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Se reconocieron inmediatamente.

Hacía una eternidad que ella se había quedado en el muelle despidiéndose de él con la mano. Él había intentado seguirla con la mirada mientras ella se envolvía bien en el chal y empujaba la bicicleta hacia el borde del muelle mientras el MS Sandefjord zarpaba del puerto. El viento le levantaba el borde de la falda.

La bicicleta estaba recién pintada de rojo. Ella era delgada y tenía los ojos azules.

Hacía ya once años que Eva permanecía tumbada en la cama.

El brazo inerte descansaba junto a su cuerpo. La enferma alzó lentamente el brazo derecho y lo estiró hacia él cuando entró en su habitación.

En una carta le había dicho que había sido Dios quien en su benevolencia le había permitido conservar la sensibilidad en la mano derecha para que pudiera seguir escribiendo cartas. En cambio, tenía inutilizadas las piernas y el brazo izquierdo.

– Aksel -dijo con voz queda y serena, como si lo hubiera estado esperando-. Mi Aksel.

Él acercó una silla a la cama. Después se pasó la mano con timidez por el cráneo rapado, intentando sonreír. Los dedos de ella estaban fríos cuando se posaron sobre la mejilla de él. Antes eran cálidos, tersos y juguetones. Pero seguía siendo la misma mano. Al reconocerla, él se echó a llorar.

– Aksel -volvió a decir Eva-. ¿Qué has hecho? Mira que regresar por mí…

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