– Sabes muy bien cómo tratarla -observó Inger Johanne por lo bajo-. Le gustas. Normalmente le importa un pepino el resto de la gente, la gente que no conoce bien, quiero decir.
– Es una niña realmente peculiar -dijo Yngvar y arropó con el edredón a Kristiane, Sulamit y El Rey de América.
Inger Johanne clavó en él los ojos.
– Una niña peculiar y maravillosa -se apresuró a añadir él-. ¡Es increíblemente avispada!
– Eso no es precisamente lo primero que suele decir la gente de ella, pero tienes razón. Para sus cosas es avispada y rápida, aunque no es algo que se note siempre a primera vista.
Yngvar llevaba puesta una camiseta de ella, de los New England Patriots, azul, con un enorme 82 delante y detrás y las letras VIK estampadas en blanco en la parte superior de la espalda. Había venido directamente desde el trabajo y cuando le pidió permiso para ducharse no la miró a los ojos. Por toda respuesta, Inger Johanne fue a buscar una toalla y la camiseta de fútbol americano que a ella le venía demasiado grande. El la desplegó ante sí y se echó a reír.
– Warren opina que yo podría haber sido un buen jugador -dijo.
– Warren opina tantas cosas… -dijo Inger Johanne, poniendo los platos sobre la mesa-. Serviré la comida dentro de quince minutos, así que vas a tener que darte un poco de prisa.
El documento estaba algo sucio y lleno de anotaciones que no entendía, pero no era difícil leer el contenido de las casillas. Él, sentado junto a ella en el sofá, se inclinaba sobre el papel que ella se había puesto sobre la rodilla más cercana a Yngvar y que le rozaba el muslo de vez en cuando. Cada uno sujetaba una taza humeante.
– ¿Encuentras algo interesante? -preguntó él.
– No mucho, aparte de que estoy de acuerdo en que el vínculo con la enfermera no parece muy importante.
– ¿Porque es mujer?
– Quizá, sí. Ni tampoco el vínculo con el fontanero, a no ser que… -Un escalofrío la hizo llevarse las manos a la nuca: el fontanero vivía en Lillestrøm.
«Concéntrate -pensó-. Obviamente no es más que una casualidad. En Lillestrøm vive mucha gente, está muy cerca de Oslo. Este fontanero no tiene nada que ver con el caso de Aksel Seier. ¡No le des más vueltas!»
– ¿Qué pasa? -preguntó él.
– Nada -murmuró ella-. Sólo que ando investigando otro caso, un viejo caso criminal de… Olvídalo, realmente no tiene nada que ver con esto. Seguramente podemos dejar a un lado al fontanero.
– Eso pienso yo también -asintió él-. Estamos de acuerdo, pero ¿por qué?
– No estoy segura. -Su dedo se deslizó de nuevo por encima de la hoja y se detuvo en la columna señalada como «contactos»-. Quizá porque con quien ha tenido contacto ha sido con los padres, y no con las madres. Es el único que ha tenido contacto exclusivamente con los padres. Tønnes Selbu, el padre de Emilie. Lasse Oksøy, el padre de Kim. Por alguna razón tiendo a pensar que este caso tiene que ver con las madres. O… no sé… Mira: ha ayudado a Tønnes Selbu a traducir una novela y ni siquiera se han visto. Un vínculo bastante débil.
– Es curioso que hable con un fontanero sobre una novela -murmuró Yngvar mirando la taza.
– Quizá la novela trata de un técnico en fontanería -aventuró ella-. Quién sabe. ¡Pero mira esto! ¡23 de julio de 1991!
– ¿Qué? ¿Dónde?
– Lena Baardsen ha declarado que fue novia de Karsten Åsli en 1991. La relación tiene que haberla marcado profundamente para que se acuerde de la fecha de la última vez que lo vio, ¡a pesar de que fue hace casi diez años, el 23 de julio de 1991! ¿Tú te acuerdas de este tipo de cosas?
Él estaba sentado demasiado cerca; ella sentía su respiración contra el cuello, percibía su aliento que olía a café con leche. Enderezó la espalda.
