Los vampiros son una raza urbana. Podría parecer obvio, puesto que es mucho más fácil matar sin ser descubierto en una ciudad que tiene centenares de asesinatos no resueltos todos los años, que en una ciudad pequeña en la que puede darse un homicidio anual. Pero, a decir verdad, para ellos ése no es un factor determinante.
Los vampiros de verdad no son las sanguijuelas que se ven en los programas nocturnos de la televisión y que necesitan varias víctimas todas las noches. El vampiro de la vida real sólo necesita matar una vez al año, aunque tienen que alimentarse con más frecuencia. Alimentarse les es fácil; si alguna vez usted se desvanece en un bar y se despierta a la mañana siguiente con un malestar fuera de lo habitual, le sugeriría que se examinara el cuello. Pero quizá no encuentre ninguna marca. A menos que sepa muy bien qué es lo que busca, las mordeduras de vampiros son casi imposibles de ver, y los efectos posteriores no producen mayor debilidad que la que se experimenta tras donar sangre con el estómago vacío.
Dado que la mordedura de un vampiro rara vez es mortal, a ellos les resultaría fácil vivir fuera de la ciudad y trasladarse para realizar su homicidio anual. Incluso sería más seguro. El problema reside en esa molesta semiinmortalidad. Como no se envejece, la gente lo nota. Puede que tarde algún tiempo, pero llega un momento en que empiezan a preguntar qué clase de crema hidratante usas. Cuanto más pequeña es la ciudad, más atención presta la gente, y más cotilleo hay. En una gran ciudad, un vampiro podría permanecer en el mismo lugar durante quince o veinte años y no oír más que algunos comentarios sarcásticos relativos a la cosmética. Además de eso, está el asunto del aburrimiento. Las ciudades pequeñas son excelentes para formar una familia, pero si uno es soltero y sin hijos, pasarse las noches de los sábados meciéndose en el porche y mirando la calle puede producir cierto hastío después de los primeros cien años.
Así pues, a los vampiros les agrada la vida urbana. En Estados Unidos, prefieren también las regiones soleadas, con lo que más de la mitad de los vampiros del continente viven por debajo de la línea de Mason-Dixon. Los inviernos del norte pierden enseguida su atractivo cuando uno se da cuenta de que puede pasarse el día en la playa sin correr más riesgo que el de una quemadura solar. Y es mucho más fácil morder a alguien que lleva una camiseta de tirantes que hincarle los dientes a uno con anorak.
Cassandra había quedado con Aaron en un bar de la zona sur de Atlanta. Yo nunca había estado en esta ciudad, y nuestro rápido recorrido en taxi desde el aeropuerto hasta el bar no me brindó la oportunidad de hacer turismo. Lo que más me llamó la atención fue lo moderna que era. Tenía el aspecto de una ciudad del norte, con mucha alta tecnología, muy eficiente, muy poco sureña. Yo esperaba que fuera como Savannah o Charleston, pero no vi mucho que me recordara a una o a la otra. Supongo que si hubiese tenido en cuenta la historia, habría sabido que poco del Viejo Sur podía encontrarse en Atlanta. El general Sherman se había ocupado de eso.
El taxi nos llevó a un barrio que podría describirse como de clase trabajadora, con hileras de casas idénticas, jardines tamaño estampilla y calles llenas de automóviles de por lo menos diez años de antigüedad. El conductor se detuvo delante de un bar que se hallaba entre un autoservicio y una lavandería automática. El letrero que se veía en la puerta decía los billares de pete el afortunado, pero las palabras los billares de habían sido recientemente tachadas.
Cassandra pagó al conductor, salió del automóvil, miró el interior del bar y, moviendo la cabeza a ambos lados, dijo:
– Aaron, Aaron. Ya tienes doscientos años y aún no has desarrollado ni una pizca de buen gusto.
– A mí me parece bien. Mira, hay un letrero que dice que los viernes es la «Noche de las mujeres». Cerveza barata después de las cuatro. ¿Ya son más de las cuatro?
– Desgraciadamente, sí.
