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El hombre del que trataban los papeles de Alvhild Sofienberg se llamaba Aksel Seier y había nacido en 1935. A los quince años había empezado a trabajar de aprendiz de carpintero. Constaban muy pocos datos acerca de la infancia de Aksel: que se mudó de Trondheim a Oslo a los diez años, cuando su padre, al finalizar la guerra, consiguió trabajo en el taller mecánico de Aker. Antes de cumplir la mayoría de edad, el chico ya estaba fichado por tres delitos, aunque ninguno de gran importancia.

– Al menos según los criterios actuales -murmuró Inger Johanne Vik para sí mientras pasaba las hojas crujientes y amarilleadas por el tiempo. En los sumarios de los juicios se mencionaban dos atracos de quioscos y una huida en un coche robado, que fracasó cuando el destartalado Ford se quedó sin gasolina y lo dejó tirado en la calle Moss. Cuando Aksel Seier contaba veintiún años fue detenido por violación y asesinato.

La niña se llamaba Hedvik y no tenía más que ocho años cuando murió. La encontró un empleado de aduanas metida en un saco de arpillera junto al almacén del puerto de Oslo. Estaba desnuda y mutilada. Es cierto que no había pruebas materiales: no se hallaron rastros de sangre ni huellas dactilares ni pisadas ni marcas de otro tipo que vinculasen al autor con la víctima. Pero dos testigos sólidos que aquella madrugada habían salido a realizar una gestión legal lo habían visto cerca del lugar de los hechos.

Al principio el joven lo negó todo en redondo. Con el tiempo, acabó por admitir que había estado en la zona comprendida entre Pipervika y Vippetangen la noche que mataron a Hedvik, pero aseguraba que lo único que había hecho era vender un poco de alcohol ilegal. Se negó a revelar el nombre del cliente.

Pocas horas después de la detención, la policía desenterró una vieja denuncia por exhibicionismo. Aksel tenía dieciocho años en ese entonces y, según él, sencillamente estaba borracho y se había puesto a orinar en la playa de Ingier una noche de verano. Pasaron tres chicas, y él sólo quiso tomarles un poco el pelo, declaró. Chorradas y tonterías de borracho. Él no era así. No se había exhibido, sólo les había tomado el pelo a tres niñatas histéricas.

La denuncia fue archivada, pero años después resurgió del olvido como un colérico dedo acusador, un estigma del que él creía haberse librado ya.

Cuando el nombre de Aksel apareció en los periódicos, en grandes titulares que llevaron a su madre a quitarse la vida el día de Nochebuena de 1956, la policía recibió tres nuevas denuncias. Una fue desestimada cuando la fiscalía descubrió que la mujer de mediana edad acostumbraba a denunciar una violación cada medio año. Las otras dos fueron tomadas más en serio.

Margrete Solli, de diecinueve años, había salido con Aksel durante tres meses. Era una mujer de principios firmes, cosa que casaba mal con Aksel, según comentó ruborizada y con la vista baja. En varias ocasiones él había conseguido por la fuerza lo que ella pretendía reservar para el matrimonio.

La versión de Aksel era distinta. Recordaba noches maravillosas junto al lago de Sogn, las protestas risueñas de ella y las palmadas que le propinaba en las manos cuando él las colaba por debajo de su ropa. Recordaba los ardientes besos de despedida y sus tibias promesas de matrimonio para cuando le concedieran el diploma de oficial. Le habló a la policía y al tribunal de una chica a la que, en cambio, sí hubo que convencer, pero con el método habitual. Al fin y al cabo, así eran las mujeres antes de que las llevaran al altar, ¿no?

La tercera denuncia procedía de una mujer a la que Aksel Seier decía no haber visto nunca. La violación presuntamente se había perpetrado hacía muchos años, cuando la chica tenía sólo catorce. Aksel protestó con vehemencia. No conocía a aquella mujer. Se mantuvo en sus trece, durante las nueve semanas de prisión preventiva y durante el largo y destructivo juicio. Nunca la había visto, ni había oído hablar de ella.