– La verdad es que nunca he estado con nadie que no sea mi mujer -reconoció él-. Éramos novios desde el bachillerato, así que… -Sonrió, y ella ya no pudo continuar ahí sentada-. La verdad es que sobre ese tipo de cosas no sé gran cosa. -La siguió con la mirada mientras ella se dirigía a la cocina-. En todo caso, creo que es más típico de las mujeres acordarse de ese tipo de detalles.
Cuando Inger Johanne volvió, sin haber ido a buscar nada en realidad, se sentó en la silla al otro lado de la mesa de cristal. Él la contemplaba con expresión impenetrable.
Ella no lo entendía. Por un lado el hombre demostraba un interés por ella que a veces la agobiaba y que no podía obedecer exclusivamente a motivos profesionales. Esto se evidenciaba en la perseverancia con que la había perseguido: primero prácticamente la había obligado a ir a su despacho, luego la había localizado en Estados Unidos y finalmente la había ido a buscar al ICA. Vaya sitio. Era obvio que estaba interesado, pero como nunca seguía adelante, nunca hacía otra cosa que venir, buscarla, hablar, la hacía sentirse… «Como una tonta -pensó ella-. No te entiendo. Te invito a comer, andas por mi casa, con mi camiseta, que lleva mi nombre. Arropas a mi niña con el edredón. Te dejo estar con mi niña, Yngvar. ¿Por qué no pasa nada?»
– Me parece curioso -dijo- recordar una fecha como ésa.
La hoja estaba entre ellos.
– Siempre he desconfiado de los fotógrafos -sonrió Yngvar-. Retuercen la realidad y luego dicen que eso es lo auténtico.
– Y yo no me fío de los ginecólogos -dijo ella sin mirarlo-. A menudo son incapaces de mostrar la más elemental comprensión hacia las personas. Los varones son los peores.
Los dos se rieron. A él no parecía molestarle que ella se hubiera sentado más lejos. El hombre, por el contrario, se acomodó mejor, como si en realidad le resultara agradable tener todo el sofá para sí solo.
– ¿Habéis averiguado algo más respecto a la causa de la muerte de Kim y de Sarah?
– No. -Se bebió lo que le quedaba en la taza.
– Si damos por supuesto que realmente hay una causa de muerte -dijo Inger Johanne-, entonces…
– ¡Claro que hay una causa de muerte! ¡Estamos hablando de dos niños sanos y fuertes!
Cuando fruncía el ceño parecía mayor. Mucho mayor. Que ella.
– ¿Crees que los puede haber… matado de miedo o algo así?
– No, no lo creo. ¿Crees que eso es posible? ¿Matar de miedo a personas que tienen el corazón sano?
– No tengo la menor idea, pero si un hombre ha encontrado una manera de matar gente sin dejar huella… -Inger Johanne volvió a sentir frío en la nuca. Se llevó las manos a la cabeza y se pasó los dedos por el pelo-. Eso quiere decir que ha alcanzado el control total, cosa que encaja bastante bien con su perfil.
– ¿Qué perfil?
– Espera.
Ella tenía la vista en la hoja, que estaba colocada de tal modo que Yngvar podía leerla cómodamente pero ella la veía al revés. Tenía un dedo levantado, como pidiendo un silencio absoluto para acabar de dar forma a una idea.
– Este hombre es un… vengador -dijo haciendo un esfuerzo-. Tiene un trastorno de la personalidad antisocial grave o es psicópata. Hace lo que hace porque cree que es lo correcto, lo justo. Cree que tiene derecho a algo. A algo que nunca ha tenido. O a algo que le han arrebatado. Algo que cree suyo. Está apoderándose… ¡de lo que es suyo!
Su dedo era como un signo de exclamación entre ellos. El semblante de Yngvar permanecía imperturbable.
– ¿Crees que… el asesino es en realidad el padre de estos niños? -inquirió ella.
Le temblaba la voz. Ella misma se dio cuenta y carraspeó. Yngvar estaba pálido.
– No -dijo él por fin-. No lo es.
