Era evidente que la casa había sido construida poco después de la guerra, quizás en los años cincuenta. Era un edificio cuadrado con cuatro apartamentos, que constaban de tres habitaciones y cocina. El terreno era bastante grande; no era la falta de espacio lo que caracterizaba a las ciudades pequeñas de Noruega después de la Segunda Guerra Mundial. Acababan de remodelar el edificio. Habían pintado las paredes de amarillo, y las tejas parecían nuevas. Inger Johanne aparcó delante de la verja, también recién pintada. La pintura verde brillaba tanto que por un momento ella se preguntó si seguiría fresca.
Olía a bebé.
Oyó el sonido de algún que otro coche que pasaba por allí, el gorjeo de una guardería tras una gran valla, el martilleo de una obra al otro lado de la calle, los piropos algo vulgares que los carpinteros le dedicaban a alguna transeúnte, la risa repentina de una mujer proveniente de una ventana abierta. El rumor de una ciudad pequeña. Se respiraba el aroma de pan horneado en casa. Inger Johanne se sintió observada al acercarse a la puerta de entrada, aunque no se imaginaba quién podía estar mirándola, qué pensaba o si en realidad sus reflexiones iban más allá de la constatación de que había venido una extraña, alguien que no era de aquí.
Inger Johanne Vik, nacida y criada en Oslo, poco sabía ella de ciudades pequeñas y era perfectamente consciente de ello. A pesar de todo, los sitios como éste tenían algo que le resultaba atractivo. Sus dimensiones abarcables. Su transparencia. La sensación de formar parte de algo que no era muy grande ni imprevisible. Cada vez lo pensaba con mayor frecuencia: con la tecnología informática moderna no era en absoluto necesario que viviera en Oslo. Podía mudarse a otro sitio, mudarse al campo, a un sitio pequeño con cinco tiendas y un taller, una cafetería con los interiores de color marrón y una parada de autobús de línea, viviendas baratas y un colegio para Kristiane con sólo quince alumnos por clase. Evidentemente no podía hacerlo mientras Isak y sus padres vivieran en la capital, mientras Kristiane necesitase estar rodeada por los suyos, tenerlos cerca siempre. Pero la idea estaba ahí. Sentía las miradas que la seguían desde el segundo piso de la casa amarilla, desde las grandes ventanas del chalé situado al otro lado de la calle, ojos posados en ella desde detrás de las persianas y las cortinas; la estaban viendo y ella era consciente de ello, cosa que le infundía una extraña seguridad.
«¡Lillestrøm! -pensó-. Por Dios. Lo que faltaba: estoy mirando con ojos románticos la ciudad de Lillestrøm!»
Los botes en los que se recogía el dinero para la asociación de vecinos perdieron su razón de ser cuando se instalaron los porteros automáticos. Ahora las latas colgaban sueltas de la pared y estaban manchadas de pintura amarilla. Inger Johanne tuvo que sujetar la de aquel edificio con una mano mientras llamaba a uno de los timbres con la otra. A lo lejos se oyó un estridente timbrazo que sin embargo no provocó reacción alguna, así que ella llamó al siguiente. La señora del segundo piso, que la había estado espiando por la ventana de la cocina sin darse cuenta de que Inger Johanne la veía perfectamente desde la entrada de coches, asomó la cabeza.
– ¿Hola?
– ¡Hola! Me llamo Inger Johanne Vik, quisiera…
– ¡Un momento, por favor!
La mujer bajó tranquilamente las escaleras y le dirigió una sonrisa de expectación a Inger Johanne en el momento en que entreabrió la puerta del portal.
– ¿De qué se trata?
– Como le decía, me llamo Inger Johanne Vik. Soy investigadora de la Universidad de Oslo y en realidad estoy buscando a alguien que pueda saber qué ha sido de una señora que vivió aquí hace tiempo. Hace bastante tiempo, a decir verdad.
– ¿Cómo?
