Cuando llegamos al otro lado, seguimos sin encontrar la puerta.
– Esto es ridículo -dijo Cassandra caminando a lo largo del edificio-. ¿Estamos ciegas, acaso?
– No sé tú -dije-. Pero yo no puedo ver en la oscuridad. ¿Nos arriesgamos a lanzar un hechizo de iluminación?
– Lánzalo. A juzgar por el aspecto de esos tontos que acaban de entrar, dudo que se diesen cuenta aunque iluminaras todo el vecindario.
Antes de que pudiese comenzar el encantamiento, una reja cubierta de hiedra se desplazó, y por el hueco surgió una sombra. Una muchacha adolescente salió dando traspiés, con las manos y el rostro blancos, flotando incorpórea, en el aire. Parpadeé; vi entonces que estaba vestida con una larga túnica negra; ésta, junto con su pelo negro, se mezclaba con el fondo negro del edificio.
Cuando nos vio, se balanceó y murmuró algo. Mientras pasaba, tropezando, a nuestro lado, la cabeza de Cassandra se movió bruscamente en su dirección, mientras sus ojos se estrechaban y brillaban los iris verdes. Separó los labios, y luego cerró firmemente la boca. Antes de que apartara la mirada, vi que la fijaba en el brazo de la chica. Su antebrazo desnudo estaba rodeado por una gasa negra. En sus bordes, había sangre que manchaba su pálida piel.
– Está herida -dije mientras la chica se iba por la calle-. Espera aquí. Veré si necesita ayuda.
– Tú ocúpate de eso. Creo que Aaron tenía razón. Deberías esperar fuera.
Me detuve. Mi mirada siguió a la chica, que avanzaba, insegura, por un lateral de la calle. Ebria o lastimada, pero no mortalmente herida. Lo que ocurría dentro del lugar, fuera lo que fuese, podía ser peor, y yo no podía confiar en que Cassandra se ocupara adecuadamente de ello. Pasé delante de ella y me aferré a la reja.
– Lo digo en serio, Paige -dijo Cassandra-. Ve a ver a la chica. Tú no vas a entrar.
Encontré el picaporte, empujé la puerta y la abrí, y me escurrí detrás de Cassandra. Dentro, el lugar era tan oscuro como el exterior. Alargué los brazos y toqué paredes a ambos lados, de modo que supe que estaba en un pasillo. Avancé a tientas. Ascendí unos cinco escalones antes de tropezar con una pared de músculos. Un rostro carnoso me miró ceñudo. El hombre dirigió sobre nosotros el haz de luz de una linterna, y sonrió con presunción.
– Lo lamento, señoras -dijo-. Se han equivocado de sitio. A Bourbon Street se va por allí.
Levantó la linterna para señalar, agitándola cerca del rostro de Cassandra. Ella la apartó con un golpe violento.
– ¿Quién está esta noche? -preguntó-. ¿Hans? ¿Brigid? ¿Ronald?
– Ehm, los tres -dijo el guardián, retrocediendo.
– Diles que Cassandra está aquí.
– ¿Cassandra qué?
Encendió su linterna ante el rostro de Cassandra. Ella se la arrancó de la mano.
– Cassandra nada más. Vete ahora mismo.
Él alargó la mano para que le devolviera la linterna.
– ¿Me da la linterna…?
– No.
Vaciló, después se volvió, se dio contra la pared, lanzó una maldición y se alejó en la oscuridad.
– Idiotas -susurró Cassandra-. ¿A qué juegan aquí? ¿Cuándo han hecho todo esto?
– Dime, ¿cuándo fue la última vez que viniste a verlos?
– No puede hacer más de un año… -Se quedó callada-. Tal vez algunos años. No hace tanto tiempo.
La puerta se abrió con tanta rapidez que el hombre que estaba detrás de ella casi se cae a nuestros pies. Cuarenta y tantos años, poco más de mi metro cincuenta y cinco de estatura, regordete, con rasgos blandos y cabello algo gris atado atrás con una cinta de terciopelo. Vestía una camisa amplia sacada directamente de Seinfeld, con los tres primeros ojales abiertos, y mostrando así un pecho lampiño. Sus pantalones eran de terciopelo negro y le quedaban grandes, entremetidos en unas botas altas. Tenía el aspecto de un contable de mediana edad que se dirigía a un casting para Los Piratas de Penzance.
