Terminada la reunión, Benicio regresó con nosotros a su oficina para que cogiéramos nuestras bolsas.
– Me gustaría que Troy os acompañara esta noche -dijo Benicio-. Estoy preocupado. Si alguien tiene como blanco a los hijos de quienes integran la Camarilla…
– Hace más de una década que dejé atrás la adolescencia… -replicó Lucas.
– Pero aún eres mi hijo. Conoces a Troy; no molestará en absoluto. Yo sólo… sólo quiero que estéis seguros.
Lucas se alzó las gafas y se frotó el puente de la nariz, y luego me miró.
Yo dije que sí con la cabeza.
– Entonces déjame que lleve a un guardia del equipo de seguridad -dijo Lucas-. Tú deberías quedarte con los tuyos…
– Tengo a Griffin -dijo Benicio, señalando con la cabeza al compañero de Troy-. Será suficiente para esta noche.
Cuando finalmente Lucas estuvo de acuerdo, Benicio pasó a algunas otras «peticiones». Quería pagar la cuenta de nuestro hotel, para compensar el habernos hecho venir a Miami. Lucas se negó. Benicio aceptó, pero continuó con otra petición. Entre la nueva amenaza y la situación relativa al 11 de septiembre, no deseaba que Lucas volara con una aerolínea comercial. Se aseguraría de que el jet de la corporación estuviera listo para llevarnos de vuelta a casa. Nuevamente Lucas lo rechazó. Pero esta vez Benicio se mantuvo firme, y siguió insistiendo hasta que finalmente Lucas decidió aceptar lo de la habitación de hotel, con la esperanza de que pudiéramos retirarnos de una vez.
Para cuando finalmente logramos escurrirnos a la calle, en la frente de Lucas habían aparecido tantas arrugas como las que se acumulan tras diez años de estrés. Se detuvo un momento junto al jardín, cerró los ojos y respiró hondo.
– El dulce perfume de la libertad -dije.
Trató de sonreír, pero los labios no le respondieron y dibujaron un gesto de cansancio. Dio unos pasos hacia un lado y otro de la calle, y luego se dirigió hacia el este. Troy se puso en posición a dos pasos detrás de nosotros. Tras unos pocos metros, Lucas miró hacia atrás por encima del hombro.
– Troy, por favor, camina a nuestro lado.
– Perdón -dijo Troy adelantándose-. Es la costumbre.
– Sí, bueno, cuando un semidemonio de ciento treinta kilos me sigue, no me gusta nada. Por lo general, la reacción es huir para salvar la vida.
Troy sonrió.
– Necesitas un guardaespaldas.
– Necesito una vida más sana. O unos pies más rápidos. Aunque lo que ahora necesitamos es…
– Ruedas -tercié yo-. Y a continuación un buen trago.
– Hummm, señor…
Lucas dio un respingo.
– Lucas, quiero decir -rectificó Troy-. El garaje está junto a la oficina. Tendríamos que haber seguido por la acera para llegar hasta el coche.
Lucas suspiró.
– Y ahora me lo dices.
– Bueno, no me corresponde a mí pensar. Eso es cosa de vosotros, los hechiceros. A mí me pagan para mantener la boca cerrada, mirar de mala manera a los desconocidos y, en un día de suerte, romper un par de piernas.
– Un trabajo cómodo -dije.
– Tiene sus momentos. Aunque lo de romper piernas acaba siendo un poco aburrido. En algunas ocasiones he intentado quebrar mandíbulas y partir cráneos, pero el señor Cortez es definitivamente partidario de romper piernas.
Lucas movió la cabeza y se dirigió de vuelta al edificio.
En el hotel, Troy revisó nuestra habitación antes de dejarnos entrar. Me pareció un poco excesivo, pero ése era su trabajo.
– Todo bien -dijo, saliendo-. Nuestras habitaciones están comunicadas por una puerta. Llamen si me necesitan. Si salís a cenar…
– Te avisaremos -terminó Lucas.
– Me mantendré apartado, me sentaré en una mesa en un rincón, lo que sea.
– Es probable que cenemos tranquilamente en nuestra habitación.