La mujer debía de contar más de sesenta años y llevaba el pelo cubierto con un pañuelo de gasa. Bajo la tela traslúcida, azul y verde, Inger Johanne entrevió unos grandes rulos, también azules y verdes.
– Yo me mudé aquí en 1967 -dijo la mujer sin hacer el menor ademán de dejar pasar a Inger Johanne-, así que quizá pueda ayudarte. ¿Por quién querías preguntar?
– Por Agnes Mohaug -respondió Inger Johanne.
– Está muerta -informó la señora con una sonrisa radiante, como si le produjera una gran satisfacción dar noticia de algo así-. Murió el año que yo me mudé aquí, justo después, de hecho, vivía ahí. -La mujer alzó la mano con pereza, Inger Johanne supuso que para señalar el primer piso a la izquierda.
– ¿Llegó usted a conocerla?
La mujer se echó a reír y las grises raíces de las muelas le brillaron contra las encías de un color rosa enfermizo.
– Creo que casi nadie conocía a Agnes Mohaug. Vivía aquí desde que se construyó la casa. En 1951, creo que fue. Pero no había nadie que en realidad… Tenía un hijo, ¿lo sabías?
– Sí, estoy buscando…
– Era un poco… tontito, no sé si me entiendes. Pero no llegué a conocerlo, él también murió. -Volvió a reírse, con una risa ronca y franca, como si la extinción de la pequeña familia Mohaug le pareciera extremadamente graciosa-. Él no era buena gente, según dicen. No era bueno para nada. Pero la propia Agnes Mohaug… No creo que nadie tuviera nada malo que decir de ella. Solía estar sola. Siempre. Una historia trágica, la de aquel chico que… -La señora se calló.
– ¿El chico que qué? -preguntó Inger Johanne con cautela.
– No… -La mujer titubeó y se pasó la mano por los rulos-. Hace ya tanto tiempo, y además yo no trataba mucho con Agnes Mohaug, como te he dicho. Murió pocos meses después de que yo me mudara aquí y el hijo ya llevaba muerto varios años. Mucho tiempo, en todo caso.
– Claro…
– Pero… -A la mujer se le iluminó el rostro. Volvía a sonreír de tal modo que daba la impresión de que su fina cara se partía en dos-. ¡Llama al timbre de Hansvold, el número 44! ¡Allí!
La mujer agitó la mano en dirección a una pequeña casa verde, situada a unos cien metros de distancia, separada del 46 por un terreno cubierto de hierba y una valla metálica de poca altura.
– Hansvold es el que más tiempo lleva viviendo aquí -le explicó a Inger Johanne-. Debe de tener más de ochenta años, pero está completamente lúcido. Si esperas un momento, estaré encantada de acompañarte para presentártelo… -Se inclinó hacia delante con complicidad, sin abrir un milímetro más la puerta-. Lo digo porque yo ya te conozco. Un momentito, por favor.
– No es en absoluto necesario -se apresuró a decir Inger Johanne-. Yo ya me las arreglaré, pero se lo agradezco. Muchas gracias.
Para que a la señora con el pañuelo de gasa no le diera tiempo a cambiarse, Inger Johanne se encaminó a toda prisa hacia la puerta. Un niño pegó un chillido en la guardería. El carpintero encaramado al andamio al otro lado de la calle estaba maldiciendo y amenazaba con demandar a un señor de traje que señalaba con aire abatido una hormigonera que había volcado. Se oyó un chirrido cuando un coche rozó por la parte de abajo un badén. Inger Johanne se asustó y metió el pie sin querer en un charco.
La pequeña ciudad ya había conseguido perder algo de su encanto.
– Pero sigo sin entender muy bien por qué quiere usted saber esto.