Mis ojos se clavaron en Aaron en la primera mirada que eché al bar. Diría, con bastante certeza, que los ojos de la mayoría de las mujeres se fijarían en Aaron en su primera inspección de cualquier bar. Mide por lo menos uno noventa de altura, es ancho de espaldas, tiene la tez bronceada, el cabello rubio color arena y un rostro guapo y duro. Estaba sentado en un extremo de la barra, abstraído en su cerveza y un cigarrillo, ignorando las miradas de un cuarteto de secretarias que estaban detrás de él. Cassandra se acercó y, mientras lo hacía, se fijó en sus botas embarradas, sus vaqueros gastados y su camiseta cubierta por una capa de polvo de argamasa.
– Qué amable, Aaron, haberte vestido especialmente para recibirme -dijo.
– Acabo de salir del trabajo. Bastante suerte tienes con que haya aceptado… -Bebió y parpadeó.
– Aaron… -empezó a decir Cassandra.
– Paige -se anticipó Aaron-. ¿Qué tal estás?
– Bien. -Me senté en el taburete que estaba junto al suyo.
– ¿Y tú?
– Tratando de evitarme problemas. -Una leve sonrisa-. Principalmente eso. Y cuidándome las espaldas un poco mejor. Avergonzado todavía, por lo del secuestro y todo eso. ¿Una cerveza?
– Sí, gracias.
Le hizo una señal al barman.
– A ti no voy a preguntártelo, Cass. No creo que aquí haya nada que te guste. Probablemente ni siquiera la clientela. ¿Vas a arrimar un taburete o vas a quedarte ahí parada?
– No me parece que éste sea el lugar adecuado para una conversación privada -replicó, y con eso dio media vuelta y se dirigió a un reservado que había en el fondo.
Aaron movió la cabeza a un lado y a otro. Yo pedí una cerveza y él otra. En el momento en que hizo a un lado la jarra vacía, se dio cuenta de que tenía el cigarrillo encendido en el cenicero y lo apagó.
– No basta con que sea vampiro, también tengo que matar a la gente con el humo de mis cigarrillos. -Apartó el cenicero colocándolo junto a la jarra de cerveza vacía-. He oído que estás con un Cortez. ¿Es verdad?
Dije que sí con la cabeza, cogí la cerveza que me ofrecía el barman y dejé un billete de cinco dólares en la barra. Aaron me lo devolvió y a cambio de su cerveza entregó un billete de diez, con un «Quédate con el cambio».
– Gracias -dije.
– Te debo mucho más que una cerveza barata. Ese Cortez, se trata de Lucas, ¿verdad? ¿El menor? ¿Y no trabaja para la familia?
– Así es.
– Eso está bien, porque alguien me había dicho que era uno de los mayores. No es bueno que te mezcles con esos tipos de las camarillas. Pero, cambiando de tema, Cassandra me dijo que quería hablar sobre algo relacionado con las camarillas, y puesto que has venido, imagino que tú también estarás involucrada. Pero, si estás con Lucas, y él no trabaja para las camarillas…
– Vamos a sentarnos con Cassandra y te lo explicaré.
Le conté la historia a Aaron. Cuando terminé, se echó hacia atrás y movió la cabeza a un lado y a otro.
– Increíble. Necesitamos esta clase de problemas tanto como una estaca en el corazón. Encontrad a ese imbécil, y aseguraos de que las camarillas se enteran de que los demás no hemos tenido nada que ver en ello. -Tomó un buen trago de cerveza-. Supongo que queréis saber si tengo idea de quién puede estar detrás de este asunto. Y me imagino también que ya habréis investigado a John y a su banda.
– ¿John? -dije.
– John, Hans o comoquiera que se llame ahora. Tú sabes a quién me refiero, Cass.
– Ah -dijo Cassandra, frunciendo los labios-. Él.
– Bueno, le habrás hablado de él a Paige, ¿verdad? De su pequeña cruzada anticamarillas.
Levanté la cabeza como movida por un resorte.
– ¿Cruzada anticamarillas?
