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– Nunca he conseguido sacarme este caso de la cabeza. La mala conciencia, quizá. Por otro lado, yo acababa de licenciarme en Derecho, y en aquellos tiempos se suponía que las madres con niños pequeños debían quedarse en casa. No estaba en mi mano hacer gran cosa.

En el fondo de aquella sonrisa había una súplica de que la dejaran sola. La conversación había durado más de dos horas, la mujer de la cama tenía problemas para respirar, y era evidente que la fuerte luz del sol le resultaba molesta. Agarraba la funda del edredón con fuerza.

– Sólo tengo setenta -jadeó-, pero me siento como una vieja. Tienes que perdonarme.

Inger Johanne se levantó y corrió las cortinas. Vaciló, pero no se dio la vuelta.

– ¿Mejor? -preguntó finalmente.

La mujer cerró los ojos.

– Lo puse todo por escrito -dijo-. Hace tres años, cuando me jubilé y creía que iba a disponer… -elevó una mano débil- de mucho tiempo.

Inger Johanne Vik fijó la vista en la carpeta que descansaba sobre la mesilla, junto a una pila de libros, y la mujer asintió débilmente con la cabeza.

– Llévatela. A mí ya no me servirá de mucho. Ni siquiera sé si el hombre sigue vivo. Si lo está, tendrá… sesenta y cinco. O algo así. -Cerró los ojos y dejó caer la cabeza lentamente hacia un lado. Se le entreabrió la boca y, cuando Inger Johanne Vik se inclinó para tomar la carpeta roja, sintió el aliento de sus pulmones enfermos. Metió los papeles en el bolso sin hacer ruido y se dirigió sigilosamente hacia la puerta.

– Una cosa más, para terminar.

Dio un respingo y se volvió hacia la mujer.

– La gente me ha preguntado cómo puedo estar tan segura. Algunos piensan que todo esto no es más que la obsesión de una vieja inútil. Y es cierto que no hice nada en todos aquellos años en que… Cuando lo hayas leído todo, te agradecería que me hicieras saber… -Tosió levemente. Se le cerraron los ojos. Se hizo el silencio.

– ¿Saber qué? -susurró Johanne Vik, sin saber si la mujer se había dormido o no.

– Sé que era inocente. Me alegraría que llegaras a la misma conclusión.

– Pero no es eso lo que voy a…

La anciana le asestó una palmada al colchón.

– Ya sé lo que vas a hacer. A ti no te interesa eso de la culpabilidad o la inocencia, pero a mí sí. En este caso me interesa, y quizás a ti también acabe por interesarte, cuando lo hayas leído todo. ¿Me prometes que volverás?

Inger Johanne Vik esbozó una sonrisa, o más bien una mueca vaga que no la comprometía a nada.

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