Harald Hansvold dio unos golpecitos con una pipa en un gran cenicero de cristal, y una fina capa de tabaco quemado se esparció por la brillante superficie. Era evidente que aquel anciano tan bien vestido tenía problemas de visión. Una película gris difuminaba los contornos de una de las pupilas, y él había dejado de usar gafas. Inger Johanne sospechaba que el hombre no veía más que figuras borrosas en torno a sí. Había dejado que ella, una completa desconocida, fuera a la cocina por los refrescos y las galletas. Por lo demás, daba la impresión de estar sano; la mano con la que volvió a llenar la pipa de tabaco tenía el pulso firme. El hombre hablaba con voz sosegada y no le costó en absoluto recordar a Agnes Mohaug, la vecina que tenía un hijo «de mente un poco débil», como él optó por expresarlo.
– Se dejaba manipular por cualquiera; creo que ése era el verdadero problema. Evidentemente no le era fácil hacer amigos, amigos de verdad, quiero decir. Piense que eran otros tiempos, tiempos en los que… la tolerancia hacia personas que son diferentes… desde luego no era como la de ahora -aseveró con una sonrisa tensa.
Inger Johanne no sabía si el hombre intentaba ser irónico. Tomó un buen trago de refresco. Estaba demasiado dulce, tanto que, muy a su pesar, lo escupió de nuevo en el vaso.
– Anders no era un chico malo -continuó Hansvold tranquilamente-. Mi mujer lo invitaba a casa de vez en cuando. A veces me preocupaba, pues yo pasaba mucho tiempo fuera. Soy maquinista de tren retirado, ¿sabe usted?
Que Harald Hansvold le hablara en todo momento de usted quizá no era tan raro, dada la edad que tenía, pero a pesar de todo había algo inesperadamente refinado en el anciano y en su casa, que estaba repleta de libros y en cuyas paredes colgaban tres litografías modernas. Era como si todo aquello no encajara con una larga carrera al servicio de la compañía de ferrocarriles. Por miedo a que sus prejuicios fueran demasiado evidentes, ella asintió con vivo interés, como si siempre hubiera querido saber más de locomotoras.
– Mientras era pequeño no fue tan problemático, claro. Pero cuando llegó a la pubertad… Se hizo muy grandullón. Un hombre robusto. Pero, ya sabe… -Hizo un gesto muy elocuente señalándose la sien con el dedo-. Y luego estaba el tal Asbjørn Revheim.
– ¿Asbjørn Revheim?
– Sí, habrá oído hablar de él, ¿no?
Inger Johanne asintió de nuevo, aturdida.
– Creció justo ahí abajo. ¿No lo sabía usted? La biografía esa que salió el otoño pasado, debería usted leerla. Un hombre muy extraño. El libro es muy interesante. Verá, Asbjørn era un rebelde ya desde niño. Se vestía de un modo muy llamativo. Ciertamente no era como todos los demás.
– No -convino Inger Johanne con inseguridad-. No creo que lo fuera nunca.
Harald Hansvold soltó una carcajada, negando con la cabeza.
– Un domingo, tiene que haber sido en 1957 o 1958… ¡Fue en el 57! Justo después de que muriera el rey Haakon, pocos días después, había luto nacional y… -Dio unas chupadas a la pipa, que no acababa de prender bien-. Los chicos organizaron una ejecución delante de la guardería. Bueno, entonces no era una guardería. Eran los locales de los boy scouts en aquellos tiempos.
– ¿Una… ejecución? ¿Un fusilamiento?
– Sí, habían cazado un gato salvaje y lo habían vestido con ropas regias y una corona. La capa era una piel de conejo vieja en la que habían pintado puntos, supongo que él mismo también había hecho la corona. El pobre animal maullaba y gemía hasta que estiró la pata en aquel patíbulo casero.
– Pero eso era… Pero eso fue… ¡tortura de animales!
– ¡Desde luego! -afirmó él sin dejar de sonreír-. ¡Hay que ver la que se armó! Vino la policía, y las señoras de la calle empezaron a gritar y a quejarse. Asbjørn montó un buen numerito y sostenía que se trataba de una acción política contra la casa real. Quería quemar el cuerpo del animal muerto y tenía ya preparada una buena hoguera en el momento en que intervinieron las autoridades y lo abortaron todo. Como usted comprenderá, estando tan reciente el fallecimiento de un monarca tan querido por la gente como el rey Haakon…
De pronto la sonrisa se borró de sus labios. El ojo gris se le puso más opaco, como si el hombre estuviera mirando hacia su interior, retrocediendo en el tiempo.
