de todo menos de lo que iba a necesitar el 19 de junio.

Karsten Åsli se sentía aliviado. No tardó más de un cuarto de hora en llegar a casa.

Cuando estaba haciendo estiramientos en el umbral, se acordó de que hacía varios días que no bajaba a ver a Emilie. Ayer, antes de que apareciera Stubø, había decidido darle una última comida. Tenía que librarse de ella, pero no había decidido cómo. Tras la visita de Stubø tenía que tener aún más cuidado de lo que había previsto. Emilie tendría que esperar. Unos días, al menos. Allí abajo tenía agua, y de todos modos no comía nada. No había ninguna razón para bajar al sótano.

Ninguna en absoluto. Sonrió y se preparó para ir al trabajo.


El señor había desaparecido. Ya no existía.

Emilie tenía sed. Había agua en el grifo. Intentó levantarse, pero las piernas le habían adelgazado tanto… Trató de andar. No podía, a pesar de que se apoyaba contra la pared.

El señor había desaparecido. Quizá papá lo hubiera matado. Seguro que papá lo había encontrado y lo había cortado en pedacitos. Pero papá no sabía que ella estaba ahí, no la iba a encontrar nunca.

Tenía una sed horrible. Gateó hasta el grifo. Luego se reclinó sobre la pared y abrió el agua. Los calzoncillos se le resbalaron hasta los tobillos. Eran calzoncillos de chico, por mucho que la bragueta estuviera cerrada. Bebió.

Su ropa seguía doblada junto a la cama. Regresó tambaleándose a la cama, ahora a duras penas podía andar. Los calzoncillos se quedaron junto al lavabo. A Emilie la tripa se le había convertido en un gran agujero sin nada de hambre dentro. Luego tenía pensado ponerse la ropa. Era su propia ropa y quería llevarla puesta, pero primero tenía que dormir.

Lo mejor era dormir.

Papá había cortado al señor en pedacitos que había tirado al mar.

Seguía teniendo muchísima sed.

Quizá papá también estuviera muerto. No llegaba nunca.

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