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Lo primero que le vino a Inger Johanne a la cabeza fue que éste era el que sobraba.

Tras las primeras frases introductorias empezó a parecerle sencillamente anodino. Geir Kongsbakken no irradiaba nada, no tenía ningún encanto. A pesar de que nunca había conocido ni a su padre ni a su hermano, Inger Johanne tenía muy claro que ambos habían sido personas que causaban una honda impresión, para lo bueno y para lo malo. Asbjørn Revheim, por su parte, había sido un hombre arrogante y provocador, un gran artista, una persona persuasiva y que no reconocía límites, ni siquiera para su propio suicidio. Astor Kongsbakken seguía rodeado de un halo de anécdotas sobre su dedicación y su ingenio en el trabajo. Geir, el hijo mayor, tenía un pequeño bufete de abogados en la calle Øvre Slottsgate, un despacho con un solo abogado del que Inger Johanne nunca había oído hablar. Las paredes estaban revestidas con madera, y las estanterías eran marrones y pesadas. El hombre al otro lado de la mesa también era pesado, sin ser gordo. Daba la impresión de no tener los contornos bien definidos, y no resultaba en absoluto interesante. Poco pelo. Camisa blanca. Gafas insulsas. Voz monótona. Era como si estuviera compuesto de los pedazos que el resto de la familia no quería.

– ¿Y en qué podría ayudar a la señora? -preguntó con una sonrisa.

– Yo… -Inger Johanne carraspeó y volvió a empezar-: ¿Recuerda el caso Hedvik, señor Kongsbakken?

Se lo pensó, los ojos se le entrecerraron.

– No… -Lo dijo sin convicción-. ¿Debería acordarme? ¿Podría darme algún otro dato que me refresque la memoria?

– El caso Hedvik -repitió ella-. De 1956.

El hombre todavía parecía un poco aturdido. Qué curioso. Cuando le había mencionado el caso a su madre -como de pasada, sin decirle lo que andaba haciendo-, Inger Johanne se había sorprendido del detalle con que ella recordaba el asesinato de la pequeña Hedvik.

– ¡Ah, sí! -Geir alzó levemente la barbilla-. Un caso terrible. ¿Fue aquel de la niñita a la que violaron, asesinaron y más tarde encontraron… en un saco? ¿Es correcto?

– Exactamente.

– Sí, claro que me acuerdo. Aunque entonces yo era muy joven… ¿En 1956, dice? No tenía más que dieciocho años. Y a esa edad no es que se lea mucho el periódico. -Sonrió como para disculpar su falta de interés.

– Quizá no -dijo Inger Johanne-. Aunque eso depende. Como su padre fue el fiscal que instruyó la causa contra el presunto autor de los hechos, yo creía que usted se acordaría mejor del caso.

– Mire -dijo Geir Kongsbakken, rascándose la coronilla-. En 1956 yo tenía dieciocho años. Era mi último año de bachillerato. Las cosas que me interesaban no tenían nada que ver con el trabajo de mi padre. Por otro lado, tampoco es que tuviéramos una relación estupenda, para serle franco, aunque no entiendo muy bien a qué viene todo esto. ¿Adónde quiere llegar? -Le echó una ojeada al reloj.

– Permítame que vaya al grano -dijo Inger Johanne rápidamente-. Tengo motivos para creer que su hermano… -Ir directamente al grano no era tan fácil como ella esperaba. Cruzó las piernas y volvió a tomar impulso-: Creo que Asbjørn Revheim tuvo algo que ver con el asesinato de Hedvik.

A Geir Kongsbakken se le formaron tres profundos surcos en la frente. Inger Johanne le escrutó el rostro. Incluso con gesto de sorpresa carecía totalmente de carácter; ella no estaba segura de si lo reconocería si se cruzaba con él en la calle.

– ¿Asbjørn? -dijo ajustándose la corbata-. ¿De dónde ha sacado semejante idea? ¿En 1956? ¡Por Dios, en esos momentos… tenía dieciséis años! Además, Asbjørn nunca habría…

– ¿Recuerda a Anders Mohaug? -lo interrumpió ella.

– Claro que recuerdo a Anders -respondió él con evidente irritación-. El subnormal. Supongo que hoy en día no es políticamente correcto usar estas expresiones, pero así lo llamábamos. Entonces. Claro que me acuerdo de Anders. Se juntaba mucho con mi hermano durante una época. ¿Por qué lo pregunta?

