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Era agradable conducir. Aunque el coche no fuera gran cosa, un Opel Vectra de seis años, el asiento era cómodo, y no hacía mucho que él había cambiado los amortiguadores. El coche estaba bien, el equipo de música estaba bien, la música estaba bien.

– Bien. Bien. Bien.

Bostezó y se frotó la frente. Tenía que conseguir no dormirse. Había conducido muchos kilómetros de una sentada y se aproximaba al valle de Lavang. Hacía veinticuatro horas que había salido del garaje de casa. Bueno, garaje, garaje… El viejo granero hacía las veces de garaje y de trastero donde guardaba todas las cosas que no se animaba a tirar. Nunca se sabía cuándo algo podía resultar útil. Ahora, por ejemplo, estaba encantado de no haberse deshecho de los bidones viejos que había dejado allí el dueño anterior. A primera vista parecían oxidados, pero, tras un buen repaso con el cepillo de metal, quedaron casi como nuevos. Llevaba semanas abasteciéndose de gasolina. Como de costumbre, había llenado el depósito en la gasolinera de Bobben, junto a la cooperativa. No con demasiada frecuencia, no demasiada gasolina, ni más ni menos de la que solía ponerse desde que se mudó a la granja. Al llegar a casa vertía unos litros en los bidones. Con el tiempo logró almacenar doscientos litros de gasolina. Así no tendría que detenerse a repostar de camino hacia el norte, ni hacer ninguna parada donde pudieran verlo. Nada de dinero con huellas dactilares. Nada de cámaras de vídeo. Iba por la carretera en un Opel Vectra azul marino lo suficientemente sucio como para que pudiera ser de cualquiera. Un cualquiera que estaba de viaje. Las placas de las matrículas estaban cubiertas de barro y casi no se dejaban leer. Nada en su aspecto o en el coche llamaba la atención. La primavera había llegado al norte de Noruega.

En el valle de Lavang todavía había nieve sucia en torno a los troncos de los árboles. Eran las siete de la mañana del domingo y hacía varios minutos que él no se cruzaba con ningún coche. Redujo la velocidad antes de tomar una curva suave. El camino de tierra por el que se había metido estaba mojado y lleno de baches a causa de las heladas, pero todo fue bien. Frenó al pasar un montículo. Apagó el motor. Esperó. Escuchó.

No había un alma por ahí. Se quitó el reloj de pulsera, un gran reloj negro de buzo, con despertador. Iba a dormir un par de horas.

No necesitaba más que un par de horas.

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