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– Tenemos las listas con los nombres de todas las personas que llegaron o salieron de Tromsø en avión el día del asesinato de Glenn Hugo. La policía de Tromsø está haciendo el considerable esfuerzo de reunir los vídeos de todas las gasolineras que hay en trescientos kilómetros a la redonda. Las compañías de autobuses están intentando confeccionar listas de sus pasajeros, cosa que es bastante más difícil. El transbordador de la costa está haciendo lo propio, al igual que el resto de las compañías de transporte marítimo.

Sigmund Berli se rascó la nuca y se tiró del cuello de la camisa.

– Y tampoco es que haya muchas otras maneras de entrar y salir del París nórdico. Por ahora no hemos pedido ayuda a los hoteles. Es dudoso que el tipo se haya alojado en un hotel, la verdad… Después de quitarle la vida a un bebé, quiero decir.

– Debemos de estar hablando de… cientos de nombres.

– Cientos de miles, me temo. Los chicos están trabajando como locos para conseguir meterlo todo en el ordenador a toda prisa. Cotejan los nombres con… -Berli contempló el tablero de Yngvar Stubø al que había fijado las fotos de Emilie, Kim, Sarah y Glenn Hugo, con grandes chinchetas azules. Sólo Kim sonreía tímidamente, los demás niños miraban la cámara con seriedad-. Los cotejan con las listas que han elaborado los padres con los nombres de toda la gente con la que han tratado o que han conocido, con la gente con la que han tenido algún contacto. Joder…, estas listas se están volviendo absurdas, Yngvar. -Se le quebró la voz y carraspeó-. Ya sé que es necesario, pero resulta tan…

– Frustrante. Toda esa cantidad de nombres y ninguna conexión entre ellos. -Yngvar bostezó largamente y se soltó el cuello de la camisa-. ¿Qué pasa con el hombre al que vieron en…? -Cerró los ojos para concentrarse-. La calle Soltun -recordó-. El hombre vestido de azul o gris.

– No se ha presentado nadie -dijo Sigmund Berli, en un tono un poco más animado-. Cosa que hace que el testimonio sea cada vez más interesante. Por lo visto, el testigo tenía razón: la mujer de rojo era una vecina, ella misma dice que debió de pasar por allí, procedente de la cuesta de Langnes, sobre las tres menos diez. El chico en bicicleta también ha sido identificado, se ha presentado esta mañana con su padre y es evidente que no tiene nada que ocultar. Ninguno de los dos ha visto ni oído nada misterioso. En cuanto al hombre que tenía prisa y quería… ¿disimularlo? Ése no se ha presentado. Por lo tanto puede tratarse de…

– Nuestro hombre. -Yngvar Stubø se levantó-. Tenía entre veinticinco y treinta y cinco años. Tenía pelo. ¿Qué más?

El inspector se había puesto de pie con la cara vuelta hacia las fotografías de los niños. Sus ojos recorrían la serie de fotos una y otra vez.

– No mucho más, me temo. Este testigo, no me acuerdo ahora de cómo se llama, por lo visto es especialmente renuente a decir nada que pueda conducir a error. Describe su modo de andar y su silueta, pero se niega a ayudar a realizar un retrato robot de la cara.

– Bastante sensato, en realidad, si piensa que no lo vio bien. ¿Por qué cree entonces que el hombre tenía alrededor de treinta años?

– Por la figura, el pelo, la manera de andar. Ágil, pero no joven del todo. Por la ropa. Por todo. Además, decir que tenía entre veinticinco y treinta y cinco tampoco es precisar demasiado.

Yngvar Stubø basculaba sobre sus tacones.

– Pero si… -De pronto giró hacia su colega-. Si no se presenta pronto alguien que encaje con la descripción y con una buena explicación para justificar su presencia allí ese domingo por la tarde, entonces podemos considerar que hemos avanzado un paso.

– Un paso -repitió Berli y asintió con la cabeza-. Pero tampoco mucho más. Todo el tiempo hemos supuesto que se trataba de un hombre. En realidad podría tener entre veinte y cuarenta y cinco años. En Noruega hay unos cuantos hombres que se encuentran en esa franja de edad. Incluso hay muchos con pelo. Aunque podría tratarse perfectamente de una peluca.

