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– No comprendo cómo consigues hacerlo todo -comentó Bente, entusiasmada-. ¡Esto estaba sencillamente delicioso!

Kristiane dormía. Solía inquietarse cuando Inger Johanne esperaba invitados. Ya a media tarde solía entrar en una larga fase de incomunicación: deambulaba por la casa, no quería comer, no quería dormir. Hoy, en cambio, se había metido en la cama con la tripa llena, con Sulamit bajo un brazo y Jack, que babeaba contento, bajo el otro. El Rey de América había obrado cierto efecto en Kristiane, a Inger Johanne no le quedaba más remedio que admitirlo. Por la mañana su hija había dormido hasta las siete y media.

– La receta -dijo Kristin-. Tienes que darme la receta.

– No hay receta -repuso Inger Johanne-. Me lo he inventado.

El vino le estaba sentando bien. Eran las nueve y media del miércoles por la tarde. Se sentía alegre y no le dolían los hombros. Las chicas charlaban sin parar. La única que no había venido era Tone, quien no se había atrevido a dejar a los niños tal y como estaban las cosas. Sobre todo después de lo ocurrido esa mañana.

– Siempre ha sido muy aprensiva -dijo Bente derramando vino sobre el mantel-. Al fin y al cabo los niños tienen padre. ¡Huy! ¡La sal! ¡Gaseosa! Tone tiene un… un miedo exagerado a todo tipo de cosas. Quiero decir que… ¡no podemos encerrarnos en casa sólo porque ese tipo ande suelto!

– Ahora lo van a pillar -aseveró Line-. Ya saben quién es. No puede esconderse eternamente y no podrá llegar muy lejos. ¿Habéis visto que la policía ha enviado un comunicado con la foto del tipo y todo? ¡Pero no tires toda la gaseosa, mujer!

Yngvar no había vuelto a telefonear después de que Inger Johanne no hubiera contestado a su llamada la noche anterior. No sabía si se arrepentía. No tenía idea de por qué no había querido hablar con él. Ahora no le habría importado. Él podía llamar, venir unas horas después, cuando las chicas hubieran acabado de reírse y se fueran a casa tambaleándose. Entonces podía venir Yngvar. Podían sentarse a la mesa de la cocina y comer sobras mientras bebían leche. Si se daba una ducha podía dejarle una camiseta de fútbol vieja de Estados Unidos. Inger Johanne podría mirarle los brazos cuando se inclinara hacia delante, apoyándose sobre ellos; llevaba una camisa de manga corta y tenía rubio el vello de los brazos, como si ya fuera verano.

– ¿No?

Inger Johanne sonrió de pronto.

– ¿Qué?

– Que ahora lo van a pillar, ¿no?

– ¡Y yo qué sé!

– Pero el tipo ese -insistió Line-, el tipo que me encontré aquí el sábado, ¿no trabaja para la policía? Eso dijiste, ¿no? Que sí, mujer… ¡En Kripos!

– ¿No nos habíamos reunido para hablar de un libro? -preguntó Inger Johanne y se fue a la cocina a buscar una botella de vino. Como siempre, las chicas habían traído demasiado.

– Un libro que evidentemente tú no te has leído -señaló Line.

– Yo tampoco -reconoció Bente-. Sencillamente no he tenido tiempo, lo siento.

– Yo tampoco -admitió Kristin-. Si quieres que la sal sirva de algo tienes que frotarla contra la tela. ¡Así! -Se inclinó sobre la mesa y metió el dedo índice en la mezcla pastosa de sal y agua mineral.

– ¿Por qué llamamos a esto una tertulia literaria? -Line levantó el libro con ademán acusatorio-. Si yo soy la única que lee… Decidme, ¿qué os pasa a las que tenéis hijos? ¿Dejáis de tener ganas de leer?

– Lo que dejamos de tener es tiempo -respondió Bente entre dientes-. El tiempo, Line. Es el tiempo lo que desaparece.