– La madre de Anders, Agnes Mohaug, acudió a la policía en 1965, poco después de que muriera Anders. Lo único que sé sobre el asunto es que ella pensaba que su chico había asesinado a Hedvik en 1956. Había estado protegiendo a su hijo durante todos esos años, pero cuando ya no era posible que lo castigaran quiso descargar la conciencia.

Geir Kongsbakken parecía sinceramente aturdido. Se desabrochó el último botón de la camisa y se acodó sobre el escritorio.

– Ya entiendo -dijo despacio-. Pero ¿qué tiene que ver eso con mi hermano? ¿Dijo la señora Mohaug que mi hermano estaba implicado?

– No, en realidad no. Que yo sepa. En general sé muy poco acerca de lo que dijo y…

El abogado estornudó y sacudió la cabeza vigorosamente al interrumpirla:

– ¿Tiene usted claro lo que está haciendo? Estas acusaciones que está lanzando son descaradamente injuriosas y…

– No estoy acusando a nadie de nada -replicó Inger Johanne con tranquilidad-. He venido para hacerle algunas preguntas y para pedirle ayuda. Como he solicitado hora como todo el mundo, evidentemente estoy dispuesta a pagarle por su tiempo.

– ¿Pagar? ¿Pretende pagarme por venir aquí a lanzar acusaciones contra uno de mis parientes más cercanos que además está muerto y por lo tanto es incapaz de defenderse? ¡Pagar!

– ¿No sería mejor que simplemente escuchara lo que tengo que decir? -soltó Inger Johanne.

– ¡Ya he oído más que suficiente, gracias!

Unos círculos blancos aparecieron en torno a las fosas nasales del hombre. Aunque seguía resoplando, era evidente que sentía algo de curiosidad. Inger Johanne se lo veía en los ojos, que ahora la miraban con atención, más despiertos que cuando ella llegó y él le pidió que se sentara sin fijarse en realidad en ella.

– Anders Mohaug difícilmente habría sido capaz de actuar por iniciativa propia -afirmó ella con decisión-. Por lo que me han contado del chico, le habría costado llegar a Oslo sin ayuda. Usted sabe muy bien que alguien lo mangoneaba para que se metiese en un montón de… situaciones complicadas: su hermano.

– ¿Situaciones complicadas? ¿Tiene alguna idea de lo que está hablando? -Una fina lluvia de saliva salpicó el escritorio-. Asbjørn era bueno con Anders. ¡Bueno! ¡Todos los demás rehuían a aquel gorila como a la peste! ¡Asbjørn era el único que hacía cosas con él!

– ¿Cosas como decapitar a un gato en protesta contra la casa real?

Geir Kongsbakken arqueó las cejas en un gesto de exasperación.

– Un gato. ¡Un gato! Evidentemente no estuvo bien maltratar al pobre animal, pero también es verdad que lo detuvieron y lo multaron por ello. Recibió su castigo. Tras ese episodio, Asbjørn nunca le hizo daño a nadie. Ni siquiera a los gatos. Asbjørn era…

El gris abogado se quedó sin aire y se hundió en su sillón. A Inger Johanne le pareció que se le humedecían los ojos.

– Sé que esto es difícil de entender -dijo Geir Kongsbakken, levantándose con dificultad-. Pero es que yo quería mucho a mi hermano. -Se acercó a la estantería, y deslizó los dedos por los lomos de seis libros encuadernados en piel-. Nunca he leído lo que escribió -admitió con voz queda-. Todo el asunto era demasiado doloroso. La gente decía muchas cosas. Pero yo he mandado encuadernar estas primeras ediciones. Tienen muy buen aspecto, ¿verdad? Bellos por fuera y, por lo que me han dicho, bastante feos por dentro.

– No estoy de acuerdo -dijo Inger Johanne-. Fueron muy importantes para mí cuando los leí. Sobre todo Frío febril, aunque sobrepase todos los límites y…

– Asbjørn defendía aquello en lo que creía -la cortó Geir Kongsbakken.

Era como si estuviera hablando consigo mismo. Tenía uno de los libros en la mano. Un libro grande y pesado. Inger Johanne supuso que era Ciudad hundida, sube el mar. Las letras doradas brillaron bajo la luz de la lámpara del techo. La piel era oscura, casi como madera pulida.

– El problema fue que al final ya no le quedaba nada en lo que creer -murmuró él-, nada que defender. Entonces ya no quiso seguir, pero hasta que… -Inspiró bruscamente, como si tuviese hipo, y enderezó la espalda-. Asbjørn nunca le hubiera podido hacer daño a otra persona. No físicamente. Nunca. Ni con dieciséis años ni más tarde. Se lo garantizo.

