Fantasmas literarios

Raoul estaba de vacaciones. Según su ayudante, durante los últimos cinco años apenas se había tomado dos días seguidos de descanso, pero ahora, cuando lo necesitábamos, había decidido que había llegado el momento de tomarse un mes de vacaciones en Europa. Sospeché que no se trataba de una coincidencia; probablemente había oído algo sobre las tácticas de investigación más recientes de las camarillas, y temía convertirse en el siguiente caso de la lista.

Aunque Raoul se había ido, no estaba incomunicado. Así es la vida del trabajador independiente: no se puede estar realmente desconectado, porque bien puede ocurrir que a la vuelta se encuentre con que su negocio está a punto de desmoronarse. Incluso cuando yo estaba en el hospital, revisaba mi correo electrónico y me mantenía al tanto de todos los aspectos importantes, bueno, de cualquier cosa que mis clientes consideraran importante. Raoul no había dejado ningún número de teléfono, pero podíamos ponernos en contacto con él por correo electrónico. Su ayudante le envió en nuestro nombre un mensaje urgente que decía: «Llama a Lucas Cortez».

– ¿Podemos ver los grimorios? -pregunté-. Espera, déjame adivinar. Los guarda bajo llave, lo que significa que no estarán disponibles hasta que vuelva.

– Me temo que así es.

Suspiré.

– Nuestra segunda decepción. Bueno, vamos a buscar a Jaime.

A pesar de que el edificio era más grande que la mayoría de las librerías de libros usados, no quedaba ni un centímetro del espacio existente sin utilizar, de lo que resultaba un laberinto de pasillos estrechos y serpenteantes flanqueados por estanterías de tres metros de alto. El ocasional murmullo de zapatos que se deslizaban por el suelo indicaba que había otros clientes, pero se hallaban perdidos entre los estantes.

– Me parece que deberíamos separarnos -dije-. ¿Crees que deberíamos dejar un rastro de migas de pan?

– Quizá, aunque yo sugeriría una solución más prosaica. ¿Tienes tu teléfono móvil?

Le dije que sí con la cabeza.

– El que la encuentre primero, llama. Entendido.


* * *

Encontré a Jaime en la sección de terror y le conté lo que ocurría con Raoul.

– ¡Mierda! -exclamó-. ¡Eso sí que es tener mala suerte! Me parece que tendríamos que volver al hotel, entonces, y Lucas y yo podríamos empezar a tantear a nuestros círculos de chismosos.

Miré sus manos vacías.

– ¿Así que no has encontrado nada?

– No lo que estaba buscando.

Se volvió con la intención de marcharse, pero le puse una mano en el brazo.

– Disponemos de unos minutos. ¿Qué es lo que buscabas?

– Stephen King. Todas las librerías deberían tenerlo. Pero aquí no está.

Miré el estante, que parecía estar ordenado alfabéticamente por autor.

– Tienes razón. Es extraño. ¿Querías su último libro? A lo mejor lo encontramos en ficción general.

– Busco Christine, que tendría que estar en la sección de literatura de terror.

– Echemos un vistazo al plano que hay en la entrada y, si no, preguntemos al empleado. -Empecé a andar-. ¿Christine no es el que trata sobre un automóvil poseído?

– Sí, ése es. He estado deseando volver a leerlo desde una función que hice hace unos meses. Un tipo tenía un coche que juraba que estaba poseído, como el del libro. No hago consultas privadas, pero mi productora estaba filmando la función, y pensaron que sería bueno ir a ver el coche, que estaba en el aparcamiento. Ah, aquí está el plano.

Miré el plano.

– Ajá. Aquí está nuestro problema. King tiene su propia estantería en la sección «Autores populares».

Mientras nos encaminábamos hacia esa sección Jaime continuó con su historia.

– De modo que ese chico, que debe de ser de tu edad, tenía un maravilloso Mustang descapotable de 1967. Lo primero que pensé fue: «Oh, oh, mejor llamamos a la DEA». El chico no tenía el aspecto de niñato de fondo fiduciario, de modo que ¿de dónde había sacado un coche como ése? Cuando se lo pregunto se pone todo nervioso. Dice que lo heredó de su abuelo. Y sin duda ninguna, estaba realmente poseído. ¿Adivinas por quién?

– Por el abuelo -respondí.

– Acertaste. El anciano se me echó encima en cuanto me encuentro a una distancia en la que él podía sentirme, tan desesperado que apenas podía comunicarse. Parece que efectivamente le había dejado el coche al chico. Pero con una condición. Quería que lo enterraran en el coche. Ninguna otra persona de la familia quiso escucharlo, pero el chico le prometió que lo haría.

– Y luego lo engañó.

Jaime rió.

– Sí, el chico engañó al muerto. Cogió el automóvil, cogió el dinero y metió al abuelo en el ataúd más barato que encontró.

– ¿Y entonces qué hiciste?

– Le dije al chico la verdad. O enterraba al abuelo en el coche, o tendría que vivir de allí en adelante con un pasajero resentido y furioso. Oh, aquí está.

La sección King ocupaba dos estantes de tres metros, y los libros no estaban colocados por orden alfabético. Mientras revisaba los títulos, eché una mirada al reloj.