– Vamos, lo tenéis todo pagado, de modo que aprovechaos. -Troy cruzó la mirada con Lucas-. Sí, ya sé, no te gusta utilizar el dinero del viejo, pero eres su hijo, ¿no? Si fuera mi padre… -Sonrió-. Bueno, si fuera mi padre, supongo que lo que me ofrecería sería una provisión vitalicia de fuego y azufre, y personalmente preferiría el dinero, pero yo soy así. Hablando en serio, aprovechadlo, vaciad el minibar, haced una buena cuenta de servicio de habitación, llevaos las batas de baño. Lo peor que puede ocurrir es que disgustes al viejo y no quiera hablar contigo durante un año.
– No es el peor de los castigos que se me ocurren -murmuró Lucas.
– Exactamente. De modo que disfrutad. Y llamadme si necesitáis mi ayuda con el minibar.
Cerré la puerta, lancé un hechizo a la cerradura y me desplomé en d diván.
– Lo lamento -dijo Lucas-. Se que fue difícil para ti rechazar el ofrecimiento.
– No…, no pensemos en eso ahora. Ahora no. Tal vez por la mañana… ¿Tendremos tiempo de hacer una parada en el hospital? ¿Para ver cómo se encuentra?
– Lo encontraremos.
– Bueno. Me aseguraré de que se encuentra bien, veré si hay algo que yo pueda hacer y trataremos de olvidar todo lo demás. Ahora sirvámonos esa copa.
Me dispuse a levantarme, pero Lucas me indicó con un gesto que permaneciera acostada.
– Quédate ahí. Ya me ocupo yo.
Miró hacia el minibar, y luego hacia la puerta.
– El minibar está más cerca -dije-. Y si sales a buscar bebidas, tendrás que llevarte a Troy. Tu padre nos hizo venir, y lo menos que puede hacer es pagar nuestro hotel y una copa.
– Tienes razón. Primero, la copa. Después, la cena. Pediremos que nos la traigan… -Se detuvo y movió la cabeza-. No, vamos a salir. A algún lugar bonito. Y después iremos a algún espectáculo o a dar un paseo por la playa o lo que tú quieras. Invito yo.
– No tienes por qué…
– Quiero hacerlo. Y, aunque olvidé mencionarlo anteriormente, tengo dinero. Bueno, un poco de dinero. Me pagaron por un asunto jurídico y, por primera vez en varios meses, ando bien de pasta.
– ¿Es por el caso en el que estás trabajando ahora? ¿Con el chamán?
– No, esto viene de hace unos años, un cliente cuya situación financiera ha mejorado y que quiso pagarme un extra. En cuanto al caso actual, existe la posibilidad de un pago. Un trueque, por así decirlo. Él tiene… -Lucas se interrumpió, luego dijo que no con un gesto-. Es un tema que podemos discutir más adelante, si al final sale. Por ahora, tengo suficiente dinero como para invitarte a salir por ahí y pagar el alquiler durante unos meses. Voy a preparar las bebidas, y luego le diré a Troy que dentro de una hora saldremos a cenar.
No se me escapó la referencia a «pagar el alquiler», pese a la habilidad con que él la dejó caer. Yo pagaba la mayor parte de los gastos de la casa. Por elección propia, debería agregar. Sabía que esto molestaba a Lucas, no en el sentido de «yo soy el hombre y a mí me corresponde el deber de mantener la casa», sino por una cuestión de orgullo más sutil.
Lucas se ganaba la vida a duras penas. La mayor parte de su trabajo de investigación y actuación en los tribunales era gratuito, en ayuda de sobrenaturales que no podían pagar a un abogado. El escaso dinero que ganaba provenía por lo general de escritos legales que hacía para clientes sobrenaturales más ricos, muchos de los cuales podrían haber contratado, con facilidad y más conveniencia, a algún abogado local, pero que mantenían contratado a Lucas como una manera de prestar apoyo a sus esfuerzos gratuitos. Aun eso le creaba incomodidad a Lucas, porque le parecía caridad, pero su única alternativa habría sido dejar de ocuparse de los casos gratuitos, cosa que jamás haría.
Dolía terriblemente verlo dormir en moteles de cuarta, incapaz casi de pagarse el transporte público, ahorrando cada moneda para poder contribuir a una parte de nuestros gastos. Yo tenía suficiente para los dos. ¿Pero cómo podía rechazar sus aportaciones sin restarle valor a sus esfuerzos? Otro punto crítico de nuestra relación sobre el cual teníamos que trabajar.
