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Cuando Inger Johanne se encontró con Aksel Seier en la recepción del Continental el viernes 9 de junio por la mañana, casi no lo reconoció. En Harwichport tenía pinta de pescador de algún pueblo de Nueva Inglaterra, vestido en vaqueros y camisa de franela a cuadros; ahora parecía más un turista de crucero de Florida. Además, se había rapado el pelo, ya no tenía nada tras lo que ocultar los ojos, y la expresión de su cara era seria.

No sonrió cuando la vio ni la invitó a sentarse. Daba la impresión de que no quería perder un segundo. Le explicó en inglés que su hijo estaba ingresado en el hospital a causa de un grave accidente. Aquello acabaría en cosa de horas, dijo, así que no disponía de mucho tiempo.

– ¿Quiere que…? -Inger Johanne vaciló, completamente aturdida por el hecho de que Aksel Seier tuviera un hijo, un hijo que vivía en Noruega, un hijo que estaba en el hospital, agonizando-. ¿Quiere que le acompañe? Do you want me to come? Keep you company? [12]

Él asintió con la cabeza.

Yeah. I think so. Thanks. [13]

Ella no ató cabos hasta después, en el coche.

Más tarde, en los días y semanas que siguieron, cada vez que reflexionaba sobre lo que había pasado en el taxi de camino al hospital en el que pronto moriría Karsten Åsli, pensaba en su viejo profesor de matemáticas del bachillerato.

Por alguna razón eligió estudiar ciencias. Quizá porque era buena estudiante, y las ciencias eran para los buenos estudiantes. Inger Johanne nunca entendió las matemáticas. Para ella los números grandes y los signos matemáticos eran como jeroglíficos misteriosos, símbolos mudos que se cerraban en banda ante los intensos esfuerzos que hacía Inger Johanne por entender. En el examen final de segundo de bachillerato, Inger Johanne tuvo una experiencia que más tarde recordaría como una especie de revelación. De pronto los números empezaron a decirle algo, las cuentas empezaron a cuadrar. Fue como atisbar por un momento un mundo desconocido, una existencia estrictamente lógica. Las respuestas estaban al final de las bellas series de signos y números. El profesor estaba de pie detrás de ella mirando por encima de su hombro. Olía a hombre mayor y a rey de Dinamarca.

– Mira qué bien, Inger Johanne -le susurró-. Mira qué bien. ¡La señorita acaba de ver la luz!

Y eso era exactamente lo que había ocurrido.

Aksel había hablado de Karsten. Ella no reaccionó. Luego él habló de Eva. Ella lo escuchó. Después él mencionó el apellido de ambos, casualmente, en un inciso en el momento en que el taxi se detuvo ante el hospital.

Era como si ya nada pudiera sorprenderla.

Sintió que se le erizaban un poco los pelos. Eso fue todo.

La cuenta cuadraba. Karsten Åsli era hijo de Aksel Seier.

«Mira qué bien, Inger Johanne -musitó el profesor de matemáticas, haciendo chasquear la lengua-. ¡La señorita ha visto la luz!»


En el pasillo había dos agentes de policía vestidos de paisano, pero Aksel Seier apenas reparaba en lo que lo rodeaba. Inger Johanne comprendió que todavía no le habían dicho lo que había hecho su hijo. Rezó en silencio para que lo dejaran en paz hasta que todo hubiera terminado.

Posó la mano sobre el hombro de Aksel Seier. Él la miró a los ojos.

– Tengo una historia que contarle -dijo ella en voz baja-. Ayer… Por fin me enteré de toda la verdad sobre el asesinato de Hedvik. Usted es inocente.

I know that -respondió él tranquilamente sin siquiera pestañear.

– Se lo contaré todo -continuó Inger Johanne-, cuando todo esto… -Lanzó una mirada furtiva hacia la habitación de Karsten Åsli-. Cuando haya pasado todo esto. Entonces le contaré lo que pasó.

Aksel puso la mano sobre el pomo.

– Y una cosa más -dijo ella, reteniéndolo-. Hay una mujer mayor, que está muy enferma. Es gracias a ella que por fin ha salido a la luz la verdad. Se llama Alvhild Sofienberg. Quiero que me acompañe a visitarla. Más tarde, cuando todo esto haya terminado. ¿Me lo promete?

Él asintió débilmente con la cabeza y entró.

Inger Johanne lo siguió.

La cara de Karsten Åsli estaba hinchada y azul, y apenas se distinguía entre las sábanas, los vendajes y las máquinas que lo iban a mantener con vida durante todavía algunas horas más. Aksel se sentó en la única silla que había en el cuarto. Inger Johanne se acercó a la ventana. No le preocupaba el paciente; era a Aksel Seier a quien miraba cuando él se daba la vuelta y era sólo en él en quien pensaba.

