41

Aunque habían reforzado el personal con dos chicas jóvenes en prácticas, a causa de lo extraordinario de la situación, la directora seguía estando intranquila. Al fin y al cabo era ella quien tenía la responsabilidad. En su opinión, aquella excursión al Museo de la Técnica era tan arriesgada como innecesaria, pero los demás la habían convencido de su conveniencia. Estaba tan cerca que los niños podían ir andando y, al fin y al cabo, habría cuatro adultos al cuidado de diez niños. Los pequeños tenían la ilusión de ir desde hacía mucho tiempo y, además, tampoco se podía permitir que aquel secuestrador desquiciado limitara la libertad de la gente de esa manera. Era pleno día, no eran más de las doce de la mañana.

Los niños, de entre tres y cinco años, iban de la mano, de dos en dos. La directora iba en cabeza, con los brazos hacia delante, como si de ese modo protegiera mejor a los niños. Cerraba la marcha una de las chicas jóvenes, mientras el único empleado varón de la guardería iba a un lado, cantando himnos militares para que los niños caminaran al compás. Por la parte interior de la acera iba Bertha, que en realidad era cocinera.

– Derecha, izquierda, un, dos, tres. Que nadie pierda el paso -ladraba el hombre-. ¡Uno, dos, contra el suelo, el culo firme, vamos ya!

– Chsss -lo reprendió la directora.

– Culo -chillaron los niños-. ¡Ha dicho culo!

Bertha tropezó en un agujero en el asfalto y se quedó rezagada. Una niña se soltó de su compañera para ayudarla.

– Culo -repitieron dos niños-. ¡Culo, culo!

Pasaron por delante de la entrada del aparcamiento del supermercado Rema 1000. Una furgoneta estaba intentando salir a la calle de Kjelsås. La directora se puso a imprecar al conductor, y éste le respondió con un corte de mangas. El coche avanzó lentamente. Bertha pegó un grito: la pequeña Eline se había quedado petrificada ante el parachoques. Un perro suelto cruzó la calle y se acercó meneando el rabo a tres de los niños, que, entusiasmados, intentaron agarrarlo del collar verde. El dueño lo llamó desde el sendero que bajaba al río Aker, y el perro aguzó los oídos y salió corriendo. Chirriaron los frenos de un Volvo, cuyo guardabarros derecho rozó al perro que, tras proferir un aullido, siguió su camino cojeando sobre tres patas. Eline estaba llorando. El conductor de la furgoneta bajó la ventanilla y comenzó a despotricar, mientras las dos chicas jóvenes sujetaban a sendos niños del cuello del abrigo y pugnaban al mismo tiempo por impedir que el resto bajara a la calzada situándose en el bordillo con las piernas separadas. Bertha levantó los brazos. La furgoneta consiguió sortearlos y aceleró en dirección a la calle Frysja. El perro gemía a lo lejos, y su dueño intentaba calmarlo. La conductora del Volvo verde había aparcado en medio de la calle, pero se había quedado sentada con la puerta abierta y era evidente que dudaba si salir o no. Ya había cuatro coches en fila detrás de ella, y dos de ellos pitaban como locos.

– Jacob -dijo la directora-. ¿Dónde está Jacob?


Más tarde, cuando Marius Larsen, el único varón que trabajaba en la Guardería Rincón de Frysja, quiso contarle a la policía lo que realmente había ocurrido delante del Rema 1000 de la calle Kjelsås, poco antes de las doce de la mañana del miércoles 31 de mayo, no conseguía aclararse con la cronología de los hechos. Pero recordaba todos los elementos de la historia. Había un perro y un Volvo. El conductor de la furgoneta era extranjero. El dueño del perro llevaba un jersey rojo. Eline lloraba desconsoladamente, y Bertha se tropezó con algo. Como estaba bastante entrada en carnes, tardó un rato en ponerse de pie. El Volvo era verde. Cantaban himnos militares. Se dirigían al Museo de la Técnica. El perro era marrón y gris.

Marius Larsen tenía todas las piezas, pero no lograba hacerlas encajar. Al final pidió permiso para escribirlo todo sobre papel, y un funcionario con mucha paciencia le dio unos post-its amarillos. Larsen apuntó cada suceso en una nota. Las colocó una detrás de otra, las reordenó, se quedó pensando, escribió algunas notas más con los dedos tiesos y vendados y lo intentó de nuevo.

Lo único que tenía muy claro era el final de la historia.


– Jacob -dijo la directora-. ¿Dónde está Jacob?

Marius Larsen soltó a dos niños, se volvió bruscamente y se dio cuenta de que Jacob se encontraba ya a ciento cincuenta metros de distancia, bajo el brazo de un hombre que estaba abriendo la puerta de un coche aparcado delante de un garaje al final de la calle, hacia el este.