Se enderezó y parpadeó como un búho ante el rayo de la linterna que llevaba Cassandra. Yo señalé hacia la salida. No pareció verme, y permaneció de pie ante Cassandra, mirándola como un tonto.
– Cass…, Cassandra. Qué…, qué alegría…
– ¿Qué demonios llevas puesto, Ronald? Dime por favor que los viernes celebráis la «Noche de los disfraces».
Ronald miró lo que llevaba puesto y frunció el ceño.
– ¿Dónde está John? -preguntó Cassandra.
– ¿Jo…, John? ¿Quieres decir Hans? Está, ah, dentro.
Cuando Cassandra se dirigió a la puerta, Ronald dio un salto y se puso delante de ella.
– No esperábamos…, nos sentimos honrados, por supuesto. Muy honrados.
– Aparta la lengua de las suelas de mis zapatos, Ronald, y quítate de mi camino. He venido a hablar con John.
– Sí, sí, por supuesto. Pero hace tanto tiempo que no nos vemos… Me alegra mucho verte. Hay un bar de blues a pocas manzanas de aquí. Encantador. ¿Por qué no vamos? Hans podría reunirse con nosotros después…
Cassandra apartó a Ronald de un empujón y agarró el picaporte de la puerta.
– Espe…, espera -dijo Ronald-. No te esperábamos, Cassandra. El lugar está hecho un lío. No entres.
Ella abrió la puerta y pasó. Yo la sujeté antes de que se cerrase. Ronald me miró parpadeando, como si hubiera salido de la nada.
– Vengo con ella -dije.
Agarró el borde de la puerta y luego se detuvo, sin saber qué hacer. Yo la empujé, abriéndola lo suficiente como para deslizarme por ella hacia lo que parecía otro pasillo, más largo. Ronald nos siguió. Pasó delante de mí y le pisó los talones a Cassandra. Ante una mirada furiosa que ella le lanzó, él retrocedió, pero sólo un paso.
– Yo, bueno, yo creo que te agradará lo que hemos hecho aquí, Cassandra -dijo Ronald-. Es una nueva época para nosotros, y estamos aprovechándola. Adaptándonos a los tiempos. El rechazo al cambio es el tañido de muerte de cualquier civilización, eso es lo que dice Hans.
– Vuelve a pisarme los talones y serás tú quien oiga el tañido de la muerte.
Cassandra se detuvo ante otra puerta, e hizo una seña para que yo me adelantara. Me deslicé y dejé a Ronald detrás de mí.
– Quiero que me esperes aquí -dijo Cassandra.
Negué con la cabeza.
– Vas tú, voy yo.
– No puedo hacerme responsable de ti, Paige.
– No eres responsable de mí -dije, y empujando la puerta, la abrí.
Al otro lado de la puerta se veía una habitación que parecía una caverna, apenas iluminada por un mortecino destello rojo. En un principio, no pude distinguir cuál era la fuente de esa iluminación, pero luego advertí que las falsas columnas griegas estaban moteadas de agujeros minúsculos, cada uno de los cuales emitía un delgado rayo de luz roja que se parecía a un indicador infrarrojo.
Eché una mirada alrededor e inmediatamente supe que la designación de bar no se aplicaba ya al Rampart. Era un club, probablemente un club privado. El único mobiliario consistía en media docena de sofás y divanes, la mayor parte de los cuales estaban ocupados. Las áreas que se hallaban a ambos lados de la habitación habían sido separadas mediante cortinas de cuentas. Lo único que rompía el silencio era algún murmullo ocasional o alguna risa contenida.
