– Era de esperarse.
Alvhild Sofienberg se tomó la historia de la desaparición de Aksel Seier sorprendentemente bien. Enarcó ligeramente las cejas, luego se pasó el dedo distraídamente por el vello de su labio superior e hizo entrechocar los dientes casi imperceptiblemente, como si se le hubiera soltado la dentadura postiza.
– Quién sabe cómo me habría tomado yo una información así. Debe de ser difícil ponerse en su pellejo. Imposible. Pero ¿a ti te pareció que estaba bien?
– Desde luego. Bueno… No es que haya averiguado gran cosa de su vida a partir de aquel encuentro tan breve, pero pude comprobar que vive en un sitio maravilloso junto al mar, en una playa preciosa. Tiene una buena casa. Daba la impresión de que él… encajaba. En el entorno, quiero decir. Los vecinos lo conocían y se preocupaban por él. Creo que eso es todo lo que puedo decir.
– Fantástico -murmuró Alvhild.
– Por lo menos dadas las circunstancias -añadió Inger Johanne.
– Me refiero a estas cosas de los ordenadores. -Alvhild movió los dedos en el aire, como si estuviese tecleando-. Y pensar que tardaste menos de una semana en averiguar en qué parte del mundo vivía Aksel Seier. Fantástico. Absolutamente maravilloso.
– Internet. -Inger Johanne sonrió-. ¿Y tú nunca has pensado en conectarte a la red? Eso estaría bien para ti, ¿no? Ya que estás aquí…
– Ya que estoy aquí muriéndome -completó la frase Alvhild-. Pues sí que estaría bueno. Tengo mi máquina de escribir IBM con cabezal esférico de 1982. Por desgracia pesa un poco demasiado como para tenerla sobre el regazo, pero si es necesario, me servirá. -Echó una ojeada a la máquina de color rosa que descansaba sobre el escritorio, junto a la ventana, con una hoja en blanco insertada tras el rodillo-. Ya casi no escribo cartas, así que da igual. Mi hogar está en orden, mis hijos me visitan todos los días. No les falta de nada y, por lo que yo sé, son relativamente felices. Parece que también los nietos van por buen camino. A veces incluso se pasan por aquí sin que se les note demasiado que los han obligado a venir. Ni siquiera necesito teléfono. Pero si fuera más joven…
– Tienes unos ojos tan bonitos -comentó Inger Johanne, tragando saliva-. Son tan… azules. Son increíblemente azules.
Alvhild le dedicó una sonrisa insólita en ella, una sonrisa que Inger Johanne no se merecía. Ésta inclinó la cabeza y cerró los ojos, y Alvhild le pasó los dedos por la barbilla. Los tenía resecos, duros, como las ramas de un árbol muerto.
– Me has dado una alegría, Inger Johanne. Mi marido solía decir exactamente lo mismo.
Llamaron a la puerta. Inger Johanne se incorporó rápidamente, alejándose de la cama, como si la hubieran pillado en falta.
– Creo que ha llegado la hora de descansar -dijo la enfermera.
– De pronto te tratan como a un menor de edad -se quejó Alvhild, mirando al cielo.
Inger Johanne no conseguía retirar el brazo; la mano de Alvhild se aferraba como una garra a su muñeca.
– ¿Crees que te puedes ir sin más?
La enfermera se plantó junto a la cama con gesto impaciente, los brazos en jarras y la vista clavada en el techo.
– Un momento, nada más -le pidió Alvhild tensamente-. No he acabado del todo con esta joven. Si tiene usted la bondad de salir un momento al pasillo, enseguida estaré lista para dormir la siesta.
La mujer de blanco se retiró vacilante, como si sospechase que Inger Johanne abrigaba malas intenciones. Oyeron que sus pasos se detenían no muy lejos. La puerta seguía entornada.
– No veo que pueda hacer mucho más -musitó Inger Johanne-. He leído los papeles y estoy de acuerdo contigo. Todo parece indicar que Aksel Seier fue víctima de una gran injusticia. He encontrado al tipo, he cruzado el Atlántico, he hablado con él. En la medida en que se pueda decir que tenía un encargo, lo he cumplido.
Alvhild se rió con una risa suave, ronca, que degeneró en un ataque de tos.
– Nosotras no nos rendimos tan fácilmente, Inger Johanne.
– Pero ¿qué…?
– Tiene que haber una esquela.
– ¿Cómo?