Ella frunció el entrecejo.
– ¿Cuándo empezó?
– Hace sólo una década más o menos.
– Es la primera vez que lo oigo.
Aaron movió la cabeza.
– No, es la primera vez que lo oyes y prestas atención.
– ¿Qué quieres decir?
Aaron se volvió hacia mí.
– El tipo se llama John, pero él se hace llamar Hans; cree que «John» no es un nombre adecuado para un vampiro. Pertenece a los vampiros de Nueva Orleans.
– ¡Vaya!
Aaron esbozó una sonrisa.
– Eso lo explica todo, ¿no es cierto? John tiene inquina a las camarillas. Es algo que forma parte de toda la mentalidad de esos tipos. Son vampiros, por lo que creen que son «especiales» y que deberían gobernar el mundo sobrenatural. Si no fuera por ese maldito escritor… Se les ha subido a la cabeza. No me sorprendería que fueran ellos los que están detrás de todo esto.
– ¿Sabes dónde podemos encontrarlos? -pregunté.
– Puedo conseguir la dirección de John, pero me llevaría uno o dos días. No es precisamente alguien a quien felicite las Pascuas. Pero si te corre prisa, su grupo de energúmenos pierde el tiempo en el Rampart de Nueva Orleans. -Miró a Cassandra-. Pero ve tú, Cass. No lleves allí a Paige.
– ¿Es sólo para vampiros? -pregunté.
– Qué va, pero no es un lugar agradable. Yo también haré un sondeo por ahí, por si me entero de algún rumor.
Saqué mi bloc para darle mi número telefónico.
– Espera -dijo, y sacó su teléfono móvil-. Esto es más seguro. No hay papel que me guarde en los bolsillos que no termine dando vueltas en la lavadora. Podría decirte dónde me encontraba cuando me enteré de que habían matado a Lincoln, pero ¿crees que me acuerdo alguna vez de vaciar los bolsillos antes de lavar la ropa? De ninguna manera.
Le dicté mi número de teléfono y el de Lucas, y Aaron los apuntó en el listado su móvil. Cuando volvió a guardar el teléfono en el bolsillo de su chaqueta, se reclinó en el asiento y se chascó los nudillos.
Cassandra suspiró.
– ¿Qué pasa, Aaron?
– ¿Ehh?
– Cuando haces eso -dijo, señalándole las manos- es porque tienes algo en mente. ¿De qué se trata?
Él aguardó un momento, y luego me miró.
– El Rampart. Es un problema y lo viene siendo desde hace tiempo, lo cual trae a colación algo más. El Consejo Interracial. Sé que ya tenéis a Cass, pero a lo mejor deberíais plantearos incorporar a otro vampiro…
– ¿Perdona? -dijo Cassandra.
– Vamos, tranquilízate. Me refiero a un segundo vampiro, a alguien que presente las preocupaciones de los vampiros, como el Rampart. Yo estaría dispuesto, pero si conocéis a alguien mejor, no tengo ningún inconveniente. Los vampiros no somos suficientes como para tener nuestra propia estructura de gobierno, y el Consejo desempeñaba antes ese papel…
– ¿Antes? -dijo Cassandra-. Si alguien tiene preocupaciones o problemas, yo los llevaré ante el Consejo.
Aaron se dio la vuelta y buscó mi mirada.
– Cass, dejaste de hacerlo hace años. Décadas. No eres…, ya no formas parte de nada. Estás desconectada.
– ¿Desconectada?
– No estoy intentando molestarte. Por alguna razón siempre ha habido dos delegados vampiros, uno para tratar los asuntos generales y el otro como protector de los derechos de todos nosotros. Ahora que ya no está Lawrence, tú has asumido su papel y, bueno, alguien tiene que hacer el que tú desempeñabas.
Como ella no respondía, él le tocó el codo, pero ella retiró el brazo bruscamente.
– No estoy desconectada -dijo.
Aaron inspiró y me miró.
– Piénsalo.
Dije que sí con la cabeza. Terminamos lo que habíamos pedido y nos fuimos.