Volvimos a nuestra habitación justo antes de la medianoche, después de haber seguido, tras la cena, con unas partidas de billar y unas cuantas rondas de cerveza. Una ventaja muy clara del sistema de chófer/guardaespaldas: un conductor seguro. El aspecto negativo, sin embargo, fue que Troy me venció en dos de tres partidas de billar, un serio golpe a mi ego. Le eché la culpa a la bebida. Me había quitado reflejos… Aunque hizo maravillas para ayudarme a olvidar el resto del día. En cuanto a Lucas, él también se sentía mejor.
– ¡No he hecho trampas! -dije, tratando de escabullirme de la posición cabeza abajo en el respaldo del sofá en el que me encontraba aprisionada. Me levantó la blusa, sacándola de la falda, y me hizo cosquillas en las costillas.
– Así fue como hiciste trampa. En la segunda partida, séptima bola, tronera de la izquierda. Hechizo menor de telequinesia.
Chillé y le aporreé las manos.
– Yo…, la bola rodó.
– Con ayuda.
– Una vez. Sólo una vez. Yo…, ¡basta! -Otro grito embarazosamente femenino-. Tú, en la tercera partida, la octava bola. La moviste sacándola de la trayectoria de tu tiro.
Me empujó, de modo que caímos en el sofá y deslizó una mano por debajo de mi falda.
– Divertimiento estratégico, señor abogado -dije.
– Culpable. -Enganchó los dedos en la cintura de mis bragas y me las quitó.
– No tan rápido, Cortez. Me prometiste un hechizo.
– Creo que ya has hecho bastantes en el salón de billares.
Apagó mis barboteos con un beso.
– Espera. No… -Me escurrí de costado y caí al suelo, y me alejé de él-. ¿Te apetece jugar? Hechizos de striptease.
– ¿Strip…? -Se tapó la sonrisa con la mano-. Vale, de acuerdo. ¿Cómo se juega?
– Del mismo modo que el strip póquer, sólo que lanzando hechizos. Por turno vamos lanzando el nuevo hechizo. Cada vez que fallemos, nos quitamos una prenda de ropa.
– Dada la dificultad de ese hechizo, es probable que ambos nos quedemos desnudos antes de hacerlo bien.
– Entonces tendremos que ser más creativos.
Lucas rió y comenzó a decir algo, pero un golpe a la puerta lo interrumpió. Miró hacia la puerta principal. Yo le señalé la que comunicaba nuestra suite con la de Troy. Lucas suspiró, se puso en pie y miró en torno. Yo levanté del suelo sus gafas.
– Gracias -dijo, cogiéndolas-. Vuelvo enseguida.
– Más te vale. O empezaré sin ti.
Lucas se abotonó la camisa mientras se dirigía hacia la puerta. Yo me subí al sofá, me alisé la falda y escondí mis bragas entre los almohadones.
Lucas abrió la puerta de la habitación adyacente.
– Ha habido otro ataque -dijo Troy.
– ¿Dónde? -pregunté, levantándome de un salto del sofá.
– Aquí. En Miami. -Troy se pasó la mano por el pelo. Estaba pálido-. Acabo de recibir la llamada. Ellos…, estoy de servicio esta semana. Nadie me ha quitado de la lista esta noche. ¿Podrías llamar por teléfono y hacerles saber que no puedo ir?
– Pasa -le pidió Lucas.
– Necesito…, tengo que hacer algunas llamadas. Se trata de Griffin. Su hijo mayor, Jacob. Yo debería…
– Pasa, por favor. -Lucas cerró la puerta detrás de Troy-. ¿Dices que han atacado al hijo mayor de Griffin?
– Yo…, no sabemos. Llamó al número de emergencias y ahora ha desaparecido. Han mandado un equipo de búsqueda.
– ¿Por qué no vas con ellos? -pregunté-. Nosotros estaremos bien.
– No puede -respondió Lucas-. Sería severamente reconvenido por dejarme solo. Un problema que se resuelve fácilmente si yo también voy. ¿Quieres venir con nosotros?
– ¿Hace falta que me lo preguntes? -dije.
– De ninguna manera -replicó Troy-. Si llevo al hijo del patrón y a su novia a una operación de búsqueda y rescate, no sólo me ganaré una buena reprimenda sino que además conseguiré que me despidan. O algo peor.
– Tú no me estás llevando a ninguna parte -dijo Lucas-. Soy yo quien va a echar una mano, y por lo tanto estás obligado a seguirme. En el camino pediré más información por teléfono.