El dedo de Inger Johanne descendió lentamente.
– Lo habéis comprobado -dijo, desalentada-. Los niños son hijos de sus padres legales.
– Sí.
– Deberías habérmelo dicho -le recriminó-, ya que quieres que te ayude.
– Es que todavía no había llegado a eso. Sabemos que Emilie tiene un padre biológico que no es Tønnes Selbu. Pero creemos que él no lo sabe. En cuanto al resto de los niños… -Se reclinó tranquilamente en el sofá y abrió ligeramente los brazos-. Todo indica que las paternidades están en orden.
Inger Johanne no despegaba la mirada de la hoja. El Rey de América gimoteaba al otro lado de la puerta cerrada de Kristiane, pero Inger Johanne no se levantó. Los gañidos sonaban cada vez más fuerte.
– ¿Quieres que…? -empezó Yngvar.
– Ayer tuve aquí una especie de fiesta de chicas -lo interrumpió ella-. Acabamos un poco achispadas todas.
Jack había empezado a aullar.
– Si quieres lo dejo salir -dijo Yngvar-. Seguro que tiene que hacer pis.
– Todavía no está educado del todo -se lamentó ella-. Lo único que quiere es compañía. Ahora Kristiane se va a despertar. Estamos apañados.
Yngvar dejó salir al perro del dormitorio de la niña, y éste se orinó en el suelo. Yngvar fue a buscar un cubo y un trapo. Poco después todo el salón olía a Ajax. El hombre regresó del baño con el perro en brazos.
– ¿Una fiesta? -preguntó con alegría fingida-. ¿Un miércoles?
– En realidad es una especie de tertulia literaria, con la salvedad de que casi nunca tenemos tiempo para leer, al menos los mismos libros. Pero llevamos reuniéndonos desde que íbamos al instituto, una vez al mes. Y como te he dicho acabamos un poco…
Se ruborizó. No era porque hubiera bebido demasiado la noche anterior; seguro que a Yngvar le daba igual lo que ella hiciera. Él se ponía cómodo en su casa y se sentaba con su perro en brazos, en su sofá. Todavía tenía las manos mojadas con su agua y sus productos de limpieza.
– Ya entrada la noche, una se empeñó en preguntarnos a las demás con cuántos hombres nos habíamos…
Yngvar nunca había estado más que con su mujer. Inger Johanne no creía haber conocido nunca a ningún otro hombre que pudiera decir lo mismo.
«¿Estás hablando en serio? -pensaba ella-. ¿O es sólo otro truco para impresionar, una manera de hacerte el especial?»
– … acostado -continuó.
– Ahora no te…
– ¿No me sigues? -Se arrepintió de haber sacado el tema-. Estoy intentando decir algo -añadió rápidamente-. Hubo mucha guasa y muchas risas, claro. De vez cuando las amigas en las fiestas juegan a eso. Más o menos como cuando los chicos tienen que nombrar los cinco mejores álbumes de rock de la historia, los diez mejores delanteros y cosas así.
Yngvar tenía los muslos anchos, y El Rey de América estaba tumbado sobre ellos con la boca abierta y los ojos cerrados, tan a gusto.
– Creo que todas mentimos un poco. La cosa es que…
– ¡Ahora sí que me tienes en ascuas!
Las palabras eran sarcásticas, la voz amable. Ella no sabía qué pensar.
– Omitimos nombres -dijo-. Todos tenemos alguna historia que no queremos confesar.
Él apartó la mirada del perro y la miró directamente a los ojos.
– Bueno, no todos -rectificó, señalando la mesa del comedor como si quisiera dejar claro a quién se refería-. Pero nosotras sí, las que estábamos aquí ayer omitimos nombres. En nuestra vida nos hemos liado con hombres que al poco tiempo hemos descubierto que no nos gustaban. A veces incluso nos resulta desagradable recordar que hemos… estado con alguien en particular. Luego pasa el tiempo y se nos olvida todo el asunto, consciente o inconscientemente. Aunque normalmente hay algún nombre almacenado en la corteza cerebral, no lo mencionamos, ni siquiera a las mejores amigas.