«Cumpliste condena por tu hijo, Aksel. Pagaste por sus pecados. Espero que lo puedas ver así.»

Aksel Seier estaba sentado con la cabeza baja y la mano de Karsten entre las suyas.


Al final el techo se pintó de azul. El señor de la tienda insistió en que un color tan oscuro haría que la habitación pareciera más pequeña, pero se equivocó. El techo, por el contrario, se elevó casi hasta desaparecer. Como quería yo de pequeño: una bóveda de oscuridad nocturna, estrellas y un fino gajo de luna justo sobre la ventana. En aquella ocasión fue la abuela la que eligió por mí, la abuela y mamá. Un dormitorio de chico en amarillo y blanco.

Tengo la sensación de que hay alguien aquí.

Alguien me toma de la mano. No es mamá. Ella me tomaba de la mano a veces, cuando entraba en mi cuarto después de que se durmiese la abuela. Mamá hablaba tan poco… A otros niños los duermen contándoles un cuento. Yo me dormía oyendo el sonido de mi propia voz. Siempre. Mamá hablaba muy poco.

La felicidad es algo que apenas recuerdo, como un leve roce en una reunión con extraños, algo que desaparece antes de que te dé tiempo a volverte. Cuando estuvo preparado el cuarto y sólo faltaban dos días para que él por fin llegara, me puse contento. La felicidad es un sentimiento cándido y, al fin y al cabo, yo ya me aproximo a los treinta y cuatro. Pero estaba contento, claro, me hacía ilusión.

La habitación estaba lista. Un niño estaba sentado a horcajadas sobre la luna. Rubio y con una caña de pescar: una vara de bambú con un corcho sujeto al sedal y, en el extremo, colgada del anzuelo, una estrella. Una gota de color dorado había escurrido hacia el marco de la ventana, como si el cielo se estuviera derritiendo.

Mi hijo por fin iba a llegar.

Me duele.

Me duele todo, noto un dolor lacerante sin comienzo ni fin.

Creo que me estoy muriendo.

No me puedo morir. El 19 de junio voy a acabar mi proyecto. El día del cumpleaños de Preben. Perdí a Preben, pero me resarcí dándoles a los demás lo que se merecían. Me traicionaron. Todos me traicionaron, como siempre.

Habíamos acordado llamarlo Joakim. Iba a llevar mi apellido. Se iba a llamar Joakim Åsli, y yo le compré un trenecito. Ellen se enfadó cuando lo llevé al hospital. Ella esperaba que le regalase un collar, creo, como si se mereciera una medalla. Yo jugueteé con la locomotora Märlin cerca de su rostro, y él abrió los ojos y me sonrió. Ellen nos dio la espalda y dijo que no era más que una mueca.

Yo hubiera sido un padre formidable. Lo llevo dentro.

Soy pequeño y estoy sobre la mesa de la cocina con un traje de esquí que me ha enviado alguien. Más tarde le pregunté a mamá: «¿Ha sido papá el que me ha mandado el regalo?» Nunca me contestó. Aunque sólo tenía cuatro años, recuerdo perfectamente los sellos, grandes y de un país extranjero; el papel de estraza estaba lleno de sellos. El traje era azul y ligero, yo quería salir a la nieve. La abuela me lo quitó. Se lo regalaron a otro.

Otros se han llevado lo que es mío, siempre.

Ellen y el niño desaparecieron. Ni siquiera me había registrado como padre. Tardé cuatro meses en averiguar que el niño se llamaba Preben.

Tengo que acabar con eso, seguir adelante con mi vida.

Alguien me ha tomado de la mano. No es mamá. Es un hombre.

Nunca tuve padre. A la abuela se le entrecerraban los ojos cuando le preguntaba dónde estaba el mío. Mamá miraba hacia otra parte. En los pueblos, a los niños sin padre les salen infinitos padres. Diferentes nombres circulan entre susurros en los rincones, en el colegio, en los lugares públicos, en los patios de juegos. Era insoportable. Todo lo que yo quería era saber. No necesitaba un padre, pero quería saber. Todo lo que necesitaba era un nombre.

Emilie. Se va a morir en el sótano. Es mía, al igual que Preben. Grete se puso a llorar y lo negó todo, sólo quería volver con los suyos. Yo era tan joven entonces, que la dejé marchar. No me importaba la niña. No me importa. Era a Preben a quien yo quería.

Por mí, Emilie se puede morir.

Los otros niños también podrían haber sido míos.

Sus madres eran mías, pero ellas no lo entendían.

Alguien me ha tomado de la mano y hay un ángel en la luz junto a la ventana.

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