En el sofá que estaba más próximo, había dos mujeres muy juntas, una semirreclinada con la mano estirada, la otra inclinándose sobre lo que su compañera le ofrecía, quién sabe qué. Cocaína, tal vez metanfetamina. Si Hans y su bandita habían abierto un club exclusivo para drogadictos, estaban pisando un terreno peligroso para personas que tenían que vivir siempre controladas. Yo no estaba segura de que esto implicara una violación de los estatutos del Consejo, pero iba a ser necesario que lo consideráramos una vez que esta investigación hubiese terminado.
Una de las mujeres del diván se inclinó sobre el brazo de su compañera. Traté de observar con discreción, a ver qué clase de drogas eran las que usaban, pero la mujer no tenía nada en la mano. En cambio, estiraba el brazo, con la palma vacía hacia arriba, y apretándose el antebrazo con la otra mano. Una línea negra bisecaba el interior del antebrazo. Apretó el puño y un hilo de sangre se deslizó hacia abajo. Su compañera bajó la boca y la puso sobre el corte.
Di un paso hacia atrás, chocándome con Cassandra. Ella se dio la vuelta con brusquedad abriendo la boca para decirme algo desagradable, pero pronto siguió la dirección de mi mirada. Se dio la vuelta de inmediato para encarar a Ronald.
– ¿Quién es esa mujer? No la conozco.
– No es… -Ronald bajó la voz-. No es una mujer vampiro.
– ¿Que no es una…? -dije-. ¿Entonces por qué está…
– Porque quiere -dijo Ronald-. A algunas personas les gusta dar, a otras recibir. No es precisamente un nuevo fetichismo, lo que pasa es que ahora lo hacen de modo menos encubierto. Lo único que hacemos es sacar ventaja…
Cassandra echó a andar antes de que él pudiese terminar. Fue hasta la cortina más próxima y la corrió, provocando las exclamaciones de los sorprendidos huéspedes que estaban detrás de la cortina. Caminó entre ellos, dejando caer la cortina, y se dirigió después al cubículo siguiente. Ronald correteaba detrás de ella. Yo me quedé donde estaba. Ya había visto bastante.
– No alcanzas a ver la belleza de todo esto, Cassandra -susurró Ronald-. Las oportunidades que nos brinda. Ocultarse a la vista de todos, ésa es la meta última, ¿no? Si otras razas lo hacen, ¿por qué no habríamos de hacerlo nosotros?
Cassandra corrió otra cortina de cuentas. Miré para otro lado, pero no lo suficientemente pronto. Allí estaba la cantante, con su falso vestido de novia, extendida en el centro del diván, con los brazos estirados, con sus dos acompañantes femeninas aferradas cada una como sanguijuelas a un brazo, y el vestido levantado por encima de las caderas mientras su guardaespaldas masculino estaba agachado ante ella, con los pantalones bajados…, y no hace falta describir nada más. Baste decir que confiaba en borrar aquella escena de mi memoria antes de que reapareciera en el momento más inoportuno y me estropeara una estupenda sesión de juegos de cama.
Cassandra se volvió violentamente hacia Ronald.
– Saca a todas estas personas de aquí ahora mismo.
– Pero… son socios. Han pagado…
– Sácalos y considérate afortunado si lo único que pierdes es dinero.
– Puede que no fuera una buena idea, puede que hayamos cometido un error de juicio, pero…
Cassandra se le acercó a la cara.
– ¿Te acuerdas del problema de Atenas? ¿Te acuerdas de la pena que sufrieron por su «error de juicio»?
Ronald tragó saliva.
– Dame un minuto.
Corrió hacia el cubículo de la cantante e introdujo la cabeza a través de la cortina de cuentas. Llegué a oír las palabras «policía, allanamiento y cinco minutos». El cuarteto salió corriendo con tanta rapidez que todavía estaban poniéndose la ropa cuando pasaron corriendo a mi lado.