Él dejó al cachorro con cuidado en el suelo y éste empezó a gimotear, ansioso por volverse a subir. Yngvar lo apartó con decisión y se acercó la hoja de papel que estaba sobre la mesa. El perro se encaminó al rincón con aire compungido y allí se echó, dejándose caer con un golpe seco.
– Aquí sólo hay un «novio» -señaló Yngvar-. Karsten Åsli. Hay otra que lo ha nombrado como amigo, bueno, como ex amigo, en realidad. ¿Piensas entonces que este Åsli puede haber estado con varias de las madres?
– No necesariamente. Puede ser cualquier otro, alguien al que nadie nombra, bien porque han reprimido todos sus recuerdos sobre el tipo, bien porque no quieren admitir que…
– Pero supongo que las madres comprenden la gravedad del asunto -la interrumpió él-. Saben lo importante que es que digan la verdad, que las listas que les pedimos estén bien.
– Sí -asintió ella-. No digo que estén mintiendo, sino que quizás estén reprimiendo el recuerdo. ¿Te apetecería tomar una copa? ¿Un whisky? ¿Un gin-tonic?
Él consultó el reloj automáticamente, como si no pudiera aceptar una copa sin antes mirar qué hora era. Quizás Inger Johanne había acertado, quizá nunca bebía.
– Tengo que conducir -contestó él, vacilante-, así que no, gracias, aunque es una oferta tentadora.
– Puedes dejar aquí el coche -dijo ella, y acto seguido se apresuró a añadir-: No pretendo presionarte. Yo no sé si estas señoras han tenido algún novio en común, simplemente estoy jugando con la idea. Hay algo en la furia que destilan los crímenes de este hombre, en la amargura, en la maldad… Es más fácil imaginarse que algo así obedece al rechazo de una mujer, de varias mujeres, quizá de todas las mujeres, que pensar que el tipo actúa movido por sus problemas con… Hacienda, por ejemplo.
– Pues no estés tan segura -dijo Yngvar-. En Estados Unidos…
– En Estados Unidos hay ejemplos de gente que mata porque les han servido una hamburguesa fría -repuso Inger Johanne-. Pero creo que deberíamos atenernos a las condiciones de por aquí.
– ¿Qué pasó en realidad entre Warren y tú?
Inger Johanne se sorprendió de que la pregunta no la turbase más. Desde que Yngvar le había desvelado que conocía a Warren ella había estado esperando que él se la formulara, pero como se hacía esperar supuso que el asunto no le interesaba, cosa que la alegraba y la decepcionaba al mismo tiempo. No quería hablar de Warren, pero que Yngvar no le hubiera preguntado por él antes podía ser indicio de una indiferencia que no le gustaba del todo.
– No quiero hablar de Warren -dijo tranquilamente.
– No pasa nada. Si te he ofendido de algún modo, lo siento mucho, no era mi intención.
– No me has ofendido -replicó ella, forzándose a sonreír.
– Creo que al final me voy a tomar esa copa.
– ¿Cómo vas a llegar a casa?
– En taxi. ¿Puedo pedirte un gin-tonic?
– Ya te he dicho que sí.
Los cubitos de hielo tintineaban en las dos copas que Inger Johanne trajo de la cocina.
– Lo siento, pero no tengo limón -dijo-. Warren me traicionó, profesional y sentimentalmente. Como yo era muy joven, le di más importancia a lo segundo, pero ahora estoy más enfadada por lo primero. -Tomó un sorbo e hizo una mueca. Había puesto demasiada ginebra-. Aunque, a decir verdad, hace siglos que no pienso en ello. Y como te he dicho, no quiero hablar de ello.
– ¡Chinchín! En otra ocasión, quizás. -Alzó su copa y bebió.
– No -dijo ella-. No quiero hablar de ello. No quiero ahora ni querré otro día. Para mí Warren no existe ya.