– La anciana que acudió a la policía en 1965, la que pensaba que el culpable era su hijo. ¡El suceso que hizo que soltaran a Aksel Seier! Acudió a la policía porque su hijo había muerto. Todo lo que sé de esta señora es que vivía en Lillestrøm. Tú con este Internet tuyo… ¿serías capaz de encontrar una esquela en un periódico local de junio de 1965? Tiene que ser una esquela en la que se mencione a un solo familiar.
Inger Johanne echó un vistazo hacia la puerta. Algo blanco se movía con impaciencia de un lado para otro.
– Un familiar. ¿Cómo sabes eso?
– No lo sé -replicó Alvhild-. Sólo es una suposición. Se trataba de un hijo adulto que vivía con su madre. Según mi única fuente, el sacerdote de la cárcel, el hijo era algo retrasado. A mí me da la impresión de que es una de estas tristes… -Se interrumpió con un ademán-. Ya está bien. Inténtalo. Busca.
– La visita ha terminado -aseveró la enfermera-. La señora Sofienberg necesita descansar.
Inger Johanne sonrió dócilmente a Alvhild.
– Si tengo tiempo, voy a…
– Tienes tiempo, querida. A tu edad se tiene todo el tiempo del mundo.
Inger Johanne no consiguió despedirse del todo. Hasta que salió a la calle no cayó en la cuenta de que ya no olía a cebolla en la habitación de Alvhild. Además se acordó de algo en lo que no había pensado desde que regresó a Noruega: había visto algo en casa de Aksel Seier, algo que había llamado su atención, pero demasiado tarde.
Por alguna razón, allí con Alvhild, algo le había recordado lo que era mientras conversaba con la anciana. Algo que se había dicho, o algo que había visto.
De camino a casa le entró migraña.
– Se llama El Rey de América.
– ¿Cómo?
Era el bicho más feo que Inger Johanne había visto nunca. El color le recordaba al del contenido de los pañales de Kristiane en los peores momentos de su enfermedad: marrón amarillento con manchas indefinidas de color más oscuro. Tenía una oreja tiesa y la otra gacha. La cabeza era demasiado grande en proporción al cuerpo. La bestia agitaba la cola como un molinillo y daba la impresión de que sonreía mientras prácticamente barría el suelo con la lengua.
– ¿Cómo has dicho que se llama?
– El Rey de América. Mi perrito. Un perritorratito.
Kristiane quería alzar en brazos al animal, que era descomunal para tener sólo tres meses, pero el cachorro no quería que lo levantaran. Kristiane acabó acompañándolo al salón, a cuatro patas, con la lengua colgando.
– ¿De dónde ha sacado ese nombre?
Isak se encogió de hombros.
– Ahora estamos leyendo El sombrero del mago, ese en el que el Mumi se transforma en el rey de California, ¿sabes? Quizá lo haya sacado de ahí. No tengo ni idea.
– Jack -chilló Kristiane desde el salón-. También se llama Jack.
Inger Johanne se estremeció un poco.
– ¿Qué pasa? -Isak le acarició el brazo-. ¿Pasa algo malo?
– No. Sí. No entiendo a esa cría.
– No es más que un nombre. Por Dios, Inger Johanne, no es como para…
– Olvídalo. ¿Qué tal habéis estado?
Le dio la espalda. El Rey de América estaba haciendo pis sobre la alfombra del salón, y Kristiane, encaramada al último cajón del armario de la cocina, en precario equilibrio, estaba a punto de tirar un bote lleno de cereales.
– ¡Huy!
Inger Johanne la agarró e intentó darle un abrazo.
– A Jack le gustan los copos de maíz -dijo Kristiane, soltándose.
El bote cayó al suelo y la tapa se abrió. El perro acudió corriendo. Bestia y niña empezaron a revolcarse entre los copos de maíz, que crujían contra el suelo provocando las carcajadas de Kristiane.
– Por lo menos ella se lo pasa bien con esto -sonrió Inger Johanne con cansancio-. ¿Por qué has elegido un bicho tan… tan feo?
– ¡Calla! -Isak le puso un dedo sobre la boca, ella se echó para atrás-. Jack es hermoso. ¿Ha pasado algo? Estás tan… Algo te pasa, se nota en todo.
– Ayúdame -pidió ella con sequedad y se fue a buscar el aspirador.
Era incapaz de comprender cómo había llegado Kristiane a la conclusión de que el perro se tenía que llamar, Jack, el Rey de América.