Marius echó a correr.

Mientras corría perdió uno de los zapatos.

Cuando se hallaba a sólo unos diez o doce metros del coche, se puso en marcha el motor. El vehículo bajó de la acera y enfiló la calzada, pero Marius no dejó de correr. No alcanzaba a ver a Jacob. Debía de estar tumbado en el asiento de atrás. Marius se abalanzó hacia el tirador de la puerta. Se cortó el pie descalzo con una botella de cerveza rota. La portezuela se abrió bruscamente y Marius perdió el equilibrio. El coche frenó en seco, con un chirrido. Jacob estaba llorando. Marius no soltó la puerta; ahora la tenía agarrada con fuerza por la ventanilla. El coche arrancó de nuevo, dando coletazos hasta que de pronto aceleró y Marius tuvo que soltarse. No sentía las manos, y el pie herido le sangraba profusamente. Se quedó tirado sobre el asfalto, en la calle Kjelsås.

Jacob estaba tirado a su lado, llorando.

Más tarde se supo que al niño se le había roto la pantorrilla al caer, pero por lo demás estaba perfectamente, dadas las circunstancias.


Exactamente cinco horas después, a las cinco menos diez de la tarde del miércoles, Yngvar Stubø, Sigmund Berli y cuatro detectives de la policía de Asker y Badrum se plantaron delante de la entrada de un piso de vecinos en Rykkin. El portal olía a hormigón húmedo y comida barata, y ningún vecino curioso asomó la cabeza para mirarlos. No se les había acercado ningún niño cuando habían aparcado sus tres coches oscuros justo delante del edificio, tres vehículos iguales con una luz azul mal disimulada en el salpicadero. Todo estaba en silencio. Les llevó tres minutos forzar la cerradura.

– Confío en que las formalidades estén en orden -dijo Yngvar Stubø al entrar en el piso.

– ¿Sabes una cosa? Que ahora mismo me la suda.

El policía de Asker y Bærum entró detrás de él, pero Yngvar se volvió y le cerró el paso.

– Es justo en estos momentos cuando más conviene tener cuidado con este tipo de cosas -señaló.

– Que sí, que sí, que muy bien. Apártate.

Yngvar no sabía qué esperaba encontrar. Nada, suponía. Era mejor así, de ese modo se ahorraba sorpresas. Tenía su propio ritual para ocasiones como ésta: un momento contemplativo con los ojos cerrados antes de entrar, para vaciarse el cerebro, librarse de prejuicios y presuposiciones más o menos fundadas.

Esta vez hubiera deseado estar mejor preparado.


Noruega entera vivía en un estado de excepción no declarado.

La noticia se difundió apenas un par de minutos después de que se produjeran los hechos: habían intentado secuestrar a otro niño. En esta ocasión la policía tenía un número de matrícula y una buena descripción del individuo. Tanto el canal público de televisión, NRK, como TV2 cambiaron la programación. Lo que comenzó como una serie de avances informativos acabó convirtiéndose en un programa largo en los dos canales. En un tiempo impresionantemente corto las redacciones consiguieron reunir a expertos en la mayor parte de los campos que podían ser mínimamente pertinentes para el caso. Sólo dos de ellos asumieron una actitud heroica: un conocido psicólogo infantil y un jefe de Kripos retirado, que acabaron recorriendo la ruta entre el número 14 de la calle Karl Johan y Marienlyst. Por lo demás, los canales demostraron tener mucha inventiva. A veces demasiada, como cuando TV2 emitió una entrevista de un cuarto de hora con un empleado de una empresa de pompas fúnebres muy delgado y vestido de negro que, con gran sentimiento, se extendía en explicaciones sobre el sufrimiento de los padres que pierden a sus hijos en circunstancias traumáticas, tema que además ilustró con varios ejemplos más o menos anónimos. La reacción de los espectadores fue tan violenta que el director del canal tuvo que pedir disculpas personalmente antes de que acabara la noche.

Un testigo de la calle Kjelsås había visto que el secuestrador llevaba un brazo escayolado.

Un poco ofendido por el tibio interés que mostró la policía -habían apuntado su nombre y su número de teléfono y habían asegurado que se pondrían en contacto con él en un día o dos- había llamado al teléfono de TV2. Hizo una descripción tan precisa y detallada que uno de los periodistas se acordó de un hombre a quien habían detenido en Asker y Bærum hacía poco tiempo. Un tipo retrasado, por lo que recordaba. El periodista desenterró sus notas de aquella época. Un grupo de vigilancia le había partido el brazo a aquel hombre, pero el caso había caído rápidamente en el olvido porque el detenido no quiso hablar con la prensa. Además, la policía estaba completamente segura de que no tenía nada que ver con los secuestros.