El silencio que se impuso, por alguna razón inexplicable, no resultaba embarazoso. Unos preadolescentes estaban armando jaleo en el jardín. Habían entrado para recoger un balón de fútbol. Aquel barullo tan veraniego los hizo sonreír, aunque no se miraron al hacerlo. Eran ya más de las nueve y media. Inger Johanne sintió que la ginebra se le subía a la cabeza. Aunque sólo había tomado un trago, notó un mareo ligero y agradable. Dejó la copa sobre la mesa y se relajó.
– Si jugamos con la idea de que estamos buscando a un ex novio -dijo-, o a alguien que hubiera querido ser novio de alguna de estas madres, entonces la nota encaja bastante bien: «Ahí tienes lo que te merecías.» No hay forma más cruel de hacer daño a una madre que quitándole un hijo.
– Tampoco hay forma más cruel de hacer daño a un padre.
Inger Johanne lo miró algo desconcertada y entonces comprendió.
– Ay… Lo siento muchísimo. Perdóname, Yngvar, no he pensado en que…
– No tiene importancia, la gente tiende a olvidarse. Supongo que es por lo… grotesco que fue el accidente. Tengo un compañero que perdió un hijo en un accidente de tráfico hace cerca de un año, y todo el mundo habla con él de eso. Es como si resultara más fácil enfrentarse a un accidente de tráfico. En cambio, que alguien se mate al caerse de una escalera y mate también a su madre en la caída es el tipo de cosa que… -Sonrió forzadamente y tomó un sorbo de su copa-. El tipo de accidente que aparece en la novelas de John Irving, así que nadie dice nada. En realidad no importa. Te he interrumpido en medio de un razonamiento.
Ella no quería continuar, pero algo en la mirada de Yngvar la impulsó a decir de todos modos:
– Pongamos que estamos hablando de un hombre aparentemente normal. Guapo, quizás atractivo. A lo mejor es encantador y tiene facilidad para establecer contacto con mujeres. Como es muy manipulador, consigue retenerlas durante un tiempo, pero no mucho. Hay algo malo en él, algo inmaduro y muy egocéntrico que, combinado con las paranoias que no tardan en salir a la luz, hace que las mujeres lo rehúyan. Fracaso tras fracaso. Él no piensa que sea culpa suya, él no hace nada malo. Son las mujeres las que lo traicionan, son astutas y calculadoras, no se puede confiar en ellas. Entonces le pasa algo.
– ¿Como qué?
Yngvar estaba a punto de acabarse la copa, e Inger Johanne no sabía si ofrecerle otra o no, así que prosiguió:
– No lo sé. ¿Otro rechazo más? Quizá. Probablemente algo más serio, algo que hace que se le crucen los cables del todo. El tipo que fue visto en Tromsø… ¿Habéis averiguado algo más sobre eso?
– No, no se ha presentado nadie más a declarar. Eso puede significar que fuera nuestro hombre, pero también puede que fuera otro, alguien que no tiene nada que ver con este caso, pero que quizás estaba haciendo algo que no tiene muchas ganas de contarle a la policía. Puede ser algo tan inocente como una visita a casa de una amante, así que en realidad no hemos avanzado mucho.
– El caso Emilie lo complica todo -dijo ella-. ¿Quieres más?
Él se quedó mirando su vaso durante un buen rato. Los cubitos de hielo se habían fundido. De pronto, él apuró el vaso y dijo:
– No, gracias. Sí, Emilie es un misterio. ¿Dónde está? Como la madre lleva más de un año muerta, dudo que se pueda pensar que el secuestro de la niña sea un ataque contra ella. Tu teoría hace agua.
– Sí…
No lo decía muy convencida.
– No la han devuelto como al resto de los niños, o por lo menos no se la han devuelto al padre, pero ¿habéis comprobado…?
Las miradas se encontraron.
– El cementerio -dijo él en voz baja, casi susurrando-. Puede habérsela devuelto a su madre.
– Sí. ¡No!
Inger Johanne se tapó las manos con las mangas; tenía frío.
– ¡Hace ya casi cuatro semanas que desapareció! -exclamó-. ¡Alguien lo habría descubierto! En este período tiene que haber pasado mucha gente por el cementerio de Asker.
