29

Sarah desapareció de pronto. Cuando Emilie se despertó, estaba sola. Le dolía mucho la cabeza y, por una vez, el cuarto estaba completamente oscuro. Emilie debía de haberse quedado ciega. Permaneció un buen rato completamente quieta mirando al techo. Abría los ojos y los volvía a cerrar, una y otra vez. No notaba ninguna diferencia. Quizá veía un poco más de luz cuando cerraba los ojos, si se fijaba bien. Aparecían puntitos danzantes ante ella. Si apretaba con fuerza los párpados, los puntos se convertían en grandes burbujas, rojas y azules y verdes. Emilie se reía y se había quedado ciega. Quería dormir más. Le dolía la cabeza y sonreía. Quería dormir. Luego se acordó de Sarah.

– Sarah -llamó en voz alta-. ¿Dónde estás?

Ella no respondió, y tampoco estaba tumbada a su lado. Bueno. En realidad en la cama no había sitio para las dos. De todos modos, Sarah no era especialmente simpática. Presumía mucho. Presumía y lloraba, todo el rato. No soportaba que viniera el señor. En cuanto aparecía, ella se ponía a chillar y se acurrucaba contra la pared. No entendía nada, no entendía que el señor era el que se preocupaba de que tuvieran suficiente aire. Cuando Emilie echó la sopa de tomate al váter para que el señor no se molestara porque a ella no le gustaba la comida, Sarah amenazó con chivarse.

– ¿Sarah? ¿Sarahsarahsarahsarah?

No, no estaba ahí.

Un torrente de luz entró por el techo e inundó de repente la habitación. Emilie jadeó y se encogió protegiéndose la cabeza con las manos. La luz se le clavaba en la cara como mil flechas. Sentía que los ojos estaban a punto de hundírsele en la cabeza y de desaparecer.

– ¿Emilie?

El señor la estaba llamando. Ella quería contestar, pero no era capaz de abrir la boca, había demasiada luz, el cuarto estaba completamente bañado en un resplandor blanco. Todo era blanco, y plateado, y amarillo, una especie de purpurina que le cortaba los ojos.

– Emilie, ¿estás dormida?

– Nsnooffsh…

– Me ha parecido que te haría bien pasar un rato con la luz apagada. Has dormido muy profundamente.

La voz no venía de cerca de la cama, sino de la puerta, de la puerta fría. El señor tenía miedo de que se le cerrara, como casi siempre. Rara vez entraba. Emilie dejó caer los brazos sobre el colchón. Respirar. Hacia dentro y hacia fuera. Abrir los ojos. La purpurina la deslumbró. Lo intentó de nuevo. Ya no estaba ciega. Cuando volvió la cara hacia la voz, advirtió que el señor se había arreglado.

– Vas muy elegante -comentó en voz baja-. La chaqueta es muy bonita.

El señor sonrió.

– ¿Tú crees? Me voy de viaje, así que te vas a quedar sola un rato.

– El pantalón también está bien.

– No pasa nada por que te quedes sola. Aquí en el rincón te dejó una buena cantidad de agua, pan, mermelada y copos de maíz.

Depositó dos bolsas en el suelo.

– Tendrás que apañártelas sin leche. Se te iba a poner agria.

– Mmm.

– Si te portas bien y no te metes en líos mientras yo esté fuera, te dejaré subir una noche a ver la tele conmigo. Incluso te daré chucherías. El sábado, quizá. Pero sólo quizá. Depende de cómo te portes. ¿Quieres que te deje la luz encendida o apagada?

– Encendida -pidió ella inmediatamente-. Por favor.

A él se le escapó una risa rara, sonaba como la de un niño pequeño que no sabía bien de qué se reía. Era como si se obligara a reír a carcajadas sin que hubiera algo que le hiciera gracia.

– Ya me imaginaba -dijo secamente y se marchó.

Emilie intentó incorporarse. Esperaba que el señor no apagase la máquina del aire ahora que se iba de viaje. Sintiéndose muy débil, se echó a un lado de la cama.

– No apagues la máquina del aire -lloraba-. Por favor. ¡No apagues la máquina del aire!

Si hubiera sabido cuál de los clavos era la cámara, le habría rogado con las manos, pero como no lo sabía se limitó a acercar la boca a una pequeña mancha que había en la pared, justo sobre la cama.

– Por favor -gemía, deseando con todas sus fuerzas que la mancha fuera un micrófono-. Por favor, dame aire. ¡Voy a ser la niña más buena del mundo, pero no apagues el aire!

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