Cuando Inger Johanne Vik se despertó el martes por la mañana, estaba bajo los efectos del desfase horario.
La noche anterior había recogido el coche en Barnstable Municipal Airport, un aeródromo que consistía sólo en un par de pistas de aterrizaje muy estrechas y un edificio alargado que era la terminal. La mujer del mostrador de Avis le había dado las llaves con un bostezo tímido. Todavía faltaban dos horas para la medianoche, pero aunque no se tardaba más de media hora en llegar a Harwichport, donde tenía reservada una habitación, prefirió no arriesgarse. En cambio, se alojó en un motel de Hyannisport, a cinco minutos del aeropuerto. Después de darse una ducha salió a la oscuridad de la noche.
A lo largo de los muelles había indicios de verano. Los adolescentes se habían aburrido durante todo un invierno en el que no había ocurrido nada destacable y ahora hablaban a voces y se reían, listos para adueñarse de la ciudad. Niños de hasta diez años huían de sus madres y de la hora de acostarse, haciendo eses con sus patinetes entre los bolardos y los toneles. Sólo faltaban un par de días para el Memorial Day. La población de todo el cabo Cod se multiplicaría por diez en un solo fin de semana y se mantendría así hasta que llegara el primer lunes de septiembre, Día de los Trabajadores en Estados Unidos, y con él el comienzo de una nueva y ociosa temporada de invierno.
Inger Johanne buscó a tientas su reloj, que se le había caído al suelo. Eran poco más de las seis de la mañana. Sólo había dormido cinco horas, pero se sentía despejada. Se levantó y se puso una camiseta demasiado grande que solía usar para dormir. El aparato de aire acondicionado exhaló un suspiro cansino y quedó de pronto en silencio. La temperatura en la habitación debía de ser de veinticinco grados. La luz de la mañana entró a raudales cuando descorrió las cortinas. Miró con los ojos entrecerrados hacia el sudoeste. El ferry de Martha's Vineyard se mecía en el muelle, recién pulido y blanco. El viento procedente de tierra adentro tensaba las amarras que sujetaban el barco al muelle. Más lejos del ferry, a la sombra de unos arbolillos, estaba el gris monumento a Kennedy. Ella lo había visitado la noche anterior, se había sentado en un banco y se había limitado a contemplar el mar y a respirar aquel aire salado y dulce. Tenía el monumento a sus espaldas, un compacto muro de piedra con un relieve en cobre en el centro, bastante anodino. Un presidente fallecido, sin expresión, de perfil, como en una moneda; un rey en una moneda gigante.
– El rey de Norteamérica -murmuró Inger Johanne, mientras conectaba el portátil a la red.
Sólo uno de los mensajes se merecía el gasto de la llamada: un dibujo de Kristiane. Tres figuras verdes en círculo. Kristiane, mamá y papá, los tres tomados de las manos, unas manos enormes, con dedos que se entrelazaban como las raíces de un mangle. En medio del círculo había una criatura con muchos dientes, y al principio Inger Johanne no comprendió lo que era. Luego leyó las líneas de Isak.
– Le ha regalado un perro a la niña -gruñó y se desconectó repentinamente.
Cuando subió al coche poco después de las nueve, estaba disgustada. Hacía poco más de un día que se había marchado, e Isak ya había comprado un perro. Kristiane insistiría en traerse consigo a la bestia durante las semanas que le tocara pasar con Inger Johanne. Inger Johanne no quería un perro.
Isak podría al menos habérselo consultado.
La irritación no había remitido mucho. Iba por la Route 28, que bordea la costa, serpenteando entre pueblos y ofrece breves vistas del estrecho de Nantucket desde los puertos deportivos y la desembocadura de los ríos. El sol la deslumbraba. Paró en una abigarrada tienda para turistas. Quería comprarse unas gafas de sol. Tenía unas graduadas que se había dejado en Noruega. Debía elegir entre ver bastante mal sin gafas graduadas o ver fatal, cegada por la luz. El dependiente quería endosarle un sombrero de vaquero, como si hubiera habido alguna vez un vaquero en muchas millas a la redonda de Yarmouth, Massachusetts. Al final cedió. Tres dólares tirados a la papelera, literalmente. Esperaba que él no la hubiera visto echar el sombrero en un cubo de basura verde. Al hombre le faltaba la pierna derecha, probablemente en 1972 tenía dieciocho años y había sido soldado raso.
