Inger Johanne deambulaba por las calles sin saber adónde ir. Un desagradable viento soplaba entre los altos edificios del barrio de Ibsenquartalet, y ella se percató vagamente de que se dirigía hacia su despacho. No quería ir allí. A pesar de que tenía frío, quería estar al aire libre. Apretó el paso y decidió visitar a Isak y a Kristiane. Podían hacer una excursión a Bygdoy, los tres. Inger Johanne lo necesitaba. Tras casi cuatro años de custodia compartida de Kristiane, finalmente había aceptado el acuerdo. Cuando la echaba demasiado de menos, no tenía más que visitarla en casa de Isak. A él le gustaba que fuera y siempre se mostraba amable con ella. Inger Johanne se había acostumbrado a la situación, pero eso no significaba que le gustara. La asaltaba constantemente el deseo de abrazar a su niña, de estrecharla contra su cuerpo, de hacerla reír. Algunas veces la sensación era insoportablemente fuerte, como ahora. Normalmente le ayudaba pensar que Kristiane estaba bien con su padre, que él era tan importante para su hija como ella. Que así era como tenía que ser.
Que Kristiane no le pertenecía a ella.
Le caían lágrimas de los ojos. Quizá fuera por el viento.
Podían hacer alguna cosa divertida, los tres.
Unni Kongsbakken parecía tan fuerte cuando llegó al Café Grand y tan agotada cuando se fue… Su hijo menor había muerto hacía mucho. El día anterior ella había perdido a su marido. Y hoy, en cierta forma, había entregado lo último que le quedaba: una historia acallada y oculta durante años y el secreto de su hijo mayor.
Inger Johanne se metió las manos en los bolsillos y se encaminó a casa de Isak.
Sonó el teléfono móvil.
Debía de ser alguien de la oficina. No había pasado por ahí desde el día anterior. Ciertamente había avisado aquella mañana que iba a trabajar en casa, pero ni siquiera había comprobado si le había llegado algún mensaje de correo electrónico. No tenía ganas de hablar con nadie. Lo que quería era que la dejaran un rato en paz con la verdad sobre el asesinato de la pequeña Hedvik en 1956. Necesitaba digerir la certeza de que Aksel Seier había cumplido condena por otro. No tenía ni idea de lo que iba a hacer, ni de con quién debía hablar. Ahora mismo no sabía ni siquiera si contarle a Alvhild lo que sabía. No sacó el teléfono del bolso.
Dejó de sonar.
Luego los timbrazos se reanudaron.
Ella empezó a buscarlo en el bolso con irritación. En la pantalla aparecían las palabras número oculto. Apretó la tecla adecuada y se acercó el teléfono a la oreja.
– Por fin -dijo Yngvar aliviado-. ¿Dónde estás?
Inger Johanne miró en torno a sí.
– En la calle Rosenkrantz -dijo-. Bueno, más bien en la plaza de C. J. Hambro. Justo enfrente del Parlamento.
– Quédate ahí. No te muevas. Estoy a tres minutos de ahí.
– Pero…
Él ya había colgado.
El agente de policía parecía incómodo. Miraba fijamente una nota que tenía en la mano, aunque era evidente que ahí no decía nada que pudiera mejorar la situación. La mujer que yacía en la cama lloraba calladamente y no parecía tener ninguna pregunta que hacer.
Aksel Seier se quedaría en Noruega.
Más tarde se casaría con Eva. Una ceremonia discreta, sin invitados y sin otro regalo que el ramo de flores que enviaría Inger Johanne Vik. Pero en ese momento, allí de pie, en la habitación amarilla de su futura esposa, con los puños cerrados colgando a los lados, rapado y vestido con unos pantalones de golf de cuadros rosados y de color turquesa, todavía no sabía todo esto. Aunque nunca iba a recibir una exculpación formal de las acusaciones que lo habían mandado a la cárcel, con el tiempo acabaría enderezando su espalda gracias a la certidumbre sobre lo que realmente había ocurrido. Un periodista escribiría un artículo en el Aftenposten en el que no incurría en delito de injuria sólo gracias a un auténtico malabarismo dialéctico. Aunque el nombre de Geir Kongsbakken no sería nunca mencionado en el periódico, justo después el abogado de sesenta y dos años de edad decidiría cerrar su pequeño bufete de la calle Øvre Slottsgate. Como consecuencia del artículo y de una petición de Inger Johanne Vik, Aksel Seier iba a recibir una indemnización voluntaria del Parlamento, que para él valdría lo mismo que una sentencia de absolución. Enmarcaría la carta en la que se le informaba de ello y la colgaría sobre la cama de Eva, donde permanecería hasta el día de su muerte, catorce meses después de la boda. Aksel Seier no conocería nunca al hombre por el que había cumplido condena y tampoco sentiría nunca la necesidad de conocerlo.