Se había vuelto hacia ella, con la barbilla levantada. La miraba directamente a los ojos y tenía la mano derecha apoyada sobre el libro, como si fuera una Biblia sobre la que estuviera jurando.

«¿Hasta qué punto conocemos a nuestros seres más próximos? -se preguntó Inger Johanne-. Estás diciendo la verdad. Sabes que Asbjørn no podía hacerle daño a nadie porque tú lo querías. Porque era tu único hermano. Crees que sabes. Sabes que sabes. Pero yo no lo sé. Yo no lo conocía. Sólo he leído sus libros. Todos somos varias personas. Asbjørn puede haber sido un asesino, aunque tú no quieras aceptarlo.»

– Me gustaría hablar con su padre -dijo.

Geir Kongsbakken devolvió el libro a la estantería.

– Por mí no hay problema -respondió con desinterés-. Pero tendrá usted que ir a Córcega. No estoy seguro de si volverá alguna vez. Últimamente no anda muy bien.

– Lo llamé ayer.

– ¿Lo llamó? ¿Para hablarle de este disparate? ¿Es usted consciente de la edad que tiene?

Los círculos blancos estaban apareciendo de nuevo en torno a las fosas nasales.

– No le dije nada sobre Asbjørn -se apresuró a aclarar Inger Johanne-. Casi no dije nada, en realidad. Se enfadó. Para serle sincera, se puso furioso.

– Eso es bastante comprensible -murmuró Geir Kongsbakken y volvió a mirar el reloj.

Inger Johanne se fijó en que no llevaba anillo de casado. Tampoco había ninguna foto en aquel despacho marrón. La habitación carecía completamente de todo signo de vinculación personal, a excepción de las obras de su hermano muerto, un escritor cuya visión conservaba en unos libros lujosamente encuadernados pero que nunca había leído.

– Yo esperaba que usted hablase con él -dijo Inger Johanne-, y le explicara que no estoy intentando perjudicar a nadie. Sólo quiero saber lo que pasó en realidad.

– ¿A qué se refiere con «lo que pasó en realidad»? Creo recordar que un hombre fue condenado por el asesinato de Hedvik. ¡Condenado por un tribunal! ¡Debería estar bastante claro lo que ocurrió! Aquel hombre era culpable.

– No lo creo -repuso Inger Johanne-. Y si me permitiera usar los diez minutos de conversación que me quedan de la media hora para contarle por qué…

– No tiene diez minutos -dijo él con decisión-. Doy esta conversación por terminada. Puede marcharse.

Abrió una carpeta y empezó a leer, como si Inger Johanne ya no estuviera ahí.

– Probablemente condenaron a un hombre inocente -insistió ella-. Se llama Aksel Seier y lo ha perdido todo. Si no le preocupa la vertiente humana del asunto, al menos debería preocuparle el caso como abogado. Como jurista.

Sin levantar la vista de los papeles, Geir Kongsbakken dijo:

– Puede usted causar daños irreparables con estas especulaciones. Haga el favor de marcharse.

– ¿A quién puedo dañar? ¡Asbjørn está muerto! ¡Desde hace diecisiete años!

– Váyase.

A Inger Johanne no le quedó otro remedio que obedecer. Sin decir una palabra más se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– Ni se le ocurra pagar nada -le advirtió Geir Kongsbakken con dureza-. Y no vuelva nunca más.


Un viento cálido soplaba sobre Oslo. Inger Johanne se quedó un momento dudando delante de la oficina de Geir Kongsbakken antes de decidirse a volver andando al trabajo. Se quitó la chaqueta del traje y se percató de que tenía las axilas sudadas.

Se tendría que haber resuelto este asunto hacía tiempo. Ahora era demasiado tarde. La invadió el desánimo. Alguien debería haber rehabilitado a Aksel Seier mientras todavía era posible, cuando los implicados aún vivían, cuando la gente tenía el caso fresco en la memoria. Ahora se daba de bruces contra una pared, intentara lo que intentase.

Estaba harta de todo aquel asunto. Al fin y al cabo, el propio Seier había rechazado su ayuda. Al pensar en Alvhild Sofienberg sintió un pinchazo bajo el esternón, pero rápidamente se sacudió el sentimiento de culpa. Inger Johanne no había contraído en realidad ningún compromiso, ni con Aksel ni con Alvhild.

Ya había hecho más que suficiente, más de lo que nadie podía exigirle.

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