La autopista de Mid-Cape habría sido la elección más acertada desde todos los puntos de vista, pues era una autopista de cuatro carriles que recorría la península en diagonal. Cuando, a pesar de todo, enfiló la carretera de la costa, tuvo la sospecha de que lo hacía para aplazar su encuentro con Aksel Seier. Aunque ayer se había sonreído ante su propia impulsividad, hoy ya no le hacía tanta gracia.
Le pareció que algo andaba mal en la caja de cambios.
¿Qué le iba a decir?
Isak podía haberse equivocado. Se había puesto la mano en el corazón, con los ojos muy abiertos, cuando ella le preguntó si estaba seguro. Tenía que haber muchas personas llamadas Aksel Seier, o por lo menos algunas. Isak podía haberse equivocado. Quizás el Aksel Seier de Harwichport nunca había vivido en Oslo. A lo mejor tampoco había estado nunca en prisión. Y, si había estado, quizá no tenía ningunas ganas de que le recordaran todo aquello. A lo mejor tenía familia, mujer, hijos, nietos, y no quería que se enterasen de que el pater familias había pasado una temporada entre rejas. No estaba bien ponerse a hurgar en todo esto, no estaba bien por Aksel Seier. Aunque ayer se había sonreído ante su propia impulsividad, hoy se daba cuenta de que al irse a Estados Unidos -como también al buscar la verdad-, lo que estaba haciendo era precisamente alejarse de algo. Nada grave, añadió rápidamente para sí; al fin y al cabo, no se trataba de una huida. Norteamérica era el sitio donde casi afloraba su verdadera personalidad, y por eso había ido allí. Lo que no tenía muy claro era de qué necesitaba descansar.
Antes de llegar a Dennisport, a poco más de una milla norteamericana de la dirección que había metido en el monedero detrás de la foto de Kristiane, estaba completamente decidida a dar media vuelta. Había realizado ese viaje en balde. Alvhild Sofienberg lo comprendería. Inger Johanne no podía hacer más. Llevaría adelante su investigación sin Aksel Seier. Su caso no le resultaba imprescindible. Había otros casos de los que ocuparse, casos cuyos protagonistas se encontraban a un viaje en Metro de la oficina, o a un vuelo corto a Tromsø.
La caja de cambios hizo un ruido que no le gustó un pelo.
Ella siguió conduciendo.
Quizá podía conformarse con echarle un vistazo a la casa. No tenía por qué entablar contacto. Ya que había venido desde tan lejos, estaría bien que al menos se llevara una impresión de cómo le había ido a Aksel Seier en la vida. Una casa con jardín y quizás un coche aparcado ante la puerta contarían una historia que valdría la pena escuchar tras un viaje tan largo.
Aksel Seier vivía en el número 1 de Ocean Avenue.
Fue fácil encontrar la casa. Era pequeña; como todas las que la rodeaban tenía paredes de madera de cedro agrisadas por los años, resistentes contra las inclemencias del tiempo y típicas de aquella zona rural. Las contraventanas eran azules. En el tejado, el viento hacía girar con desgana el gallo de la veleta. Un hombre robusto que llevaba una escalera de mano caminaba a lo largo de la pared que daba al este. Todavía no era la hora de comer, pero Inger Johanne advirtió que tenía hambre.
Aksel Seier necesitaba una escalera nueva. Iba a subirse al tejado, y a la vieja escalera le faltaban tres peldaños. Los que le quedaban crujían amenazadoramente. Pero tenía que subir. El gallo de la veleta se había vuelto perezoso. Aksel se despertaba por la noche cuando el viento del sudeste lo hacía chirriar de un modo muy desagradable.
– Hi, Aksel! Pretty thing you've got there! [1]
Un hombre más joven, con una camisa de franela a cuadros, se reía, apoyado en la valla. Aksel saludó al vecino con un gesto de la cabeza, sosteniendo el cerdo ante sí. Ladeó la cabeza y se encogió levemente de hombros.
– Es original, supongo. Me gusta -respondió también en inglés.