Aksel Seier no sabía nada de todo esto cuando estaba ahí, buscando las palabras, las preguntas que hacerle al hombre con los ribetes de cuadros en torno a las pantorrillas. Lo único en lo que conseguía pensar era en aquel día de 1969. Se había mudado de Boston a cabo Cod y hacía buen tiempo. Había estado en el mar y volvía a casa. La banderita del buzón estaba levantada. Había llegado la carta de Eva, la carta de julio, tal y como había llegado el verano anterior, y el verano anterior a ése. Recibía una carta cada Navidad y cada verano desde que en 1966 abandonó Noruega sin saber que cinco meses más tarde Eva iba a alumbrar un niño, el hijo de Aksel Seier. Pero ella no le contó nada sobre Karsten hasta 1969.
Cuando se enteró de que tenía un hijo de casi tres años, Aksel se había sentado en una piedra roja sobre la playa y le temblaban las manos.
No podía volver a casa. Eva vivía con su madre, a las afueras de Oslo, y nada debía cambiar. La madre la mataría, escribió ella. Eva le pedía que no volviese y él vio que había llorado al escribirlo. Sus lágrimas habían caído en la hoja de papel, dejando manchas de tinta corrida que emborronaban las palabras.
Aksel nunca había comprendido por qué Eva había esperado tanto, y no tenía fuerzas para preguntárselo.
Tampoco las tenía ahora; se limitaba a hurgarse la raya del pantalón sin saber qué decir.
– Está bien -dijo con escepticismo el policía y volvió a mirar su nota-. Aquí no dice nada de un padre… -Luego se encogió de hombros-. Pero si…
Miró a la mujer acostada con expresión dubitativa, como si creyera que Aksel Seier estaba mintiendo. Eva Åsli no estaba en condiciones de confirmar la paternidad de aquel hombre, no hacía más que llorar, de un modo inquietantemente silencioso, y el policía se preguntaba si debería llamar a un médico.
– Quiero ver a Karsten -dijo Aksel Seier, pasándose la mano por la cabeza.
El agente se volvió a encoger de hombros.
– Está bien -murmuró y miró de nuevo a Eva-. Si usted está de acuerdo…
Le dio la impresión de que ella asentía con algún tipo de movimiento, quizá con la cabeza.
– Venga -le dijo el policía a Aksel-. Yo le llevaré. Es muy posible que corra prisa.
– Corre prisa -dijo Yngvar airado-. ¡Corre una prisa de cojones! ¡No lo entiendes!
Inger Johanne le había pedido ya tres veces que condujera más despacio, e Yngvar respondía acelerando aún más. La última vez había puesto la sirena azul en el techo de un golpe sacando el brazo por la ventana, en una curva y a toda velocidad. Inger Johanne cerró los ojos y se encomendó a Dios.
Prácticamente no habían intercambiado palabra desde que él le había explicado brevemente adónde iban y por qué. Habían avanzado a toda velocidad y en silencio durante más de una hora. Ya tenían que estar cerca. Inger Johanne se fijó en una gasolinera en la que un hombre grueso con el pelo muy rojo estaba cubriendo la leña con unos plásticos y alzó la mano en un saludo automático en el momento en que patinaron en la curva.
– ¿Dónde coño estaba el desvío? -gritó Yngvar y dio un frenazo cuando vio el caminito que subía la cuesta y no estaba señalizado-. Primero a la derecha, luego dos veces a la izquierda -repetía de memoria-. Derecha, dos veces a la izquierda. Derecha. Dos veces a la izquierda.
