A las siete, conversando todavía, nos trasladamos de la cama al restaurante de la planta baja. A hora tan temprana conseguimos el mejor lugar, una mesa en un agradable rincón del salón.
Cuando dieron las nueve, el pequeño restaurante ya estaba lleno, y una cola aguardaba a la puerta. Tomábamos nuestra tercera taza de café, terminado hacía rato el desayuno, lo cual nos valió muchas miradas de disgusto de los que esperaban junto al mostrador de la recepcionista, pero sólo una mirada no precisamente de impaciencia de nuestro camarero, seguro que gracias al valor de la propina que Lucas había añadido a la cuenta.
– ¿Nasha? -repitió Lucas cuando le dije el nombre que el agresor de Dana había invocado-. No me resulta familiar.
– A través de Adam se lo pasé a Robert, para que me diera su opinión. Lo llamé ayer para pedirle… algo sobre asuntos del Consejo.
– Y una lista de nigromantes, ¿supongo?
– Yo…, verás… -Tomé aire-. Discúlpame. Sé que me dijiste que confiara en ti, y realmente lo intenté…
En los labios le asomó una sonrisa.
– Pero te diste por vencida en algún momento entre Sid Vicious y el show privado de nudismo. Cualquiera de las dos cosas, lo entiendo, pondría a prueba la más profunda confianza.
– A decir verdad, fue después del striptease.
Su sonrisa se hizo más franca.
– Ah, bueno, en ese caso rebasaste toda expectativa razonable de confianza. Me siento halagado. Gracias.
– De cualquier modo, tendría que haberte escuchado. Tenías razón. Jaime hizo un trabajo excelente.
– Es muy buena, aunque a veces pienso que ella preferiría que fuese de otro modo. ¿Has oído hablar de Molly O'Casey?
– Por supuesto. Una nigro eminente. Murió hace unos años, ¿no es verdad?
Lucas asintió con la cabeza.
– Era la abuela paterna de Jaime. Vegas es el nombre artístico de Jaime.
– Pensé que sería algo así. No tiene aspecto de hispana.
– No lo es. Su madre eligió el nombre cuando inició a Jaime en el negocio del teatro, cuando aún era una niña. Según lo cuenta Jaime, su madre era una racista fanática, y no tenía idea de que Vegas era una palabra española. Para ella, «Vegas» significaba «Las Vegas», un buen augurio para una niña que iniciaba una carrera en el escenario. Años después, cuando descubrió el origen del nombre, casi le dio un síncope. Le exigió a Jaime que se lo cambiara. Pero, entonces, Jaime tenía ya dieciocho años, y podía obrar como mejor le pareciera. Cuanto más odiaba la madre el nombre, tanto más resuelta estuvo ella a conservarlo.
– Seguro que hay una historia ahí -dije en voz baja.
– Sí, me imagino que sí.
Tomamos nuestro café.
– Pensé que estabais en Chicago -dijo una voz por encima de mi cabeza.
Me di la vuelta y vi a Jaime, que retiraba de una mesa vecina una silla vacía. El trío que estaba sentado a la mesa miró sorprendido, pero ella no le prestó atención, colocó la silla junto a mí y se dejó caer en ella. Estaba envuelta en una bata de seda y llevaba, sospeché, poco más.
– ¡Qué romántico! -dijo, produciendo un sonoro bostezo-. La feliz pareja, cepillados, peinaditos y contentos. -Y apoyó la cabeza en la mesa-. Que alguien me traiga un café. Punto.
Lucas apartó del plato de su panecillo un rizo de Jaime, y luego le hizo un gesto al mozo, que dejó de atender un pedido y se acercó rápidamente con la cafetera. Jaime seguía con la cara aplastada en la mesa.
– Tu, ¡ejem!, huésped ¿bajará a desayunar con nosotros? -pregunté a Jaime.
Sin retirar la cabeza de la mesa, la giró y, apoyada en la mejilla, me miró.
– ¿Huésped?
– El tipo. El tipo de anoche.
– ¿El tipo?
– El que te trajiste a tu habitación.
Levantó la cabeza.
– ¿Me traje yo un…? -emitió un gruñido-. Ay, mierda. Esperadme. Vuelvo enseguida.
Se levantó, dio tres pasos y giró sobre sí misma.
– Ah, Paige… ¿Me dijo cómo se llamaba?
– Mark…, no, Mike. No, espera. Ése era el rubio. Craig… o Greg. La música estaba muy alta.
Se apretó las sienes con los dedos.
– Todavía está muy alta. Greg, entonces. Lo diré entre dientes.
Atravesó, vacilante, el salón.
Me volví hacia Lucas.
– Una dama interesante.
– Es una manera de decirlo.
Jaime se libró de su «huésped» y se reunió con nosotros para terminar su café. Luego, regresó a su habitación para seguir durmiendo. Tenía una función en Orlando esa misma noche, de modo que, por si no la veíamos más tarde, le agradecimos su ayuda.