Sonó el teléfono. Por un momento dio la impresión de que Yngvar Stubø no quería contestar. Se quedó mirando fijamente el aparato antes de descolgar el auricular.

– Stubø -dijo parcamente.

Sigmund Berli se reclinó en la silla. Yngvar, al teléfono, decía poco y escuchaba mucho. Apenas tenía expresión en la cara, sólo la ceja izquierda, ligeramente enarcada, indicaba cierta sorpresa ante lo que estaba oyendo. Sigmund Berli deslizó los dedos sobre una caja de puros que había sobre la mesa. La madera estaba muy lisa y resultaba agradable acariciarla con las yemas de los dedos. De pronto lo asaltó la desagradable sensación de tener el estómago vacío. Le gruñían las tripas, aunque en realidad no tenía ganas de comer. Yngvar finalizó la conversación.

– ¿Alguna novedad?

Yngvar, en vez de responder, hizo girar a medias la silla sobre su eje, de modo que él quedó de cara a los retratos de los niños en la pared.

– Los padres de Kim viven juntos. Están casados. Al igual que los de Glenn Hugo. La madre de Sarah está sola, pero la chiquilla pasaba un fin de semana al mes con su padre. La madre de Emilie está muerta. La niña vivía con su padre.

– Vive -lo corrigió Berli-. Es posible que Emilie todavía esté viva. En otras palabras, estos niños representan a la media de la población infantil noruega. La mitad de ellos tiene padres que viven juntos, la otra mitad vive con uno de ellos.

– Sólo que el papá de Emilie en realidad no es el papá de Emilie.

– ¿Qué?

El zumbido del aparato de aire acondicionado cesó bruscamente.

– Era Hermansen, de Asker y Bærum -dijo Yngvar señalando el teléfono-. Un médico se ha puesto en contacto con ellos. No sabía si ese dato tenía alguna importancia para la investigación. Después de lo que ha pasado este fin de semana, finalmente se había decidido, de acuerdo con sus superiores, a romper el secreto profesional y a contarnos que el padre de Emilie no es su padre biológico.

– ¿Tønnes Selbu nos había informado sobre eso?

– Él no lo sabe.

– ¿No sabe que…? ¿No sabe que no es el padre de su hija?

Los dos fijaron la vista en la imagen de Emilie, una foto de estudio, más grande que las demás. En la fina barbilla de la niña se insinuaba un hoyuelo. Ella tenía los ojos grandes y serios, la boca pequeña, de labios carnosos, y sobre la cabeza llevaba una corona de flores. Una de las flores se había soltado y le caía sobre la frente.

– Tønnes Selbu y Grete Harborg estaban casados cuando Grete se quedó embarazada. Se dio por sentado automáticamente que Tønnes era el padre. Nadie había puesto en duda que realmente lo fuera. Aparte de la madre, claro está; ella debe de haber… En cualquier caso, hace dos años, Grete y Tønnes decidieron hacerse donantes de médula. La decisión tuvo algo que ver con un primo que se había puesto enfermo, de modo que toda la familia… Para gran sorpresa del médico, las pruebas mostraban que Tønnes no podía ser el padre de la niña. Lo descubrieron por pura casualidad. El médico le había realizado unas pruebas a Emilie, en otra ocasión, por otros motivos, y…

– Pero ¿no se lo dijeron al hombre?

– ¿De qué hubiera servido eso?

Yngvar, que se había acercado mucho a la foto de Emilie, la estudiaba con atención. Pasó el dedo índice por la corona de flores amarillas primaverales.

– Tønnes Selbu es tan buen padre como cualquiera. Mejor que la mayoría, de hecho, por lo que dicen los informes. Entiendo perfectamente a los médicos. ¿Por qué iban a endilgarle al hombre una información que él no había pedido, que no necesitaba para nada?

Sigmund Berli miraba la foto de la niña de nueve años con incredulidad.

– ¡Yo hubiera querido saberlo! Joder, si Sture y Snorre no fueran míos, entonces…

– ¿Entonces qué? ¿Entonces no los querrías?