– ¿Sabes lo que te digo? Que me hace gracia eso que dices -empezó Line-. Siempre estáis hablando de que es lo único que realmente vale la pena… Como si en cuanto se tienen hijos se tuviera derecho a…

– ¿No sería mejor que nos contaras algo sobre el libro? -intervino Inger Johanne rápidamente-. A mí me interesa, de verdad. Cuando era más joven leí todos los libros de Asbjørn Revheim. De hecho, había pensado comprarme un ejemplar de… ¿cómo se llama? -Extendió la mano para agarrar el libro, pero Line se lo quitó.

– Revheim. Crónica de un suicidio anunciado -dijo Halldis-. Además a mí no me has preguntado, de hecho, yo sí que lo he leído.

– Grotesco -farfulló Bente-. Tú no tienes hijos, Halldis.

– Un título bastante vago -dijo Line, todavía algo enfurruñada-. Todo lo que escribió e hizo destila una cierta… nostalgia por la muerte. Sí. Una atracción hacia la muerte.

– Suena a novela policiaca -comentó Kristin-. ¿No sería mejor que quitáramos el mantel?

Bente había vuelto a derramar el vino. En vez de echar aún más sal, puso torpemente su servilleta sobre la mancha roja, que se ensanchaba rápidamente porque la copa seguía volcada.

– No pasa nada -aseguró Inger Johanne levantando el brazo-. No pasa nada. ¿Cuándo murió?

– En 1983. La verdad es que me acuerdo de cuando ocurrió.

– Mmm. Yo también. Claro que también se le ocurrió una manera muy llamativa de quitarse la vida.

– Por decirlo con suavidad.

– Contádmelo -dijo Bente dócilmente.

– Quizá vendría bien un poco más de agua mineral.

Kristin fue a la cocina por más agua. Bente toqueteaba la mancha que había dejado. Line servía vino. Halldis hojeaba la biografía de Asbjørn Revheim.

Inger Johanne se sentía a gusto.

No había tenido fuerzas más que para pasar la aspiradora, meter las cosas de Kristiane en la caja que tenía en su cuarto y limpiar el baño. Preparar la comida le había llevado media hora. No le apetecía celebrar la reunión, pero había decidido no anularla. Las chicas se lo estaban pasando bien. Incluso Bente sonreía feliz con los párpados entrecerrados. Inger Johanne pensó en llegar tarde al trabajo mañana, en pasar un par de horas en casa, con Kristiane, en zapatillas, y tomárselo con calma. Se alegraba de ver a las chicas y no protestó cuando Kristin volvió a llenarle la copa.

– He oído que todos los que se suicidan tienen en realidad un problema de psicosis grave -dijo Line.

– Qué tontería -resopló Halldis.

– No, ¡es verdad!

– Que lo has oído sí, pero no que sea correcto.

– ¿Y tú qué sabes de eso?

– Podría perfectamente ser cierto en el caso de Asbjørn Revheim -terció Inger Johanne-. Por otro lado, el tipo ya lo había intentado en varias ocasiones. ¿Creéis que se encontraba en un estado psicótico todas las veces?

– Estaba loco -murmuró Bente-. Como una puta cabra.

– Eso no es lo mismo que psicótico -objetó Kristin-. Conozco a más de uno que está como una cabra, pero nunca he conocido a ningún psicótico.

– Mi jefe es un psicópata -dijo Bente alzando la voz-. ¡Es jodidamente malvado! ¡Perverso!

– Aquí tienes un poco más de agua -dijo Line, pasándole una botella de litro y medio.

– Psicópata y psicótico no significan exactamente lo mismo, Bente. ¿Alguien ha leído Ciudad hundida, sube el mar?

Todas asintieron, a excepción de Bente.

– Salió sólo un par de años después de que lo condenaran, ¿no? -dijo Inger Johanne-. Y además…

– ¿No es en ése donde describe el suicidio? -la interrumpió Kristin-. Aunque lo escribió muchos años antes de matarse… Bastante desagradable, la verdad. -Se estremeció con un escalofrío algo caricaturesco.

– Vamos, contádmelo -rogó Bente-. ¿No me podríais decir lo que pasó?

Todas guardaron silencio. Inger Johanne empezó a recoger la mesa, pues todo el mundo había acabado.

– Creo que podríamos hablar de algo más agradable -dijo Halldis con cautela-. ¿Qué planes tenéis para el verano?


