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Emilie no era capaz de entender por qué él permitía que Kim se marchase. Era injusto. Ya que ella había llegado antes, tendría que haberla dejado irse antes. Además, a Kim le había dado Coca-Cola, mientras que ella había tenido que conformarse con leche templada y agua con sabor a metal. Todo sabía a metal. La comida. Su boca. Hizo chasquear la lengua. Sabía a monedas que llevaban mucho tiempo en un bolsillo. Mucho, mucho tiempo. Mucho tiempo llevaba aquí. Demasiado tiempo. Papá ya no la estaba buscando. Papá debía de haberse rendido. Mamá no estaba en el cielo, sino en una urna, convertida en polvo y en nada y ya no existía. Había tanta luz…

Emilie se frotó los ojos e intentó olvidarse del fuerte resplandor proveniente de la lámpara del techo. Podía dormir. Dormía casi todo el rato. Era mejor así, soñaba. Además, casi había dejado de comer. Se le había cerrado el estómago y ya no le cabía ni la sopa de tomate. El hombre se enfadaba cuando venía a buscar los cuencos y los encontraba intactos. No se ponía como una fiera, pero se irritaba bastante.

Había dejado que Kim se fuera a casa.

Era injusto, y Emilie no conseguía entenderlo.

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