El asesino que había sembrado la alarma en Noruega y que hasta ahora le había quitado la vida a tres niños, quizá cuatro, ¡ya había estado detenido! Y puesto después en libertad sin más, pocas horas después de su detención. Aún peor era que el tipo se hubiera librado también en esta ocasión. La policía había sido alertada inmediatamente por un automovilista avispado que los había llamado por el móvil, pero el criminal había desaparecido. Un auténtico escándalo.

El jefe de policía de Oslo se negaba a contestar a ninguna pregunta. El ministro de Justicia, en una breve conferencia de prensa, declaró que era competencia exclusiva del jefe de policía informar del caso, pero éste permanecía encerrado en su despacho y decía no tener nada de lo que informar.

TV2 le sacó una ventaja a NRK que esta cadena no tenía manera de superar: el informante salió en la televisión. Si no consiguió su cuarto de hora de fama, la entrevista al menos duró un par de minutos. Además, le ingresarían diez mil coronas en su cuenta. Eso para empezar, le aseguró el entrevistador en cuanto apagaron las cámaras.


Lo peor no eran en realidad las revistas de pornografía dura que estaban apiladas por todas partes.

No era nada que Yngvar Stubø no hubiera visto antes. Las revistas estaban impresas en papel barato, pero a cuatro colores. Yngvar sabía que normalmente las fotos se tomaban en países del Tercer Mundo, donde se podía comprar a los niños por muy poco dinero y conseguir que la policía hiciera la vista gorda por un puñado de dólares. Lo peor no era tampoco que los niños que miraban a la cámara con ojos inexpresivos desde las sórdidas fotografías no tuvieran más de dos años. Yngvar Stubø había visto en persona a un niño de seis meses que había sido víctima de una violación, y ya estaba curado de espanto. Que el habitante de la casa tuviera un ordenador le pareció más sorprendente.

– Me he equivocado con este hombre -murmuró entre dientes poniéndose los guantes de plástico.

Lo peor, sin embargo, eran las paredes. Todo lo que se había publicado sobre los secuestros estaba meticulosamente recortado y colgado. Desde la primera y discreta portada sobre la desaparición de Emilie hasta un ensayo de dos páginas de Jan Kjasrstad que había aparecido en el último número del Aftenposten.

– Todo -dijo Hermansen-. Ha guardado cada puto artículo.

– Y eso no es todo -dijo el policía más joven indicando con la cabeza las fotos de los niños.

Eran las mismas que estaban colgadas en el despacho de Yngvar. Éste se acercó a la pared para estudiarlas de cerca. Estaban metidas en fundas de plástico, pero saltaba a la vista que no las había recortado de ningún periódico.

– Se las bajó de la red -observó el policía más joven sin que nadie le hubiera pedido su opinión.

– Así que no puede ser idiota del todo -dijo Hermansen, evitando mirar a Yngvar.

– Ya lo he admitido -refunfuñó Yngvar.

El salón era, de hecho, una especie de despacho. Un centro de operaciones para un ejército de un solo hombre. Yngvar deambulaba lentamente por la habitación. Se apreciaba cierto método en aquella locura; incluso las revistas pornográficas estaban ordenadas según una cronología perversa. El inspector cayó en la cuenta de que las revistas apiladas junto a la ventana contenían escenas con niños de trece o catorce años. Cuanto más se adentraban en la habitación, más jóvenes eran las víctimas de las revistas. Agarró al azar una que estaba sobre una mesita junto a la puerta de la cocina. Le echó una ojeada a la fotografía y notó que se le cerraba la garganta antes de obligarse a dejar la revista en su sitio en vez de romperla en pedazos. Uno de los policías de Asker y Bærum hablaba en voz baja por el móvil. Al finalizar la conversación negaba con la cabeza.

– Ni siquiera han encontrado el coche, mucho menos al tipo. Con la pinta que tiene esto… -Señaló lo que lo rodeaba con un movimiento de los brazos-, la verdad es que no me quedan muchas ganas de entrar en el dormitorio.

Seis policías estaban inmóviles, mirando en torno a sí, sin decir una palabra. Fuera del edificio estaba a punto de suceder algo. Oyeron frenar un coche, gritos, el golpeteo de unos tacones contra el asfalto. Ellos seguían callados. El policía que no quería entrar en el dormitorio se puso el pulgar y el índice sobre los párpados y apretó con fuerza. Su gesto movió al colega que tenía más cerca a acariciarle torpemente el hombro. Flotaba en el aire un olor a sexo viejo y sin lavar, a pajas y a ropa sucia. Aquel lugar hedía a pecado y vergüenza y secretos inconfesables. Yngvar miró la foto de Emilie en la pared; la chiquilla seguía tan seria como siempre, con aquella flor en medio de la frente y su aspecto de sabelotodo.