Snaubu estaba en una ubicación magnífica, sobre la cima de una colina, con vistas al valle y mucho sol; era un lugar hermoso y retirado. Desde lejos la casa parecía en mal estado, pero al acercarse, Inger Johanne se dio cuenta de que las tablas de una de las paredes exteriores eran nuevas y estaban recién pintadas. Había unos cimientos a medio construir, quizá para un garaje o para un almacén. Cuando el coche se detuvo, el pulso le latía con fuerza en los oídos. También aquí en la montaña soplaba el viento.
– ¿De verdad crees que está aquí? -dijo ella al salir, estremeciéndose.
– No lo creo -repuso Yngvar dirigiéndose a toda prisa hacia la casa-. Lo sé.
Aksel Seier estaba sentado en el borde de una silla de tubos de acero con las manos en el regazo.
Karsten Åsli estaba inconsciente. Le habían contenido las hemorragias internas. Un médico le había explicado a Aksel que iba a ser necesario someterlo a más operaciones, pero que tenían que esperar a que el paciente se estabilizara un poco. Aksel había visto en los ojos del médico que alimentaba pocas esperanzas.
Karsten se iba a morir.
El aparato de respiración asistida suspiraba profunda y mecánicamente; Aksel se esforzaba por no respirar al compás del gran aparato y estaba empezando a marearse.
Karsten se parecía a Eva. Incluso con aquellos tubos que le salían por la nariz, el tubo de la boca, los tubos por todas partes y la cabeza vendada, Aksel lo veía perfectamente. Los mismos rasgos, la boca y los ojos grandes que sin duda eran azules bajo los párpados hinchados. Aksel Seier deslizó el dedo índice por la mano de su hijo. Estaba helada.
– Soy yo -susurró-. Your Dad is here.
Una sacudida recorrió el cuerpo de Karsten. Luego volvió a quedarse completamente inmóvil, en una habitación en la que el único ruido procedía de un aparato de respiración asistida jadeante y de un monitor cardíaco cuya luz roja brillaba sobre la cabeza de Aksel.
– No está aquí. Tenemos que aceptarlo.
Inger Johanne intentó sujetarle el brazo, pero Yngvar se soltó de un tirón y se dirigió a la puerta del sótano. Ya habían estado allí abajo tres veces, al igual que en el desván. Habían mirado en todos y cada uno de los armarios de la casa. Yngvar había llegado a desmontar una cama de matrimonio para revisar todos los huecos. Había abierto sin ton ni son todos los armarios de la cocina, incluso había echado varios vistazos al interior de la lavadora.
– Una vez más -le rogó él con desesperación y bajó corriendo las escaleras del sótano sin esperar respuesta.
Inger Johanne se quedó de pie en el salón. Yngvar había forzado la puerta. Los dos habían allanado la propiedad de otro hombre y sin una orden de registro. «Derecho de emergencia», había murmurado él cuando por fin consiguieron abrir la puerta. «Sandeces», le había respondido ella al entrar. Pero Emilie no estaba en la casa. Ahora, ahora que Inger Johanne por fin tenía un momento para pensar, comprendió que era todo una locura.
Yngvar sentía algo. Sentía que Emilie estaba cautiva en aquella pequeña granja, que la había secuestrado un hombre sin antecedentes penales y que la única prueba que tenía contra él era que había mantenido relaciones más o menos cercanas con un par de los familiares.
Esto era lo que sentía Yngvar y sobre esa base ella se había metido ilegalmente en el salón de un desconocido, en una casita en la montaña, lejos de todo el mundo.
– ¡Inger Johanne!
Ella no quería volver a bajar allí. El sótano estaba húmedo y lleno de polvo. Ya le estaba costando bastante respirar, incluso había empezado a toser.
– Sí -gritó en respuesta sin acercarse un ápice a la puerta-. ¿Qué pasa?
– ¡Ven aquí! ¿Oyes ese ruido?
– ¿Qué ruido? -inquirió ella, irritada.
– ¡Ven aquí!
Ella bajó las empinadas escaleras a regañadientes, pero vio que él tenía razón. Si se quedaban completamente callados sobre el suelo de hormigón, se oía un leve zumbido. Un sonido mecánico, constante y bajo.
– Suena como el ventilador de mi ordenador -susurró Inger Johanne.