– Podemos dejarlo -dijo Jaime-. No tiene importancia.

– Uno o dos minutos no importan. Oh, he olvidado llamar a Lucas. Él puede ayudarnos.

– ¿Y por qué no me llevo otra cosa?

Como si fuera una sugerencia, un libro se cayó de uno de los estantes más altos y fue a caer entre las dos. Jaime lo recogió.

El misterio de Salem's Lot. -Sacudió la cabeza-. No es uno de mis favoritos. ¿Lo has leído?

– Empecé a leerlo, porque pensé que era sobre brujas. Cuando vi que era de vampiros, lo dejé. No me interesan mucho los vampiros.

– ¿Y a quién? Malditos parásitos. -Jaime se puso de puntillas para colocar de nuevo el libro en su sitio. En el mismo momento en que lo soltó, el libro saltó hacia fuera y cayó al suelo.

– Da la impresión de que está buscando compañía -dije riendo-. Parece que allí arriba se está llenando de polvo.

Una vez más Jaime puso el libro en su lugar. Esta vez, antes de que llegara a soltarlo, el libro le golpeó la palma de la mano, lo suficientemente fuerte como para que pegara un grito, y el libro cayó al suelo.

– A lo mejor hay una trampa ahí arriba -dije-. Dámelo, le voy a buscar otro lugar.

Cuando me agaché a por el libro, éste se alejó de mí. Jaime me agarró del brazo.

– Vámonos -dijo.

Un libro salió volando del estante y le dio en el costado. Otro libro hizo lo mismo desde un estante más bajo, y luego otro y otro, cayendo como granizo encima de Jaime. Ésta se dobló por la mitad, cubriéndose la cabeza con los brazos.

– ¡Dejadme en paz! -exclamó-. Malditos sean…

La agarré del brazo y traté de apartarla de la granizada de libros. Mientras nos alejábamos, miré las novelas que estaban diseminadas en el pasillo. Todas eran ejemplares de El misterio de Salem's Lot.

En cuanto nos apartamos de la sección de Stephen King, los libros dejaron de volar. Rápidamente marqué el número de Lucas y le pedí que se reuniera con nosotras en la puerta.

– ¿Un espíritu? -le susurré a Jaime mientras cortaba.

Dijo que sí con la cabeza, mientras movía los ojos de un lado a otro, como si fuera a esconderse en cualquier momento.

– Creo que ya se ha acabado -murmuré-. Pero será mejor que nos larguemos, antes de que alguien se dé cuenta del embrollo. Nuevamente, Jaime sólo dijo que sí con la cabeza. Di la vuelta en una esquina y vi que el pasillo no me resultaba familiar.

– Clásicos -dije-. Nos hemos metido mal. Volvamos…

Un libro salió disparado de un estante y le dio a Jaime en la oreja. Volaron otros más, golpeándola desde todos los ángulos. La ayudé a salir del pasillo, recibiendo algunos librazos yo también; todos golpeaban con más fuerza de la que cabría imaginar, tratándose de simples libros de bolsillo. Uno me dio en la rodilla. Fui a parar al suelo, y el libro también. La Ilíada…., todos los libros que volaban desde esos estantes tenían el mismo título.

Me levanté y seguí tirando de Jaime hacia delante hasta que llegamos a la puerta de la calle. Lucas advirtió mi expresión y se apresuró a venir a nuestro encuentro.

– ¿Qué ha sucedido? -murmuró.

Le dije con un gesto que se lo diríamos fuera.


* * *

Mientras íbamos hacia el coche, le conté a Lucas lo que había ocurrido. Jaime seguía en silencio. Extrañamente silenciosa, sin participar siquiera con un «aja».

– Parece que hay un espíritu en la librería -dije-. He oído que pasan cosas así. Un nigromante está sentado en un bar, tomando una copa, ocupándose de sus asuntos, y de repente un espíritu se da cuenta de que hay un nigromante en el lugar y se vuelve loco tratando de establecer contacto. Como el superviviente de un naufragio que ve a lo lejos un buque de salvamento.

Jaime asintió con la cabeza, pero mantuvo la mirada en el frente, y caminaba con tanta rapidez que apenas podía seguirle el paso.

– Sí que pasa, sí -dijo Lucas-. Pero sospecho que no es eso lo que ha sucedido aquí -dijo, lanzando una significativa mirada a Jaime-, ¿verdad?

Jaime se mordió el labio inferior y siguió caminando. Lucas me agarró del brazo, indicándome que acortara el paso. Cuando Jaime estuvo a unos cinco o seis metros por delante, miró por encima del hombro, advirtió que no estábamos con ella y se dio la vuelta para esperarnos.

Durante un minuto no hicimos otra cosa que estar parados los tres mirándonos. Luego, Lucas se aclaró la garganta.

– Tienes un problema -le dijo a Jaime-. Supongo que has venido a nosotros para que te ayudemos con ese problema. Pero no vamos a sonsacártelo.

– Tenéis cosas más importantes que hacer. Lo sé. Pero creo que… podría estar relacionado.

– Y yo supongo que vas a explicarnos qué es lo que está relacionado en cuanto volvamos al hotel.

Jaime afirmó con un movimiento de cabeza.

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