– No es él -dijo Yngvar.

– ¿Cóoomo?

Los demás se volvieron hacia él. El más joven se quedó patéticamente boquiabierto, con los ojos llorosos.

– Me equivoqué con respecto a la capacidad intelectual de este tipo -admitió Yngvar intentando aclararse la garganta-. Es evidente que es capaz de usar un ordenador, de ponerse en contacto con los distribuidores de esta mierda…

Se interrumpió e intentó encontrar una palabra más expresiva, más malsonante, más apropiada para el material impreso que estaba amontonado por todas partes.

– De esta mierda -repitió abatido-. Se entera, y además sabemos casi con total seguridad que ha sido él quien ha probado suerte hoy en la calle Kjelsås. Su coche, un brazo escayolado… La descripción concuerda en todos los puntos, pero no es… Éste no es el hombre que ha secuestrado y matado al resto de los niños.

– ¿Y eso se te ha ocurrido a ti solito?

La expresión de Sigmund Berli parecía proclamar que ya no consideraba a Yngvar Stubø su socio. Se dirigía a los demás, a la policía de Bærum, que estaba convencida de que resolvería el caso en cuanto encontrase al hombre que vivía en aquel piso entre los recortes de periódico, la pornografía y la ropa sucia. Sabían quién era y lo iban a pillar.

– Este hombre ya ha sido detenido en una ocasión, ¡por dos aficionados! Hoy ha estado a punto de dejarse atrapar de nuevo. Nuestro hombre, el hombre al que estamos buscando, el hombre que mató a Kim y a Glenn Hugo y a Sarah… -Yngvar no despegaba los ojos del retrato de Emilie- y que quizá tenga a Emilie encerrada en algún sitio…, no se dejaría atrapar así como así. Él no intentaría secuestrar a un niño que va de excursión con un montón de adultos, en pleno día, con su propio coche y el brazo escayolado. Ni hablar. Vosotros sabéis que tengo razón, pero estamos tan empeñados en pillar a ese cabrón que…

– ¿Podrías entonces explicarme qué es esto? -lo interrumpió Hermansen.

El tono del policía no era triunfal, sino grave, casi sombrío. De un cajón había sacado una carpeta que contenía un pequeño taco de hojas DIN-A4. Yngvar Stubø no quería mirar; tenía el presentimiento de que el contenido de la carpeta iba a dar un vuelco a toda la investigación. Más de cien detectives, que hasta ahora no daban nada por seguro y que mantenían abiertas todas las líneas de investigación -policías competentes que no habían descartado ninguna hipótesis y que sabían que todo buen trabajo policial es resultado de una paciente sistematicidad-, ahora iban a empezar a investigar en una sola dirección.

«Emilie -pensó Yngvar-. Aquí de lo que se trata es de salvar a Emilie. Está en algún sitio y está viva.»

– Ay, mierda -exclamó el más joven de ellos.

Sigmund Berli emitió un largo silbido.

Fuera se oían más coches, gritos, conversación. Yngvar se acercó a la ventana y apartó un poco las cortinas. Habían llegado los periodistas, claro, y se habían aglomerado allí abajo, en torno a la puerta de entrada. Cuando dos de ellos miraron hacia arriba, Yngvar soltó la cortina. Se volvió hacia la habitación donde los demás estaban reunidos alrededor de Hermansen, que sostenía una carpeta de plástico roja en una mano, y un montoncito de papeles en la otra. Cuando levantó el papel para que lo viera Yngvar, a éste no le resultó difícil leer las palabras escritas en él, incluso desde la distancia a la que se encontraba.


AHÍ TIENES LO QUE TE MERECÍAS.


– Está escrita a máquina -objetó Yngvar.

– Déjalo -dijo Sigmund-. Tienes que dejarlo ya, Yngvar. ¿Cómo iba a saber este tipo que…?

– Las notas de los niños están escritas a mano. ¡Escritas a mano, compañeros!

– ¿Vas a hablar tú con los de ahí fuera? ¿O lo hago yo? -preguntó Hermansen mientras metía las hojas en la carpeta con mucho cuidado-. No es que tengamos gran cosa que decir, pero en realidad lo más natural sería que lo hiciera yo… Ya que estamos en Bærum y esas cosas.

Yngvar Stubø se encogió de hombros. Guardó silencio mientras se abría paso entre la multitud que se había agolpado frente a aquel edificio bajo de Rykkin. Por fin consiguió llegar hasta el coche y subir a él. Cuando ya casi había perdido la esperanza de que apareciera Sigmund Berli, su colega llegó, jadeando, y se sentó en el asiento del copiloto. Apenas se dirigieron la palabra durante el trayecto de regreso a Oslo.

Загрузка...