Lucas deshizo su equipaje mientras yo llamaba a Robert por el asunto de la conexión «Nasha». Tras cuatro tonos de llamada, respondió el contestador telefónico.
– De cualquier manera, ésa es una pista que probablemente no va a ayudarnos mucho -dije después de haber dejado un mensaje-. Realmente había esperado obtener más de Dana.
– Probablemente bloqueó lo poco que pudo ver. Tal vez tengamos que centrarnos en otra cosa para determinar de qué manera seleccionó el asesino a sus víctimas.
– Maldición, por supuesto. Es obvio que se dirigía a las que habían abandonado el hogar de los padres, miembros de las camarillas, pero ¿cómo pudo descubrir algo así? Tal vez los padres tenían una conexión, debido a las circunstancias que compartían, como un grupo de apoyo. ¿Las camarillas ofrecen a sus empleados algo así?
– Lo hacen, pero por separado. Desaprueban rigurosamente la interacción con los empleados de otras camarillas.
– ¿Qué pasa con los terapeutas o los asistentes sociales? ¿No los comparten?
Lucas negó con la cabeza.
– Lo que creo que buscamos es a alguien que ha logrado acceder a los archivos de empleados de las Camarillas Cortez, Nast y St. Cloud.
Lancé una mirada a mi ordenador portátil.
– Están todas computarizadas, ¿no es cierto? Entonces es posible que algún pirata informático accediera al sistema. Y no puedo creer que no se me ocurriera eso.
– No lo pensaste porque no estás familiarizada con los procedimientos de registro de datos que utilizan las camarillas, ni con la cantidad de detalles personales que consignan. No encontrarás muchas corporaciones que mantengan registros de las situaciones personales de sus empleados. Ningún aspecto de la vida de un miembro de una camarilla es sagrado. Si la suegra de alguien tiene un problema con el juego, la camarilla se entera.
– Para ejercer su poder y presionarlo.
– No sólo para presionarlo, sino por razones de seguridad. Si esa suegra se enreda con un prestamista sin escrúpulos, su yerno semidemonio puede utilizar sus poderes para resolver definitivamente el problema. De modo similar, un hijo huido de la casa de un empleado de una camarilla puede convertirse en una amenaza potencial a la seguridad, de modo que lo mantienen vigilado, y probablemente saben más sobre sus andanzas que sus propios padres. En cuanto a penetrar en el sistema, aunque es posible, la seguridad de las camarillas es máxima.
– Todos piensan que la seguridad es máxima -dije-. Hasta que alguien como yo se cuela por la puerta de atrás.
– Es verdad, pero los sistemas están protegidos por medios tanto técnicos como sobrenaturales. Para penetrar en ellos haría falta un sobrenatural que además tuviese conocimiento, desde dentro, de los sistemas de seguridad de las camarillas.
– Alguien que trabajara en los departamentos de informática o de seguridad. Probablemente alguien que hubiera sido despedido durante el año pasado, o algo así. La vieja teoría del «empleado despechado».
Lucas dijo que sí con la cabeza.
– Déjame que hable con mi padre. Veamos si podemos encontrar a alguien que encaje en esa teoría.
Lucas no tuvo dificultades para obtener la lista de empleados de la Camarilla Cortez. Benicio sabía que si bien Lucas podía estar encantado de disponer de una copia de esa lista con miras a sus propias investigaciones contra las camarillas, igualmente se comportaría de modo honorable y la destruiría tan pronto hubiera servido al propósito que había manifestado. Lograr la colaboración de los departamentos de Recursos Humanos de las otras camarillas no fue de ninguna manera tan fácil. Benicio no les dijo que Lucas tendría acceso a la lista, pero ellos no querían que ningún Cortez pusiera las manos en sus registros de personal. Tan sólo obtener una lista de los nombres y cargos de los empleados despedidos les llevó dos horas.
Esas listas eran sorprendentemente cortas. Pensé que las camarillas nos estaban ocultando información, pero Lucas me aseguró que parecían exactas. Cuando sólo se contratan sobrenaturales, y se encuentran algunos que resultan muy buenos, se hacen grandes esfuerzos para conservarlos. Si no trabajan muy bien, es mejor hacerlos desaparecer que hacerles llegar un aviso de despido…, y no sólo con el propósito de evitar el pago de la indemnización. Un empleado sobrenatural despechado es mucho más peligroso que un empleado de correos resentido.
Una vez que redujimos la lista a los empleados de los departamentos de informática y de seguridad, obtuvimos dos nombres de la lista Cortez, tres de la Nast y uno de la St. Cloud. Hágase la suma, y se tendrán cinco posibilidades. Y no, no fallaba mi habilidad matemática. Dos más tres más uno deberían sumar seis, de modo que ¿por qué teníamos una lista de cinco nombres? Porque uno aparecía en dos listas. Everett Weber, programador informático.