Un minuto después, cuando los últimos rezagados se tropezaban en el pasillo de salida, en el extremo más alejado de la habitación se abrió una puerta. Por ella entró a grandes pasos una mujer alta que no llegaba aún a los treinta años. Su rostro era demasiado anguloso para que fuera bella: sus rasgos parecían más bien propios de un hombre. Llevaba el cabello rubio largo y lacio, un estilo poco favorecedor que le dejaba a uno la impresión pasajera de que podía ser un tipo vestido de mujer, pero su picardías de seda negra revelaba lo suficiente como para darle a cualquier observador confundido la seguridad de que sin duda alguna pertenecía al género femenino. Hasta los pies los llevaba desnudos, los dedos pintados de rojo brillante, como las uñas de sus dedos y sus labios. Daba la impresión de que se hubiera puesto el lápiz de labios en la oscuridad, y se hubiese manchado un poco. Cuando entró en la habitación semiiluminada, vi que de ninguna manera se trataba de lápiz de labios, sino de sangre.
– Límpiate la boca, Brigid -le dijo Cassandra con brusquedad-. Aquí nadie se impresiona con eso.
– Me había parecido oír a alguien farfullando -dijo Brigid, deteniéndose en medio de la habitación-. Tendría que haber sabido que era la zorra reina… -Una breve sonrisa-. ¡Huy!, quise decir la abeja reina.
– Sabemos lo que quisiste decir, Brigid, ten la valentía de admitirlo.
La mirada de Cassandra pasó de Brigid a un hombre joven que la seguía desde tan cerca que estaba casi escondido detrás de la escultural mujer vampiro. No tendría más años que yo; era de constitución delgada, y hermoso, con grandes ojos marrones fijos en una mirada de perplejidad bobina. Por un lado del cuello le corría un hilillo de sangre, pero él no parecía notarlo, y permanecía allí de pie, con la mirada fija en la nuca de Brigid, y los labios curvados en una pequeña sonrisa inexpresiva.
– Sacadlo de aquí -pidió Cassandra.
– Tú a mí no me das órdenes, Cassandra -replicó Brigid.
– Lo hago si eres lo bastante necia como para necesitarlas. Que se vaya a su casa.
– Oh, pero está en su casa. -Bajó la mano y le acarició la entrepierna-. Le gusta estar aquí.
– No me hartes -dijo Cassandra-. Búscate otro tonto a quien hechizar cuando me haya ido.
– No necesito hechizarlo -dijo Brigid con la mano todavía puesta en la entrepierna del joven. Él cerró los ojos y comenzó a mecerse-. Se queda porque quiere quedarse.
Cassandra envió al joven de un empujón contra Ronald.
– Sácalo de aquí.
Brigid agarró a Cassandra por el brazo. Ésta la miró fijamente a los ojos, hasta que la soltó y se apartó mordiéndose los labios. Entonces me vio y se le encendieron los ojos. Yo me puse tensa, preparando un hechizo de inmovilidad.
– ¿Así que tú te traes a una humana y yo no puedo traerme al mío? -preguntó Brigid con la mirada clavada en la mía.
– No es humana, cosa que descubrirás enseguida si continúas así.
Los ojos azules de Brigid brillaron aún más. Estaba tratando de hechizarme. Ese poder rara vez actúa sobre otros sobrenaturales, pero para estar segura de ello, aproveché la oportunidad para probar otro de mis hechizos: un encantamiento antihechizo.
Brigid aulló.
– ¿A que hace daño? -dijo Cassandra-. Deja tranquila a la chica o te pasará algo menos agradable.
Brigid se volvió hacia Cassandra.
– ¿Qué es lo que quieres, zorra?
Cassandra sonrió.
– Odio sin disimulos. Estamos progresando. Quiero a John.
– No está aquí.
– No es eso lo que dijo el guardián.
Brigid se echó el pelo hacia atrás de los hombros con un movimiento de la mano.
– Bueno, pues se equivoca. Hans no está aquí.
Cassandra se volvió a Ronald, que retrocedió hasta apoyarse contra la pared.
– Estaba en la habitación del fondo, con Brigid y el muchacho -admitió Ronald.
– Déjame adivinar -le dijo Cassandra a Brigid-. Te pidió que salieras para hacer una maniobra de despiste mientras él se escapaba por la puerta de atrás. Vamos, Paige. Ha llegado el momento de cazar a un cobarde.