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Era como si la cría hubiese decidido morirse, él no entendía por qué. Le daba suficiente comida, suficiente agua, suficiente aire. Le daba todo lo que necesitaba para mantenerse con vida, pero ella no hacía más que quedarse ahí tirada. Había dejado de contestar cuando él se dirigía a ella, cosa que lo irritaba mucho. Era de muy mala educación. Como el hombre no soportaba el olor de la cría, había agarrado un par de calzoncillos viejos y les había cosido la bragueta. No podía comprar un par de braguitas de niña sin llamar la atención, puesto que en el pueblo lo conocía todo el mundo. Claro que habría podido ir a la ciudad, pero era mejor jugar sobre seguro. Había jugado sobre seguro todo el tiempo. Nunca lo encontrarían, y él no quería estropearlo todo despertando las sospechas de alguien al comprar braguitas de niña pese a no tener hijos. La gente estaba completamente histérica, en todas partes se hablaba de lo mismo: en la cooperativa, en la gasolinera de Bobben… En el trabajo podía ponerse los auriculares y aislarse de todo, pero durante la pausa de la comida no le quedaba más remedio que escuchar sus tonterías. En un par de ocasiones había engullido su bocadillo junto a la sierra, pero entonces el jefe se había acercado para preguntarle qué le pasaba. La comida era sagrada para todo el mundo, había que tomarla en el barracón. Así era la cosa, de modo que él había sonreído y lo había seguido.

Cuando hacía un par de días le había ordenado a la niña que se levantara de la cama y se lavase, ella estaba rígida como un robot, pero lo hizo. Fue renqueando hasta el lavabo, se quitó toda la ropa hasta quedarse desnuda, se lavó con los trapos que él le había traído y se puso las bragas limpias: verdes, desgastadas y con un descarado elefante en la parte delantera. Él se había reído. Las bragas le venían grandes a la cría, que tenía una pinta completamente ridícula cuando se volvió hacia él. Flaca y pálida, sujetaba la trompa de tela con la mano derecha.

Después él le había lavado la ropa. La había metido en la lavadora y le había echado suavizante durante el aclarado. Es cierto que le dio pereza plancharlo todo, pero ella podría haberse mostrado más agradecida de todos modos. En cambio, seguía ahí tumbada con sólo los calzoncillos puestos. Su ropa estaba apilada junto a la cama, cuidadosamente doblada.

– Oye -la llamó él en tono hosco desde la puerta-. ¿Sigues viva?

No hubo respuesta.

La criaja de mierda no le quería responder.

Le recordaba a una niña que iba a su colegio. Estaban montando una obra de teatro y la madre de él iba a venir a verla. Le había confeccionado el vestuario. Él hacía de oca salvaje y decía sólo un par de líneas. El traje no estaba demasiado bien: las alas estaban hechas de cartón, y una de ellas estaba bastante estropeada. Los demás se rieron. La niña guapa representaba el papel de cisne. Las plumas formaban un aura alrededor de ella, plumas blancas como la nieve hechas de papel de seda. Se tropezó con algo y se cayó del escenario.

La madre no apareció, él nunca supo por qué. Cuando llegó a casa, ella estaba sentada a la mesa de la cocina, leyendo. Ni siquiera lo miró cuando él le dio las buenas noches. La abuela le había dado una rebanada de pan con mantequilla y un vaso de agua. Al día siguiente lo obligó a ir al hospital a visitar al cisne y a pedirle perdón.

– Oye -dijo el hombre otra vez-. ¿Me vas a responder?

Algo se movió levemente bajo el edredón, pero no se oyó el más leve sonido.

– Ándate con cuidado -le advirtió él entre dientes y cerró de un portazo.


El cuarto estaba completamente a oscuras.

Emilie sabía que no se había quedado ciega. El señor había apagado la luz.

Papá habría ya dejado de buscarla, quizás hubieran celebrado ya el funeral.

Seguramente ella estaba ya muerta y enterrada.

– Mamá -dijo con voz ahogada.

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