– Lo peor fue… -musitó en un tono completamente distinto-. Lo peor fue que había disfrazado a Anders de verdugo, con el pecho al descubierto y una capucha negra en la cabeza. A Agnes Mohaug le afectó mucho aquel incidente. Pero así eran las cosas.
El piso quedó en silencio. No se oían los sonidos de ningún reloj, ni de una radio lejana. La casa de Harald Hansvold no era la casa de un anciano. El mobiliario era muy impersonal, las cortinas blancas y no había maceteros en las ventanas.
– ¿Ha leído usted a Revheim? -preguntó Hansvold afablemente.
– Sí, casi toda su obra, creo. Es uno de esos escritores que te enganchan cuando estás en el instituto. Por lo menos a mí me enganchó. Era tan… directo. Incendiario, como usted mismo lo ha descrito. Tan determinado pese a su soledad… Estar completamente solo en la defensa de sus creencias. Ese tipo de cosas te impresionan a esa edad.
– Supongo que también habría otras cosas -dijo él-. En lo que escribía, quiero decir. El tipo de cosas que preocupan a la juventud, a los chicos que cursan el bachillerato.
– Sí. Anders Mohaug, ¿era…?
– Como he dicho -suspiró Hansvold-, Anders Mohaug era fácil de manejar. Mientras que el resto de los jóvenes de por aquí lo rehuían como a la peste, Asbjørn Revheim lo trataba con más amabilidad. Bueno… -Volvió a adoptar esa expresión ausente, como si estuviera rebobinando la memoria y no supiera bien dónde parar-. Lo cierto es que no era amable. Se aprovechaba de Anders, de eso no cabe duda. Además, era bastante cruel, como demostraba una y otra vez. También en lo que escribía. Anders Mohaug era un tipo pesado, lento, en todos los sentidos: eso no es un amigo.
– No diga eso -protestó Inger Johanne.
– Sí que lo digo. -Por primera vez había algo cortante en la voz.
– ¿Recuerda usted -se apresuró a preguntar Inger Johanne- un caso policial sobre el que corrió bastante tinta en 1965?
– ¿Un qué? ¿Un caso policial?
– Sí. ¿Tuvo Anders alguna vez problemas con la policía?
– Bueno… Tenía problemas cada vez que a Asbjørn se le ocurría algo e involucraba al pobre chico en el asunto. Pero nunca pasó nada grave.
– ¿Está seguro de eso?
Ella habría jurado que el hombre veía ahora como un águila. La película opaca hacía que el ojo izquierdo pareciera mayor que el derecho, y a Inger Johanne le resultaba imposible mirar hacia otro lado.
– ¿Podría ser un poco más precisa?
– Tengo motivos para creer que, en 1965, después de que muriera Anders, la madre se puso en contacto con la policía. Creía que el hijo había cometido un crimen muchos años antes. Algo grave. Algo por lo que fue juzgado otro hombre.
– ¿Agnes Mohaug? ¿Que la señora Mohaug denunció a su propio hijo a la policía? Eso es impensable. -Sacudió la cabeza con fuerza.
– Pero el hijo ya estaba muerto.
– Da igual. Esa mujer se desvivía por Anders, era lo único que tenía. Y haber cuidado y atendido a su hijo hasta el último momento es algo que la honra mucho. ¿Denunciarlo? ¿Incluso después de…? -Dejó la pipa en el borde del cenicero-. No me cuadra en absoluto.
– ¿Y nunca ha oído… algún rumor?
Hansvold rió entre dientes y cruzó las manos sobre la barriga.
– He oído muchos más rumores de los que quisiera. Esto es un sitio pequeño. Pero si se refiere a rumores sobre Anders… No, nada en la dirección que insinúa usted.