Según los archivos Cortez, Everett Weber era un druida que había trabajado como programador en su departamento de Recursos Humanos, desde junio de 2000 hasta diciembre de ese mismo año, con un contrato semestral. Esto no quería decir que hubiera sido despedido, pues con frecuencia la gente acepta trabajos temporales con la esperanza de que se transformen en permanentes. Necesitábamos averiguar si la marcha de Weber había sido amigable. Y necesitábamos detalles de su empleo con los Nast. Lucas volvió a telefonear a Benicio. Setenta minutos después, Benicio respondió.
– ¿Y bien? -pregunté en cuanto Lucas hubo cortado.
– Los informes preliminares del departamento de Recursos Humanos indican que el contrato de Weber finalizó sin rencores, pero mi padre seguirá investigando. No es raro que los gerentes se muestren reticentes cuando se ven ante un problema del que pueden no haber sido informados relativo a la situación de un empleado. En cuanto a los Nast, Weber trabajó en su Departamento de Tecnología Informática, desde enero hasta agosto de este año, en un cargo por contrato.
– ¿Otro contrato de seis meses?
– No, un contrato de un año al que se puso fin tras siete meses, pero los Nast se niegan a ampliar esta información.
Cerré de un golpe mi ordenador portátil.
– ¡Maldición! ¿Quieren o no quieren agarrar a ese tipo?
– Sospecho que el problema proviene de ambas partes. Mi padre probablemente no quiere permitir que los Nast sepan que estamos planteando cuestiones sobre alguien en particular. Porque Weber podría desaparecer bajo la custodia de los Nast antes de que podamos interrogarlo, una posibilidad bastante cierta si se considera que en este momento reside en California.
– Y la Camarilla Nast tiene su base en Los Ángeles, lo que significa que le encontrarían antes que nosotros.
– Exactamente. La sugerencia de mi padre, que yo apruebo, es que viajemos a California e investiguemos mejor a Everett antes de que les pidamos a los Nast más detalles.
– Suena bien, pero…El sonido de mi teléfono móvil me interrumpió. Comprobé el identificador de llamadas.
– Es Adam -dije-. Antes de contestar, ¿a qué parte de California nos dirigimos?
– Lo suficientemente cerca de Santa Cruz como para que le pidas que nos acompañe.
Hice un gesto afirmativo y apreté el botón.
Una hora más tarde estábamos otra vez en el aeropuerto, recogiendo los pasajes que nos había comprado la Corporación Cortez. Se trataba, por supuesto, de lo dispuesto por Benicio, aunque él hubiera querido hacer más: que usáramos el jet de la Corporación. Cuando en lugar de ello Benicio ofreció los pasajes, Lucas -ansioso de dejar de discutir y de iniciar la investigación- lo aceptó. Ninguno de nosotros dos se sentía satisfecho con la evidente manipulación, pero la verdad era que mal podíamos pagar el precio de cruzar una y otra vez de un lado al otro del país. Dana y Jacob merecían más que una investigación de bajo presupuesto, y nosotros nos aseguraríamos de que la obtuvieran, aun si ello significara aceptar que la Camarilla corriera con los gastos de transporte.
Por supuesto, Adam no tuvo inconveniente alguno en hacer de anfitrión y guía de viaje; con más razón cuando ello le brindaba la oportunidad de una experiencia estimulante. Conozco a Adam desde hace media vida, tiempo suficiente para haber aceptado que es la clase de persona que hace tan poco como puede, a menos que el «hacer» en cuestión lleve consigo una acción entretenida y excitante. Hoy, con la perspectiva de una aventura no estrictamente legal, estaba lo bastante ansioso como para llegar al aeropuerto a tiempo de ver aterrizar nuestro avión.
Adam tenía veinticuatro años y era apuesto, con ese aspecto sano, californiano, que muestra un bronceado perpetuo. Tenía cabello castaño, aclarado por el sol, y el cuerpo bien formado de un surfista. Como su padrastro, era un semidemonio. Robert sospechaba desde hacía tiempo que Adam era el subtipo más poderoso de los demonios del fuego -un Exustio-, pero hacía tan sólo un año que finalmente había incinerado algo y probado que Robert tenía razón. Eso supuso la culminación de diecisiete años de desarrollo progresivo de sus poderes, que se remontaban a su infancia, cuando Taha comenzó a buscar respuestas que explicaran el temprano despliegue de poder de Adam, nada dispuesta a aceptar la explicación de un psiquiatra de que el fogoso temperamento del niño no era más que la puesta en escena de un adolescente. Su búsqueda la había llevado a Robert Vasic, quien eventualmente le dio las respuestas que buscaba…, y se enamoró de ella.
– Así que, ¿cuál es el plan? -preguntó Adam cuando subimos a su jeep.
– Vamos directamente a la fuente -respondí-. Un allanamiento de morada, si tenemos suerte.
– Estupendo.
– Imaginaba que lo verías así.