– Ni siquiera estoy seguro de que sea allí donde está enterrada Grete Harborg -dijo él con la respiración entrecortada-. Joder. ¿Por qué no hemos pensado en eso?
Yngvar se levantó de repente y apuntó con un gesto interrogativo en dirección al despacho de Inger Johanne.
– Llama, llama -dijo ella-. Pero quizás ahora sea un poco tarde para averiguar esto, ¿no?
– Demasiado tarde -dijo él cerrando la puerta a sus espaldas.
Se habían sentado en la terraza. Así lo había querido él. Pasaba de la medianoche y los vecinos por fin habían mandado a sus hijos a la cama. Se percibía un leve olor a carne asada a la parrilla proveniente del este. La dirección del viento resultaba cómoda, el ruido de los coches en la autopista era un rumor lejano. Sobre las once, Inger Johanne le había ofrecido un saco de dormir cuando fue a buscar un edredón para sí. Él había dicho que no, pero al final había accedido a taparse los hombros con una mantita. Estaba claro que tenía frío: movía los muslos regularmente y, de vez en cuando, se echaba el aliento en las manos para calentárselas.
– Una historia fascinante -comentó él comprobando por cuarta vez que tenía el móvil encendido-. Les he pedido que llamen a este número, para que no… -Señaló hacia el interior de la casa, donde Kristiane dormía profundamente.
Inger Johanne le había hablado de Aksel Seier. En realidad estaba sorprendida de no habérselo contado antes. En menos de una semana, Yngvar y ella habían pasado juntos un día, una larga velada y una noche en vela. Varias veces había estado a punto de contarle la historia, pero algo se lo había impedido, quizá su reticencia a mezclar sus diferentes intereses laborales. Yngvar aún llevaba su camiseta. La había estado escuchando con interés, y sus preguntas, breves y escasas, siempre eran pertinentes, tenían profundidad. Ella habría debido contárselo antes. Por alguna razón había evitado hablar de Asbjørn Revheim y Anders Mohaug, ni había mencionado siquiera su excursión a Lillestrøm. Era como si primero quisiera pensarlo hasta el final.
– ¿Crees que…? -dijo pensativa-. ¿Crees que la fiscalía noruega a veces cae en…?
Casi daba la impresión de que no se atrevía a pronunciar la palabra.
– ¿En la corrupción? -la ayudó él-. No. Si con eso te refieres a la posibilidad de que la fiscalía aceptara dinero a cambio de contribuir a que un caso acabe de determinada manera, creo que está casi descartada.
– Eso me tranquiliza mucho -dijo ella secamente.
Sobre una pequeña mesa entre ellos había un termo de té con miel. La tapa silbaba de un modo irritante, y ella intentó cerrarla bien.
– Pero hay muchas formas de debilidad humana -dijo él aferrándose a la taza para calentarse-. La corrupción resulta casi impensable en este país, por muchos motivos. En primer lugar, es algo ajeno a nuestra tradición. Quizá suene extraño, pero la corrupción presupone en realidad una especie de tradición nacional. En muchos países africanos, por ejemplo…
– ¡Cuidado con lo que dices!
Los dos se rieron.
– Hemos visto ejemplos de corrupción a muy alto nivel en Europa estos últimos años -le recordó Inger Johanne-. Bélgica. ¡Francia! No queda tan lejos, no tienes por qué irte a África.
– Tienes razón -admitió Yngvar-. Pero estamos en un país muy pequeño, muy transparente. El problema no es la corrupción.
– ¿Cuál es entonces el problema?
– La incompetencia y el prestigio.
– Vaya.
Ella se dio por vencida con el termo, que seguía emitiendo un ruido bajo y siseante. Yngvar abrió la tapa del todo y vertió lo que quedaba del té en su taza. Luego dejó la tapa a un lado y preguntó:
– ¿Adónde quieres llegar?
– Yo… ¿Es posible que Aksel Seier, en su momento, fuera condenado a pesar de que había alguien en el sistema que de hecho sabía que era inocente?