– ¿Y qué es lo que insinúo yo?
– Que el chico hizo algo peor que quitarle la vida a un gato.
– Entonces no le molesto más.
– No molesta. Ha sido un placer recibir visita.
Cuando el hombre la acompañó a la puerta, ella se fijó en la fotografía de una mujer de unos cincuenta años que colgaba en la pared de la entrada. A juzgar por el tipo de gafas que llevaba ella, la foto databa de los años setenta.
– Mi mujer -dijo Hansvold señalando el retrato con un gesto de la cabeza-. Randi. Una mujer maravillosa. Tenía muy buena mano con Anders. La señora Mohaug confiaba en Randi. Cuando venía Anders, se pasaban horas juntos resolviendo puzles o jugando a la canasta. Randi siempre lo dejaba ganar, como si fuera un niño pequeño.
– Que es lo que era, supongo -dijo Inger Johanne-. En cierto modo.
– Sí, en cierto modo era un niño pequeño. -Se volvió hacia ella pasándose el dedo por el tabique nasal-. Pero también era un hombre. Un hombre grande y adulto. No lo olvide.
– No lo olvidaré -aseguró Inger Johanne-. Muchas gracias por la ayuda.
En el camino de vuelta a Oslo comprobó si le habían dejado mensajes en el contestador del móvil. Tenía dos de Yngvar dándole las gracias por la última noche y preguntándose dónde se habría metido. Inger Johanne redujo la velocidad y se colocó tras un camión, a una distancia prudencial. Volvió a escuchar los mensajes. En el último percibía un ligero deje de irritación, o quizá de preocupación, en la voz de Yngvar. Inger Johanne se preguntó si eso le gustaba o si, por el contrario, la molestaba.
Su madre había llamado tres veces y no se iba a rendir, así que Inger Johanne marcó inmediatamente su número de teléfono y se mantuvo en el carril derecho de la autopista.
– Hola, mamá.
– ¡Hola! Qué bien que llames. Tu padre acaba de preguntar por ti, ha…
– Pues que llame cuando quiera, díselo.
– ¿Que te llame? ¡Si tú nunca estás en casa, hija mía! Bueno, el caso es que nos preocupamos bastante al no recibir noticias tuyas después de que salieras de viaje. ¿Te dio tiempo a visitar a Marion? ¿Qué tal le va ahora, con su nueva…?
– No visité a nadie, mamá. Estuve trabajando.
– Bueno, sí, pero ya que estabas por esos lares, podrías haber…
– Pues resulta que últimamente tengo mucho que hacer. Cuando despaché todos mis asuntos, regresé a casa.
– Estupendo, muy bien, hija.
– Has dejado un mensaje en el contestador. Varios. ¿Querías algo en especial?
– Sólo quería saber qué tal estabas. Y también invitaros a ti y a Kristiane a comer el viernes. Seguro que te viene de perlas no tener que pensar en…
– El viernes… Déjame que piense…
El camión subía trabajosamente la cuesta de Kari. Inger Johanne pasó al carril de la izquierda, aceleró y lo adelantó. El auricular del manos libres se le desprendió de la oreja.
– Espera -le gritó a la nada-. ¡No cuelgues, mamá!
Al agacharse a recoger el cable perdió el control del volante, y el coche se pasó a otro carril. Un Volvo tuvo que frenar en seco para no darle un golpe por detrás. Inger Johanne aferró el volante con las dos manos y fijó la vista al frente.
– No cuelgues -repitió con aspereza.
Consiguió recoger el teléfono sin apartar la mirada de la carretera.
– ¿Qué ha pasado? -gritó la madre al otro lado de la línea-. ¿Otra vez estás conduciendo mientras hablas por teléfono?
– No, estoy hablando por teléfono mientras conduzco. No ha pasado nada.
– Un día de estos te vas a matar. ¡No creo que haga falta hacerlo todo al mismo tiempo!