Berli cerró la boca de golpe, con un chasquido. El gesto hizo reír a Yngvar secamente.

– Olvídalo, Sigmund. Lo importante es averiguar si esta información tiene alguna importancia para nosotros. Para la investigación.

– ¿Y qué importancia podría tener? -soltó Berli irreflexivamente.

Snorre era moreno como el propio Sigmund Berli. De constitución cuadrada, idéntica a la de su padre, según decía la gente. Aunque Berli no era un gran fisonomista, veía grandes parecidos entre las fotos de él cuando tenía cinco años y de su hijo tal y como era entonces.

– Evidentemente no lo sé. ¡Concéntrate!

Yngvar hizo chascar los dedos delante de su cara.

– Lo primero que deberíamos averiguar es si alguno de los otros niños se encuentra en la misma situación.

– ¿Te refieres a si los demás niños realmente son hijos de sus padres? Así que tu plan es que lo comprobemos antes del entierro, ¿no? Que los llamemos y les digamos: «Disculpe, estimado caballero, pero tenemos la sospecha de que no es usted el padre del niño que acaba de perder. ¿Nos permite hacerle unos análisis de sangre?». ¿Qué? ¿Eso es lo que pretendes?

– ¿Qué te pasa?

La voz de Yngvar sonaba baja y tranquila. Sigmund Berli lo admiraba precisamente por eso, por la capacidad que tenía su colega, mayor que él, de dominarse, de pensar siempre con claridad, de hablar con precisión. Ahora Berli estaba furioso.

– ¡Joder, Yngvar! ¿Te has propuesto hincar el último clavo en el ataúd de estos hombres, o qué?

– No, he pensado que podíamos averiguarlo con discreción. Con mucha discreción. No tengo ningún deseo de que Tønnes Selbu se entere de lo que hemos estado hablando aquí. Por lo que respecta al resto de los padres, va a ser tarea tuya inventarte alguna excusa para que no les parezca extraño que les tomemos muestras de sangre. Cuanto antes.

Sigmund Berli inspiró profundamente, después juntó las puntas de los dedos y empezó a describir círculos con los pulgares.

– ¿Alguna propuesta? -preguntó escuetamente.

– No, tendrás que ingeniártelas tú solo.

– Muy bien.

– No estoy seguro -comenzó Yngvar, en un tono levemente conciliador, como el que emplea un padre al tenderle la mano a un hijo insensato-. Me explico: hay dos cosas que tenemos que aclarar lo antes posible. Lo primero es si los niños son hijos de sus padres. Lo segundo es…

Sigmund Berli se levantó.

– No he acabado -le advirtió Yngvar.

– Pues acaba, anda, que tengo mucho que hacer.

– Debemos averiguar la causa de la muerte de Kim y Sarah.

– Los médicos no la han encontrado.

– Pues que busquen mejor, que hagan nuevos análisis, qué sé yo. Es esencial que sepamos de qué murieron esos niños y si tienen algún padre desconocido por ahí fuera.

– ¿Un padre desconocido?

Sigmund Berli estaba ya más calmado, había relajado los puños y su respiración se había normalizado.

– ¿Insinúas que estos niños pueden ser… hermanastros?

– No insinúo nada -replicó Yngvar Stubø-. Tendrás que discurrir un pretexto para que les hagamos esas pruebas. Buena suerte.

Sigmund Berli murmuró algo ininteligible. Yngvar Stubø tuvo la sensatez de no preguntarle qué había dicho. Sigmund a veces soltaba cosas de las que se arrepentía después. Además, Yngvar sabía muy bien qué estaba pensando su colega. Su hijo mayor era un chico rubio y flaco. Igualito que su madre, solía comentar él, con un orgullo mal disimulado.

En cuanto Sigmund cerró la puerta tras él, Yngvar Stubø marcó el número de la oficina de Inger Johanne. Nadie contestó. El inspector dejó que sonara durante un buen rato, en vano. Después probó a telefonearla a casa. Tampoco estaba allí, y a él le sorprendió la irritación que le producía el no saber dónde estaba.

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