– O un… como un aparato de ventilación. Quizá sea un…
Yngvar empezó a tantear las paredes con las manos. El cemento se soltaba por varios sitios. Un gran armario sin puertas estaba arrimado a la pared que Inger Johanne creía que debía de dar al este. Yngvar intentó mirar detrás. Se puso en cuclillas y estudió el suelo.
– Ayúdame -dijo agarrando el gran mueble-. Hay marcas en el suelo. Este armario ha sido movido varias veces.
No necesitaba su ayuda. El armario se deslizó con facilidad. Ocultaba una pequeña puerta que le llegaba a Yngvar a las caderas y que era evidentemente nueva, a juzgar por sus goznes brillantes. No tenía cerrojo. La abrió. Al otro lado de la puertecilla, un pasillo en el que apenas había espacio para que pasara un hombre adulto descendía a un nivel inferior. Yngvar entró a gatas e Inger Johanne lo siguió agachándose. Dos o tres metros más abajo se encontraba una pequeña habitación en la que los dos podían estar de pie y que tenía las paredes de hormigón y un tubo fluorescente en el techo. Ninguno de los dos dijo nada. Allí el sonido del sistema de ventilación se oía mejor. Los dos se quedaron mirando una puerta que había en la pared, una gran puerta de acero brillante.
Yngvar se sacó un pañuelo de la chaqueta y envolvió con él el pomo. Después abrió, despacio. Los goznes estaban bien lubricados; no chirriaron.
Una agria mezcla de olores corporales y suciedad hizo que a Inger Johanne le dieran arcadas.
También la luz al otro lado de la puerta era intensa. El cuarto debía de tener unos diez metros cuadrados. En él había un lavabo, un retrete y una estrecha cama de pino.
En la cama yacía una niña, desnuda. No se movía. Sobre el suelo había una pila de ropa bien doblada, y a los pies de la cama un edredón sucio sin funda. Inger Johanne entró en la habitación.
– Cuidado -la advirtió Yngvar.
Se había dado cuenta de que la puerta no tenía pomo por dentro. Había un gancho con el que se podía sujetar la puerta a la pared, pero por si acaso, él se quedó parado junto a la puerta para evitar que se cerrara.
– Emilie -dijo Inger Johanne en voz baja y se acuclilló ante la cama.
La niña abrió los ojos. Eran verdes. Los guiñó un par de veces, pero no conseguía enfocar la mirada. Sobre su escuálido pecho había una muñeca Barbie, con las piernas abiertas y un sombrero de vaquero. Inger Johanne posó con cuidado la mano sobre la de la niña.
– Me llamo Inger Johanne -dijo-. Estoy aquí para llevarte de vuelta a casa con tu papá.
Inger Johanne recorrió con la vista el cuerpo desnudo de la chiquilla, esquelético y con grandes costras en las rodillas. Los huesos de la cadera semejaban dos cuchillos afilados que parecían a punto de atravesar la fina película de piel pálida y transparente en cualquier momento. Inger Johanne lloraba. Se quitó la chaqueta, el jersey, la camiseta. Se quedó en sujetador y cubrió con su ropa el cuerpecillo de aquella niña que no decía una palabra.
– Hay ropa en el suelo -señaló Yngvar calladamente.
– No sé si es de ella -dijo Inger Johanne, sollozando, y levantó a Emilie en brazos.
La niña pesaba muy poco. Inger Johanne la estrechó delicadamente contra su propio cuerpo desnudo.
– Quizá sean cosas de él. Su ropa. Puede que sean de ese jodido…
– Papá -dijo Emilie-. Mi papá.
– Ahora mismo vamos a ir a buscar a papá -dijo Inger Johanne y le dio un beso en la frente a la niña-. Todo volverá a estar bien, pequeñina.
«Como si algo pudiera volver a estar bien alguna vez después de esto -pensó al acercarse a la puerta de acero, donde Yngvar le puso con suavidad su propia chaqueta sobre los hombros-. Como si alguna vez fueras a poder superar lo que has pasado en esta cámara mortuoria.»
Al salir de la habitación, despacio y con cuidado para no asustar a la niña, vio que había unos calzoncillos en el suelo, junto a la puerta. Estaban sucios y eran verdes. Un elefante alzaba su gruesa trompa con descaro junto a la bragueta.
– Dios santo -jadeó Inger Johanne con la boca muy cerca del pelo apelmazado de Emilie.