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Aunque Aksel Seier nunca era realmente feliz, algunas veces se sentía satisfecho con la existencia que llevaba. En días como éste lo asaltaba cierta sensación de pertenencia, de que había echado raíces en Harwichport, en su casa gris de madera de cedro junto a la playa. La lluvia oscurecía el asfalto irregular de Ocean Avenue, y la camioneta bajaba lentamente, y dando tumbos, hacia la casa a la que de todos modos no estaba seguro de querer llamar hogar. El mar y el cielo gris se fundían en uno. El verde intenso de las copas de los robles que se curvaban y se juntaban en lo alto, convirtiendo parte del camino en un túnel botánico, había palidecido. A Aksel le gustaba este tiempo. Hacía calor, y el aire que le acariciaba la cara a través de las ventanillas abiertas se le antojaba puro, nuevo. Aparcó la camioneta ante la puerta, pero permaneció un rato sentado, reclinado en el sillón. Por fin sacó las llaves del contacto y salió de la furgoneta.

La banderita metálica del buzón estaba levantada. A la señora Davis no le gustaba el buzón de Aksel. El suyo se lo había pintado Björn, un supuesto sueco que vendía caballitos de madera Dala falsos a los turistas de Main Street. Björn no hablaba sueco, y además tenía el pelo negro y los ojos castaños. Pero cuando pintaba sólo utilizaba pintura amarilla y azul, tal como le gustaba a la señora Davis. Por tanto, su buzón quedó adornado con flores amarillas de azules tallos danzantes. El buzón de Aksel era completamente negro. La banderita había sido roja alguna vez, pero de eso hacía ya mucho tiempo.

– ¡Has vuelto! -lo saludó ella en inglés.

A veces Aksel se preguntaba si la señora Davis tendría un radar en la cocina. Si bien es cierto que ella había enviudado hacía muchos años, que no trabajaba -vivía del modesto seguro de vida de su marido, que había desaparecido en el mar en 1975-, y que, por tanto, podía dedicar todo su tiempo a controlarlo todo, a vigilar a todo el mundo, en aquella pequeña ciudad, su eficiencia no dejaba de impresionar a Aksel. Él no recordaba haber vuelto una sola vez a casa sin que la mujer vestida de rosa lo recibiera cordialmente.

Sacó una botella de una bolsa marrón.

– ¡Ay, cielo! ¿Licor? ¿Para mí, cariño?

– Sirope -respondió él-. De Maine. Gracias por cuidarme al gato. ¿Cuánto le debo?

La señora Davis no quería dinero, de ninguna manera. Si él había estado muy poco tiempo fuera. ¿No hacía sólo cuatro días que se había marchado? ¿Cinco? Nada, nada, había sido un placer, un gato tan bonito y tan bien educado… Sirope de Maine. ¡Muchas gracias! Un estado tan hermoso, Maine. Saludable y todavía virgen. Ella también debería darse una vuelta por ahí pronto, seguramente habían pasado veinte años desde la última vez que visitó a su cuñada que vivía en Bangor, que era directora de un colegio, una señora estupenda, aunque había que decir que empinaba un poco el codo. Pero allá ella, desde luego no era asunto de la señora Davis. Por cierto, ¿no era a Nueva Jersey adónde iba?

Aksel se encogió de hombros en un gesto que podía significar cualquier cosa. Sacó la maleta de la furgoneta y se dirigió hacia la puerta de entrada.

– ¡Te ha llegado correo, Aksel! ¡No te olvides de echar un vistazo al buzón! Y la chica que te visitó la semana pasada volvió a venir. Te dejó su tarjeta, también en el buzón, creo. ¡Qué chica tan maja! Monísima.

La señora Davis alzó la vista al cielo y entró en su casa. Las gotas de lluvia se habían posado como perlas sobre su jersey de angora y estaban alisándole el cabello por completo.

Aksel dejó la maleta en el umbral. No le gustaba que le llegara correo, siempre eran facturas. Aparte de eso sólo había una persona que le escribiera, y su correspondencia llegaba cada medio año, en Navidad y en julio, con una regularidad matemática, desde hacía tiempo. Se volvió hacia la casa de la señora Davis, que se había detenido bajo el alero del tejado y le señalaba el buzón con entusiasmo. Se dio por vencido y se acercó al buzón negro en pocas zancadas. Abrió la tapa. El sobre era blanco. No contenía una factura. Se metió la carta bajo el jersey, como si se tratase de algo ilegal. Una tarjeta de visita cayó al suelo. La recogió, le echó una ojeada y se la guardó en el bolsillo de atrás.

La casa olía a cerrado. Aquel olor dulzón, mezclado con el polvo, lo hizo estornudar. La nevera estaba sospechosamente silenciosa. Aksel abrió lentamente la puerta sin que se encendiera la luz sobre las seis solitarias latas de cerveza que estaban en el último estante. Debajo había un plato con estofado, cubierto de una película verde y de aspecto desagradable. No hacía ni dos meses desde que Frank Malloy le había arreglado la nevera a cambio de un cojín bordado para su mujer. Según él, ya casi no quedaba nada que reparar, Aksel iba a tener que comprarse pronto una nevera nueva. Aksel sacó una cerveza. Estaba tibia.

La carta era de Eva. Él no esperaba carta de ella ahora, que sólo le escribía a mediados de julio y algunos días antes de Navidad. Así tenía que ser. Así había sido siempre. Aksel se sentó en la silla bajo la lámpara en forma de tiburón. Abrió el sobre con un abrecartas de estaño con relieves vikingos. Extrajo el papel escrito con aquella letra que conocía tan bien, poco clara y difícil de descifrar. Los renglones caían en picado hacia la derecha. Desdobló la carta, la dejó sobre el muslo, luego se la acercó a los ojos.

Para cuando apuró las últimas gotas de cerveza, había conseguido leerla entera. Para estar completamente seguro, decidió releerla.

Después se quedó sentado con la mirada perdida.

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