El cerdo de cobre estaba oxidado. Era un marrano estilizado que estaba sentado a la manera de un perro sobre cuatro flechas que señalaban en todas las direcciones del cielo. Aksel Seier había conseguido el cerdo-veleta a cambio de unas boyas de muchos colores. Se les colaba el agua por todas partes y no servían para nada, pero seguían teniendo cierto valor en el mercado de los souvenirs.
– Ayúdame con la escalera, ¿quieres?
Matt Delaware, aunque mucho más joven que Aksel Seier, era un hombre un tanto grueso, y su vecino esperaba que no se ofreciera a subir para cambiar el gallo por el cerdo. Finalmente consiguieron colocar la escalera en su sitio.
– Me encantaría ayudarte, ¿sabes?, pero… -Matt le echó una ojeada a la escalera, le dio un golpecito a uno de los peldaños y se bajó la gorra hasta la nuca.
Con un gruñido, Aksel puso el pie con cuidado sobre el primer peldaño. Aguantó. Lentamente prosiguió su ascenso. El gallo estaba tan oxidado que se rompió cuando Aksel intentó desatornillarlo. El soporte que lo sujetaba al tejado, sin embargo, estaba en perfecto estado. El cerdo se dejaba domar fácilmente por el viento, y a Aksel no le llevó más que un momento ajustar las direcciones de las flechas.
– Awesome -se reía Matt al mirar el cerdo-. Just awesome, you know! [2]
Aksel murmuró un «gracias». Matt colocó la escalera en su sitio. Aksel siguió oyendo su risilla durante un buen rato después de que su vecino desapareciera tras la esquina de la casa de los O'Connor, que permanecía cerrada desde el final de verano anterior.
Alguien había aparcado en Ocean Avenue. Aksel le echó un vistazo sin mucho interés al Ford. Dentro había una mujer solitaria. Estaba prohibido dejar allí los coches. Que usara el aparcamiento de Atlantic Avenue como todo el mundo. La mujer no era de por aquí, resultaba obvio, aunque él no sabía exactamente por qué. La temporada de verano era un infierno. La gente de ciudad pululaba por todas partes, con los bolsillos repletos de dinero. Se pensaban que todo estaba en venta.
– Sólo tenemos que ponernos de acuerdo sobre el precio -había dicho en primavera el señor de la inmobiliaria-. Name your price, Aksel [3].
Él no quería vender. Un ricachón de Boston había estado dispuesto a pagar un millón de dólares por la casita de la playa. ¡Un millón! La idea hizo que Aksel estornudara. La casa era pequeña y él apenas se podía permitir los arreglos más imprescindibles. Él mismo se encargaba de la mayor parte de ellos, pero los materiales costaban dinero, al igual que la mano de obra de los fontaneros y los electricistas. Ese invierno había tenido que instalar tuberías nuevas, porque las viejas habían reventado. La presión del grifo de la cocina se había reducido a un triste goteo, y la compañía del agua había empezado a quejarse y lo había amenazado con llevarle a juicio si no hacía algo al respecto inmediatamente. Cuando todo estuvo arreglado y las facturas pagadas, quedaban sesenta y cinco dólares en la cuenta corriente de Aksel Seier.
¡Un millón!
Aquel ricachón habría derribado la casa, sólo le importaba la ubicación: primera línea de playa. De playa privada, además. Con derecho a poner grandes carteles de No trespassing y Police take notice [4]. Aksel Seier había echado de su casa al señor de la inmobiliaria indicándole que se ahorrara futuras visitas. Era cierto que de vez en cuando necesitaba algunos cientos de dólares, pero sólo estaba dispuesto a ganarlos con su esfuerzo. No tenía la menor idea de qué haría con un millón.
Ya había recogido las herramientas. La señora del Taurus seguía ahí sentada, lo cual empezaba a irritarlo. Normalmente por esta época, él entraba en un estado de gran condescendencia que lo ayudaba a sobrevivir al verano. Con esta señora la cosa era distinta. Le daba la impresión de que lo observaba fijamente. Había aparcado el coche sin ninguna consideración hacia las vistas del mar, en un punto demasiado alto de la calle. Demasiado cerca del roble que se elevaba sobre la casa de los Piccolas; este verano tendrían que hacer algo, talarlo, o al menos serrarle algunas ramas, que caían pesadamente sobre el tejado y lo estaban estropeando. Pronto empezaría a filtrarse el agua.