– Iremos el viernes, mamá. ¿Crees…? -El corazón seguía latiéndole con tanta fuerza que le dolía el pecho. Se dio cuenta de que no había probado bocado desde el desayuno-. ¿Crees que Kristiane se podría quedar con vosotros hasta el sábado a mediodía?
– ¡Claro que sí! ¿No podéis quedaros a dormir las dos?
– Tengo planes, mamá, pero estaría…
– ¿Planes? ¿Para el viernes por la noche?
– ¿Puedo dejar a Kristiane con vosotros o no?
– Por supuesto que nos la puedes dejar, hija. Puede venir siempre que quiera. Y tú también. Ya lo sabes.
– Pues nos vemos sobre las seis.
Colgó antes de que su madre pudiera decir una palabra más. Lo cierto es que Inger Johanne no tenía planes para el viernes por la noche. No sabía muy bien por qué le había pedido a la madre ese favor. Isak y ella tenían un acuerdo: antes de dejar a la niña al cuidado de terceros, se consultaban el uno al otro primero, siempre.
Volvió a marcar el número del contestador, pero los mensajes de Yngvar se habían borrado. Seguramente ella los había eliminado sin querer. Line había llamado mientras estaba hablando con la madre.
«Hola, soy Line. Sólo quería recordarte lo de la tertulia literaria del miércoles. Toca en tu casa, ya sabes. Y pobre de ti como no vengas. Prepara algo muy sencillo. Nosotras llevamos el vino. Llegaremos sobre las ocho. ¡Adiós, guapa! ¡Estoy deseando que llegue el miércoles!»
– ¡Joder!
A Inger Johanne se le daba bien simultanear las cosas. Lograba sacar adelante su vida diaria porque era capaz de hacer varias cosas al mismo tiempo. Podía planear la fiesta de cumpleaños de Kristiane mientras hacía la colada y hablaba por teléfono. Escuchaba programas de radio mientras leía el periódico sin perder detalle de ninguna de las dos cosas. Camino de la guardería pensaba en lo que iba a preparar para comer y en la ropa que le iba a poner a Kristiane al día siguiente. Se cepillaba los dientes, hacía gachas y le leía cuentos en alto a Kristiane, todo al mismo tiempo. Cuando en alguna ocasión salía a divertirse, llevaba antes a Kristiane a casa de Isak o de sus padres y mientras conducía se iba maquillando ante el espejo del coche. Así eran las mujeres. Sobre todo ella.
Pero no en el trabajo.
Inger Johanne había decidido dedicarse a la investigación porque le gustaba profundizar en las cosas. Pero había algo más. Nunca hubiera podido ser abogada o burócrata. La investigación le permitía aplicarse a fondo, concentrarse en sólo una cosa a la vez, examinar todas las ramificaciones, atar cabos. La investigación le brindaba la oportunidad de dudar. Si la vida cotidiana requería decisiones rápidas, soluciones no del todo satisfactorias, concesiones y atajos ingeniosos, en el trabajo ella podía repetir las cosas desde el principio si no estaba del todo contenta.
Ahora se estaba yendo todo al traste.
Si había aceptado a regañadientes investigar la posibilidad de que se hubiera cometido un error judicial contra Aksel Seier, fue porque era un caso relevante para su proyecto. Pero en algún momento, no sabía exactamente cuándo, el caso había cobrado vida propia e independiente. Ya no guardaba relación alguna con su trabajo en la universidad ni con la investigación que llevaba a cabo. Aksel Seier se había convertido en un misterio que compartía con una anciana, y ella se debatía entre la fascinación que ejercía sobre ella el caso y las ganas de hacer borrón y cuenta nueva.
Después se había dejado enredar por Yngvar.
«Puedo hacer malabarismos con varias bolas pequeñas al mismo tiempo -pensaba cuando giró por Tasen-, pero no con bolas grandes. No en el trabajo. No puedo realizar dos proyectos difíciles al mismo tiempo.»
Y no podía recibir a cinco chicas la noche del miércoles, simplemente no podía.