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En el lugar donde fue encontrada la cartera de Emilie Selbu, en un sendero solitario entre dos calles con tráfico, había ahora un mar de flores. Algunas estaban medio secas, otras ya estaban muertas. Aquí y allá había rosas frescas metidas en pequeños jarrones de plástico. Dibujos infantiles ondeaban silenciosamente al viento de la noche.

Una panda de adolescentes se acercó. Iban en bicicleta, berreando y riendo, pero bajaron la voz cuando hicieron un rodeo para evitar las flores y las cartas. Una chiquilla de unos catorce años posó el pie en el suelo y, tras unos segundos de silencio, maldijo bien alto y bien claro, meneando la cabeza, antes de ponerse a pedalear salvajemente detrás de los demás.

El hombre se bajó la visera de la gorra casi hasta los ojos, mientras se llevaba la otra mano al interior de los pantalones. Quizá se atrevería a acercarse un poco más. La idea de estar inclinado sobre el lugar, sobre el sitio en que raptaron a Emilie, justamente donde se la llevaron, hacía que le ardiera la entrepierna. Perdió el equilibrio y tuvo que apoyar la cadera contra un árbol para no caerse. Jadeó y se mordió el labio.

– ¿Qué coño estás haciendo?

Dos personas se aproximaron por detrás. Salieron de la nada, de la espesura. Sorprendido, él se volvió hacia ellos -sin soltarse el sexo, que empezaba a ponérsele flácido entre los dedos- intentando sonreír.

– Na… nada -tartamudeó.

– Está… ¡Joder, se la está pelando!

Les llevó dos minutos reducirlo, pero no se conformaron con eso. Cuando el hombre vestido de paramilitar entró dando tumbos en la comisaría, empujado por una recién surgida patrulla ciudadana, tenía el ojo derecho hinchado y amoratado. Le sangraba la nariz y todo apuntaba a que tenía el brazo roto.

No dijo nada, ni siquiera cuando la policía le preguntó si necesitaba un médico.

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