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Había creído que estaba segura de lo que iba a decir, de cómo iba a formular las preguntas, pero a pesar de todo se sobresaltó cuando Astor Kongsbakken se puso al teléfono. De pronto el hombre estaba ahí, al otro lado del teléfono, e Inger Johanne no sabía por dónde empezar.

Hablaba muy alto, lo que podía significar que no oía muy bien, o quizá que estaba furioso. Cuando ella mencionó el nombre de Aksel Seier, un poco antes de tiempo, no le cupo la menor duda de que iba a colgar, pero no lo hizo. Sin embargo, la conversación se desarrolló de un modo que ella no había previsto. Él preguntaba y ella respondía.

En todo caso, el mensaje de Astor Kongsbakken era de una claridad meridiana: casi no recordaba nada del caso y no tenía la menor intención de devanarse la memoria por Inger Johanne Vik. Le recordó tres veces su avanzada edad y acabó amenazándola con llamar a un abogado, aunque no dejó muy claro qué le pediría al abogado que hiciese contra ella.

Inger Johanne hojeaba Asbjørn Revheim. Relato de un suicidio anunciado.

La furia de Astor Kongsbakken podía obedecer a distintos motivos. Tenía noventa y dos años y no sería de extrañar que fuese un viejo gruñón. Ya en los años cincuenta se contaban anécdotas sobre el temperamento de aquel hombre. Las dos fotos de él que aparecían en la biografía mostraban a un tipo bajito, de hombros anchos y con un labio inferior muy prominente, bastante diferente de la figura esbelta, casi desgarbada, de su hijo. En una de las fotos, el famoso fiscal general del Estado aparecía vestido con toga negra y llevaba el código penal en la mano derecha. Por su actitud, daba la impresión de que se estaba pensando si lanzar el libro sobre la mesa del juez. Tenía los ojos negros bajo sus grandes cejas y parecía estar gritando. Astor Kongsbakken había sido un hombre enérgico, fogoso y no a todo el mundo se le suaviza el carácter con los años.

Había también un hermano, el hijo mayor de Astor y Unni. Inger Johanne se escupió en el dedo y pasó páginas hasta encontrar la información sobre él en el libro. Geir Kongsbakken era abogado y tenía una pequeña oficina en Øvre Slottsgate. El autor de la biografía sólo le había dedicado cinco líneas. Inger Johanne decidió llamarlo. Si él no tenía información valiosa que proporcionarle, quizás al menos podría conseguir que su padre le concediera una segunda conversación. En todo caso valía la pena intentarlo.

Inger Johanne llamó a la secretaria, que le dio hora para el martes 6 de junio a las diez de la mañana. Cuando la señora preguntó el motivo de su consulta, Inger Johanne vaciló un momento antes de responder.

– Se trata de un caso criminal. No creo que lleve mucho tiempo.

– Mañana, entonces -confirmó la amable voz de la mujer-. Le reservo media hora. ¡Que tenga un buen día!

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