Un hombre se aproximaba al chalé adosado. El precinto rojo y blanco que había colocado la policía seguía ahí, aunque se había soltado en algunos sitios. El viento nocturno hacía restallar la tira de plástico seco mientras el hombre saltaba lentamente la valla y se escondía entre los arbustos. Sus movimientos revelaban que tenía una idea muy clara de lo que quería hacer pero no estaba seguro de si se atrevería. Si alguien lo hubiera visto, se habría fijado en primer lugar en su atuendo. Debajo de la chaqueta de plumas llevaba un grueso jersey de lana de cuello vuelto. Iba tocado con un gran gorro con orejeras y una visera que le caía sobre los ojos. Llevaba unas botas más apropiadas para un soldado en campaña de invierno: enormes, negras, con cordones que se ataban unos centímetros por encima del tobillo. Por el borde asomaba un par de bastos calcetines.
Era la noche del 20 de mayo, y una corriente de aire procedente del suroeste había elevado la temperatura a catorce grados centígrados. Era la una menos veinte. El hombre se quedó parado, oculto tras un arbusto de grosellas y un par de abedules de tamaño medio. Luego se quitó uno de los guantes y deslizó la mano derecha lentamente por el interior del gran pantalón de camuflaje. Intentaba mantener la mirada fija en la ventana del primer piso, que tenía las cortinas corridas. No deberían estar corridas. Quería ver el oso verde. No le dio tiempo a impacientarse: se dobló por la cintura con un gemido. Sacó la mano del pantalón y se quedó completamente quieto durante dos minutos. Le pitaban los oídos y tuvo que cerrar los ojos a pesar de que estaba asustado. A continuación se puso el guante, saltó por encima de la valla y se alejó por la callejuela sin mirar atrás.