Pero mentía sobre tantas cosas…

Cuando el fiscal presentó acusación, Aksel finalmente facilitó el nombre del cliente que podía proporcionarle una coartada. El hombre se llamaba Arne Frigaard y había comprado veinte botellas de buen aguardiente casero por veinticinco coronas. Cuando la policía fue a comprobarlo a su casa de Frogner, se encontró con un sorprendido coronel Frigaard que puso los ojos como platos ante aquellas burdas calumnias. Mostró a los dos inspectores su armario de bebidas: todo productos de primera calidad. Lo cierto es que su mujer permaneció callada durante casi todo el rato, pero asintió con la cabeza cuando su vociferante marido aseveró que la noche de los hechos se había quedado en casa y se había acostado pronto porque tenía migraña.

Inger Johanne se pasó el dedo por el caballete de la nariz y tomó un sorbo de su té frío.

Nada parecía indicar que alguien se hubiera molestado en investigar la historia del coronel. A pesar de todo, Inger Johanne detectaba cierta ironía, o quizá más bien una distancia sarcástica, en la seca reproducción por parte del juez de la declaración del inspector de policía. El propio coronel nunca compareció ante el tribunal. Un médico certificó la migraña que padecía, ahorrándole así a un antiguo paciente el fastidio de enfrentarse a las acusaciones de haber comprado aguardiente barato.

Unos ruidos provenientes del dormitorio la sobresaltaron. Incluso tras los últimos cinco años en que el estado de la niña había mejorado mucho -solía dormir de un tirón, profunda y tranquilamente toda la noche; sólo debía de estar un poco constipada-, un escalofrío seguía recorriéndole la columna vertebral ante el menor atisbo de flemas o de tos. Todo quedó en silencio de nuevo.

Había un testigo especialmente interesante. Evander Jakobsen, de diecisiete años; cumplía condena en la cárcel. Pero estaba libre cuando se cometió el asesinato de la pequeña Hedvik y afirmaba que Aksel Seier le había pagado para llevar un saco desde la ciudad vieja hasta el puerto. En su primera declaración había asegurado que aquella noche Seier había recorrido con él las calles, pero no quería llevar él mismo el saco «para no llamar la atención». Más tarde cambió su testimonio: no había sido Seier quien le había pedido que cargase con el saco, sino otro hombre cuyo nombre no constaba. Según esta nueva versión de lo ocurrido, Seier lo había recibido en el puerto y se había hecho cargo del saco sin decir gran cosa. Se suponía que el saco contenía cabezas y manos de cerdo. Evander Jakobsen no lo había comprobado. Pero apestar, apestaba, de eso no cabía la menor duda, y el peso era aproximadamente el mismo que el de una niña de ocho años.

Esta historia tan poco creíble había hecho dudar al periodista de la sección de sucesos del periódico Dagbladet, quien calificó la declaración de Evander Jakobsen de «brutalmente inverosímil» y encontró apoyo en el Morgenbladet, cuyo reportero se mofaba sin tapujos de las declaraciones contradictorias que el joven pájaro enjaulado hacía desde la tribuna de los testigos.

Las reservas de los periodistas no sirvieron de gran cosa.

Aksel Seier fue juzgado por violar a la pequeña Hedvik Gåsøy, de ocho años. A continuación fue procesado por matarla con el fin de ocultar el primer crimen.

Lo condenaron a cadena perpetua.

Inger Johanne Vik amontonó con cuidado los papeles. En la pequeña pila sólo estaban la transcripción de la sentencia y unos cuantos recortes de periódico. No había documentos de la policía ni interrogatorios ni informes de expertos, a pesar de que quedaba claro que se habían redactado.

Los periódicos dejaron de escribir sobre el caso cuando se dictó la sentencia.

Para Inger Johanne Vik, la condena de Aksel Seier era más que un caso entre muchos otros; lo que lo hacía especial era el modo en que acababa la historia, un final que le quitaba a uno el sueño. Aunque eran ya las doce y media, ella no estaba en absoluto cansada.

Lo leyó todo de nuevo. Bajo el texto de la sentencia, enganchado con un clip a los recortes de periódico, estaba el inquietante relato de la anciana.

Finalmente Inger Johanne se levantó. Fuera había empezado a clarear. Tendría que levantarse dentro de unas pocas horas. La niña gruñó sin despertarse cuando ella intentó apartarla hacia un lado de la cama. Habría que dejar que siguiera durmiendo. De todos modos, a ella le resultaría imposible conciliar el sueño.

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