Cuando las amigas finalmente salieron dando tumbos, era más de la una. Bente llevaba dos horas dormitando y parecía aturdida ante la idea de marcharse. Halldis prometió llevarla en taxi a Blindern, donde vivía. Inger Johanne ventiló la casa a conciencia. A última hora se había abolido la prohibición de fumar, aunque ella no recordaba muy bien quién lo había decidido. Sacó cuatro cuencos y les echó vinagre. Después salió a la terraza.

Era la segunda hora del primer día de junio. Una luz azul oscuro, de principios de verano, empezaba a aparecer por el oeste. Durante los próximos dos meses no anochecería del todo en ningún momento. Hacía fresco, pero se podía estar al aire libre sin abrigarse. Inger Johanne se apoyó sobre las macetas, con los pensamientos mustios.

En los últimos tres días había hablado de Asbjørn Revheim en dos ocasiones.

Es cierto que Asbjørn Revheim era una figura central en la literatura noruega, incluso en la historia contemporánea del país. En 1971, o 1972, fue condenado por escribir una novela blasfema e impúdica, varios años después de la farsa de juicio contra el escritor Jens Bjorneboe, que debió de haber marcado el fin del interés de la fiscalía por la literatura. Revheim no se amilanó y, un par de años más tarde, sacó Ciudad hundida, sube el mar, la obra más soez y ofensiva hacia Dios jamás publicada en Noruega. Algunos especularon con la posibilidad de que le concederían el Premio Nobel, pero la mayoría opinaba que merecía otro paseo por los tribunales. No obstante, la fiscalía había aprendido la lección y, muchos años después, el fiscal general declaró que, de hecho, no había leído el libro.

Revheim era un escritor importante, pero estaba muerto, desde hacía ya tiempo. Inger Johanne no recordaba la última vez que había pensado en él, y mucho menos hablado de él. Cuando el último otoño había salido una biografía sobre él, ni siquiera la había comprado. Revheim escribía libros que habían significado mucho para ella cuando era más joven, pero hoy no tenía nada que decirle, tal y como era ahora su vida.

Dos veces en tres días.

La madre de Anders Mohaug pensaba que su hijo había estado implicado en el asesinato de la pequeña Hedvik en 1956. Anders Mohaug era discapacitado psíquico, se dejaba manipular y siempre andaba con Asbjørn Revheim.

«Todo parece demasiado sencillo -pensaba Inger Johanne-. Extremadamente sencillo.»

Tenía frío pero no quería entrar en casa. El viento le atravesaba la camisa. Le convenía comprarse algo de ropa. Las otras chicas parecían más jóvenes que ella. Incluso Bente, que bebía unas cantidades de alcohol que ya no eran como para echarse a reír condescendientemente y que fumaba treinta cigarrillos al día, presentaba mejor aspecto que Inger Johanne. O por lo menos un aspecto más moderno. Ya hacía tiempo que Line no la llevaba de compras.

Era demasiado sencillo.

Además, ¿quién podría tener algún interés en defender a Asbjørn Revheim?

«En 1956 no tenía más que dieciséis años», pensó llenándose los pulmones de aire nocturno. Quería despejarse un poco antes de acostarse.

Pero ¿y en 1965, cuando murió Anders Mohaug y su madre acudió a la policía cuando soltaron a Aksel sin explicación?

En ese entonces Asbjørn Revheim tenía veinticinco años y era un escritor consagrado. Había publicado ya dos libros, si no recordaba mal. Ya consagrado, con dos libros. Ambos habían suscitado encendidos debates. Asbjørn Revheim constituía una amenaza en esos momentos, no era digno de ser protegido.

Inger Johanne contemplaba la biografía que sostenía entre las manos, acariciando la cubierta. Line había insistido en que se quedara con ella. La foto era buena. El rostro de Revheim era estrecho, pero masculino. Sonreía ligeramente, casi con arrogancia. Tenía los ojos pequeños, pero las pestañas largas.

Al fin Inger Johanne entró, pero dejó la puerta de la terraza entreabierta, y percibió el suave olor a vinagre. Se percató de que estaba decepcionada porque Yngvar Stubø no la había llamado. Cuando se acostó decidió empezar a leer el libro, pero antes de apoyar la cabeza sobre la almohada, estaba profundamente dormida.

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