– Fue juzgado por un tribunal -dijo Yngvar-. Un tribunal está formado por diez personas. Me cuesta mucho creer que diez personas se hayan puesto de acuerdo para hacer algo tan ruin sin que nunca haya salido a la luz en todos estos años.
– Sí, pero las pruebas fueron presentadas por la fiscalía.
– Por supuesto. ¿Quieres decir que…?
– En realidad no quiero decir nada. Te pregunto si crees que es posible que la policía y el fiscal en 1956 se aliaran para conseguir que condenaran a Aksel Seier por un crimen que sabían que no había cometido.
– ¿Sabes quién era el fiscal del caso?
– Astor Kongsbakken.
Yngvar se apartó la taza de la boca y se echó a reír.
– A juzgar por los recortes de periódico, estaba profundamente implicado en el caso, por decirlo con suavidad -continuó Inger Johanne.
– ¡Me lo imagino! Soy demasiado joven para…
Ahora Yngvar sonrió de oreja a oreja y la miró directamente a la cara. Ella fijó la vista en una mancha de té en el edredón y se arrebujó en él.
– Soy demasiado joven para haberlo conocido en los tribunales -prosiguió él-. Pero era legendario. Digamos que era el equivalente en la fiscalía de Alf Nordhus. Comprometido y muy eficiente. A diferencia de algunos de los grandes abogados defensores, Kongsbakken sabía cuándo capitular. No recuerdo muy bien qué fue de él.
– Debe de haber muerto hace mucho -aventuró ella.
– Sí, o está muerto o es más viejo que Matusalén. Y creo que te puedo asegurar una cosa: el fiscal del Estado Kongsbakken nunca habría contribuido a condenar a un inocente.
– Pero en 1965… Cuando soltaron sin más a Aksel y nada…
En el teléfono móvil empezó a sonar una versión digital de Para Elisa. Yngvar se lo llevó al oído. La conversación apenas duró un minuto, y él no pronunció más que tres palabras: sí, no y gracias.
– Nada -dijo en voz alta y colgó el teléfono-. Grete Harborg está enterrada en Østre Gravlund, aquí en Oslo, junto a sus abuelos. Tres patrullas de la policía de Oslo han peinado la zona que rodea la tumba. Nada. Ni paquetes misteriosos ni notas. Seguirán buscando mañana, cuando amanezca, pero están bastante seguros de que no hay nada.
– Gracias a Dios -susurró Inger Johanne, que sentía una especie de alivio físico-. Gracias a Dios. Pero…
Él la miró. En la oscuridad de la noche sus ojos parecían oscuros, casi negros. Debería haberse afeitado. La manta se le había caído de los hombros y, cuando él se dio la vuelta para recogerla, ella vio su propio nombre escrito sobre sus anchas espaldas. Tragó saliva y no quiso mirar el reloj.
– Eso significa que seguimos sin poder estar completamente seguros de que Emilie haya sido secuestrada por la misma persona que asesinó a los otros niños -dijo-. Puede haber sido otra persona.
– Sí -asintió él-. Pero no lo creo. Tú tampoco lo crees. Roguémosle a Dios que no sea así.
La intensidad de la última expresión la sorprendió.
– ¿Por qué…? ¿Qué quieres decir?
– Emilie está viva, puede estar viva. Si la ha secuestrado nuestro hombre, cabe suponer que tiene algún motivo para mantenerla con vida. Por eso espero que sea él. Sólo tenemos que…
– … encontrarlo.
– Me tengo que ir -anunció Yngvar.
– Supongo que sí -dijo Inger Johanne-. Llamaré un taxi.
Yngvar era un hombre corpulento y hacía tres horas que se había bebido un gin-tonic. Lo más probable es que estuviera en condiciones de conducir, y los dos lo sabían.
– Mañana vendré a recoger el coche -dijo él-. Así te traigo también la camiseta, a no ser que quieras que la lave antes.
En la puerta acarició a Jack.
Luego se llevó los dedos índice y medio a la frente, a modo de despedida, sonrió y se dirigió al taxi que lo estaba esperando.