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Por una parte, Inger Johanne se alegraba de que todos contaran con que ella llevase la tarta. Ella era de las que siempre se encargaba de las tartas, en su opinión y en la de los demás. Ella era la que se encargaba de que siempre hubiera café en la sala común. Si Inger Johanne pasaba tres días sin ir a trabajar, la nevera se vaciaba de refrescos, y en la fuente de la fruta quedaban sólo un par de manzanas secas y un plátano pasado. Era impensable que alguno de los que trabajaban en administración se encargara de ese tipo de cosas; en la universidad aún quedaban restos de las actitudes sociales de los años setenta y, en realidad, eso a ella le gustaba. Normalmente. Ahora estaba bastante irritada.

Hacía una eternidad que sabían que Fredrik cumplía cincuenta años. Desde luego también él se había encargado de recordárselo, repetidamente y en voz bastante alta. Hacía más de tres semanas que Inger Johanne había recaudado dinero, doscientas coronas por cabeza, y se había ido completamente sola a los almacenes de Ferner Jakobsen a comprar un costoso jersey de cachemira para el catedrático más esnob de la facultad. Pero de la tarta se había olvidado. Aunque nadie se lo había recordado, todos la miraron sorprendidos cuando volvió de la biblioteca de la universidad. Ya habían comido, sin que hubiese una tarta de nueces sobre la mesa. Nadie había entonado canciones, ni pronunciado discursos. Fredrik estaba de un humor de perros. Los demás parecían ofendidos, como si ella hubiera traicionado a todo el mundo en un momento decisivo.

– De vez en cuando alguien podría también colaborar con algo -espetó Inger Johanne, cerrando la puerta de su despacho de golpe.

No era propio de ella olvidarse de algo así. Los demás habían confiado en ella, como siempre, y ella los había defraudado. Si se hubiera acordado del maldito cumpleaños, podría haberle pedido a Tine o a Trond que compraran la tarta. Al fin y al cabo se trataba de un cincuentenario. Tampoco podía echarle la culpa a Yngvar, aunque le hubiera robado una noche entera de sueño, pues en realidad ella estaba acostumbrada a ese tipo de cosas. Se había habituado a ello durante los primeros años de vida de Kristiane.

Sacó la hoja de papel del bolso. La biblioteca de la universidad tenía todos los ejemplares de los periódicos locales en microfilme. Había tardado menos de una hora en encontrar la esquela. Tenía que ser ésa. Como por una ironía del destino, o quizá más bien a causa de la sensibilidad de un maquetador que conocía bien su entorno, la esquela estaba discretamente situada en la parte inferior de la hoja, en una esquina, casi sola.


Mi querido hijo

ANDERS MOHAUG

N. 27-3-1938

Me dejó el 12 de junio.

Las exequias se han celebrado

en la intimidad.

Agnes dorothea mohaug


Por lo tanto el hombre contaba veintisiete años cuando murió. En 1956, cuando la pequeña Hedvik fue secuestrada, violada y asesinada, él tenía dieciocho.

– Dieciocho años…

No había ninguna necrológica. Inger Johanne había estado buscando palabras clave, pero se había rendido después de examinar los periódicos de las cuatro semanas siguientes al entierro. Nadie había tenido nada que decir sobre Anders Mohaug. La madre ni siquiera se había visto en la necesidad de pedir que no le mandaran flores a casa.

¿Cuántos años tendría ella? Inger Johanne calculó con los dedos. Si había alumbrado al chico a los veinticinco años, por ejemplo, hoy tendría casi noventa. Ochenta y ocho, si es que todavía vivía. Podía ser incluso mayor, quizás el niño había llegado muy tarde.

– Está muerta -murmuró Inger Johanne, guardando la copia de la esquela en una carpeta de plástico.

De todos modos decidió probar. La dirección había sido fácil de encontrar, en una guía de teléfonos de 1965. La operadora del servicio de información telefónica le había dicho que ahora vivía otra mujer en la vieja dirección de Agnes Mohaug. Ya no existía ningún número de teléfono registrado a nombre de Agnes Mohaug, le aseguró la voz metálica del 180.

Pero quizás alguien se acordara de ella, o de su hijo. En el mejor de los casos, quizás hubiera alguien que se acordara de Anders.

Valía la pena intentarlo, y la antigua dirección de Lillestrøm al menos era un punto de partida. Así Alvhild se pondría contenta. Por alguna razón, eso de alegrar a Alvhild se había convertido en un objetivo importante para Inger Johanne.

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