A la señora del coche no le interesaba el mar; era de él de quien estaba pendiente. Un miedo que creía olvidado le cortó la respiración a Aksel Seier, que dio súbitamente media vuelta, entró en la casa y cerró la puerta con llave, aunque no eran más que las once de la mañana.
Aksel Seier era como Inger Johanne se lo había imaginado: de cuerpo fibroso y robusto. Desde la distancia era muy difícil distinguir si estaba bien afeitado, pero desde luego no llevaba barba. A pesar de todo, ella tenía la sensación de haberlo visto antes, desde la noche en que leyó los papeles de Alvhild Sofienberg e intentó formarse una imagen mental del Aksel Seier viejo, treinta y cinco años después de su puesta en libertad. La chaqueta azul marino que llevaba estaba muy raída. Calzaba botas de invierno, aunque la temperatura debía de superar los veinte grados. Tenía el cabello gris y un poco largo, como si su aspecto no le importara demasiado. Incluso a cien metros de distancia saltaba a la vista que tenía las manos grandes.
Había dirigido la mirada un par de veces en su dirección, y ella se había encogido en el asiento. Aunque no estaba haciendo nada ilegal, notó que enrojecía un poco cuando él la miró por segunda vez, con los ojos entreabiertos, como fijándose en su aspecto. A Inger Johanne le iba a resultar muy embarazoso hablar con él.
Cosa que no pensaba hacer. Ya había visto que estaba bien, que llevaba una vida bastante aceptable. Ciertamente, la casa era pequeña y estaba bastante destartalada, pero sin duda el terreno valía bastante. En el jardín tenía aparcada una camioneta, un truck no demasiado viejo. Un hombre más joven se había acercado y le había dado un poco de conversación. Cuando se despidió y se fue, el hombre se reía. Aksel Seier se había integrado en aquel sitio.
Inger Johanne tenía hambre. Hacía un calor insoportable en el coche, a pesar de que había estacionado el coche a la sombra de un enorme roble. Bajó la ventanilla lentamente.
– You can't park here, sweety! [5]
Un enorme jersey de angora rosa le daba a aquella mujer el aspecto de algodón de azúcar. Sonreía amablemente, e Inger Johanne asintió pidiendo disculpas. Luego puso el coche en marcha, con la esperanza de que la caja de cambios durara un día más. Vio que eran exactamente las once de la mañana del martes 23 de mayo.
Por alguna razón se le quedó grabado que eran las cinco de la tarde. Alguien había colgado un viejo reloj de estación en la pared del establo. La manecilla de las horas estaba rota, sólo un muñón apuntaba hacia una marca que probablemente indicaba las cinco. Yngvar sintió cierta inquietud en el cuerpo y comprobó la hora en su reloj de pulsera.
– Ven, Amund. Ven con el abuelo.
El chiquillo estaba entre las piernas delanteras de un caballo castaño. El animal ladeó la cabeza y relinchó suavemente. Yngvar Stubø alzó en brazos a su nieto y lo sentó sobre el lomo del caballo, que no llevaba silla de montar.
– Ahora tienes que despedirte de Sabra. Nos vamos a casa a comer, tú y yo.
– ¡Adiós, Sabra!
Amund se inclinó hacia delante de manera que las crines del caballo le acariciasen el rostro.
– ¡Adiós!
La inquietud de Stubø no remitía. Era casi dolorosa, como un escalofrío en la espalda que se le aferraba a la nuca y lo ponía rígido. Estrechó al niño contra su cuerpo y echó a andar hacia el coche. Se sentía incómodo cuando sujetó a Amund al asiento con el cinturón. Hacía tiempo, antes del accidente, había pensado que era vidente, a pesar de que nunca había creído en realidad en esas cosas. Pero antes le gustaba que la gente se percatara de esa sensibilidad que lo hacía especial. De vez en cuando le recorrían el cuerpo oleadas de frío que lo impulsaban a mirar la hora que era, a retener ese dato. Antes le había parecido útil. Ahora le daba vergüenza.
– Tienes que sobreponerte -murmuró para sí y puso el coche en marcha.