Aunque aún me encontraba en estado de shock por la suerte de Dana, mis sentimientos quedaban en segundo plano respecto de los de Jaime. Era ella la que necesitaba apoyo, y yo estaba encantada de proporcionárselo.
Me había fijado en que cerca de la clínica había un bar donde se tocaba música de jazz, esa clase de lugar que tiene cómodos reservados tapizados con terciopelo, en los que uno podía sentarse cómodamente y disfrutar de una banda en directo que nunca tocaba con un volumen tan alto que impidiera la conversación. Podíamos ir allí, tomar unas copas y comentar nuestra difícil tarde e incluso llegar tal vez a un mejor entendimiento mutuo.
– ¡No, en serio! -dijo Jaime a voz en grito, haciendo un movimiento brusco con su Cosmopolitan y volcando buena parte del contenido del vaso-. El tío estaba sentado, con la bragueta bajada y la polla fuera, esperando llamar mi atención.
El tipo rubio que estaba a la izquierda de Jaime se inclinó sobre ella.
– ¿Y lo consiguió?
– Demonios, no. ¿Una polla de diez centímetros? Por una cosa así ni siquiera aflojo el paso. Pasé volando por delante de él… y confié en que se abrochara antes de que a la vieja que estaba a su lado le diera un síncope.
– ¿Y veinte centímetros bastarían? -preguntó el tipo de cabello oscuro que estaba a su derecha.
– Eso depende de la cara que la acompañara. Pero… veinticinco…, veinticinco ya sería otra cosa. Treinta, y me pondría en contacto con su puñetero perro si me lo pidiera.
Se oyó una risa estrepitosa. Miré mi mojito y deseé haber pedido un whisky doble. Yo no solía tomar whisky, pero de repente me pareció una buena idea.
La música sonaba tan alto que ondulaba el charquito que había dejado el Cosmo de Jaime. Pensé en limpiarlo, pero decidí esperar hasta que otro bailarín borracho tropezara y cayera sobre nuestra mesa. Ya había ocurrido dos veces y era seguro que volvería a ocurrir. Tenía la esperanza de que él o ella llevasen puesta suficiente ropa como para secar la copa volcada de Jaime.
Llevábamos allí casi dos horas, y ni siquiera nos habíamos acercado al club de jazz. Jaime había oído el golpeteo de la música desde la acera y me había arrastrado al interior para tomar «sólo una copa». Yo ya me había tomado dos. Ella llevaba seis. Durante las dos primeras, no había hecho caso de la atención que despertaba en los parroquianos masculinos de la barra. Con la tercera, empezó a evaluar a los interesados. Cuando llegó la quinta, eligió entre cinco hombres con aspecto de corredores de bolsa que nos habían estado observando desde la barra, y terminó por hacerles una seña a los dos más atractivos y ofrecerles un lugar a cada lado de ella, apretando a tres personas en un asiento diseñado para dos.
Aunque yo tenía la mirada clavada en mi copa, enviando claras señales de «no tengo ningún interés», un miembro del trío debió de pensar que las sobras no eran del todo despreciables y se había sentado a mi lado. Yo no quería otra cosa que volver a mi tranquila habitación de hotel y llorar la muerte de Dana, planificando el paso siguiente para encontrar a su asesino. Y sin embargo allí estaba, atrapada contra la pared del reservado, oyendo las historias de guerra de Jaime, con mi segundo mojito, y arreglándomelas para mantener a distancia las manos curiosas de mi indeseado compañero. Y estaba empezando a cabrearme. El tipo que tenía al lado, Dale -¿o se llamaba Chip?- se me acercó disimuladamente, aunque ya estábamos más cerca de lo que me gusta estar con alguien que no sea la persona con quien me acuesto.
– Verdaderamente tienes unos ojos muy bonitos -dijo.
– Ésos no son mis ojos -respondí-. Levanta la vista. Bastante más arriba.
Reprimió una risa y levantó la mirada hasta mi cara.
– No, en serio. Tienes unos ojos muy hermosos.
– ¿De qué color son?
– ¡Hummm…! -Parpadeó en la oscuridad-. ¿Azules?
Eran verdes, pero no iba a sacarlo de su error. Había repetido la frase «Salgo con alguien» tantas veces que ya parecía un desafío. Casi las mismas que le había dicho a Jaime que realmente tenía que irme, pero daba la impresión de que no me oía. Cuando yo volvía a intentarlo, ella se lanzaba a contar otra historia procaz.
Era grato ver que se había recuperado de su traumática experiencia en el hospital. Aunque yo empezaba a sospechar que lo de «traumática» era excesivo. Puede que ligeramente perturbadora, más o menos como darse cuenta de que uno ha salido de casa con zapatos marrones y un vestido negro. Nada que no pudiese curarse con unos cuantos Cosmopolitan y el golpeteo de un estupendo bajo eléctrico.
– Perdona -me disculpé-. Tengo que…
– ¿Ir al baño de chicas? -respondió él, riendo al tiempo que se deslizaba para salir del reservado.
– Un momento, chicos -terció Jaime-. Las señoras necesitan refrescarse.
– Ah, no -anuncié mientras salía del reservado-. Yo me voy.
– ¿Te vas? ¿Ya? No he terminado la copa.
– Está bien. Quédate y diviértete.
Me agarró el brazo, para guardar el equilibrio, creo, más que para impedir que me fuera.
– ¿Me abandonas? ¿Con estos tres?
Les lanzó a los hombres una sonrisa provocadora. Dale parpadeó, y luego se puso de pie con dificultad.
– Eh, no, nena -balbució, con ojos nublados que apuntaban aproximadamente en mi dirección-. Yo te llevo en el coche.
– Oh, apuesto a que te gustaría -le soltó Jaime-. Pero Paige ya tiene hombre. Un amigo mío. Y seguramente no querrás tener problemas con él. -Se inclinó para hablar a Dale al oído-. Está muy bien relacionado.
Dale contrajo el ceño.
– ¿Relacionado?
– Como los Kennedy -dijo Jaime.
– Más bien como los Soprano -repliqué yo.
Dale volvió a sentarse.
– Tú quédate y diviértete -le dije a Jaime.
– No puede ser. Le aseguré a Lucas que cuidaría de ti en esta ciudad grande y mala.
– Ajá. Bueno, te lo agradezco, pero…
– Nada de peros. Mi productor me reservó una habitación en las afueras, y no pienso ir hasta allá a esta hora de la noche. Voy a coger una habitación en tu hotel. Así que vamos, chica.
Comenzó a alejarme de la mesa. Uno de sus acompañantes se puso en pie de un salto.
– ¿Podemos llevaros?
– Vaya, lo siento. Puede que no me termine la copa, pero nunca me olvido de la leche calientita que me tomo antes de dormir. -Se volvió y miró a los dos hombres-. Decisiones, decisiones.
El rubio sonrió.
– Un especial dos-por-uno.
– Es tentador, pero soy demasiado mayor para eso. Uno por noche.
Los miró de arriba abajo.
– ¡Hummm…! Qué difícil es esto. Sólo hay una manera de hacerlo. -Señaló con el dedo al de cabello oscuro-. Ta-te-ti, éste pa…
Una vez que nos apeamos del taxi, y lejos ya de Jaime y su «acompañante», llamé a Lucas, pero sólo me contestó una grabación del servicio de móvil que decía que se hallaba fuera de cobertura. Qué raro. Le dejé el mensaje de que me llamara y luego telefoneé a Adam, a quien puse al tanto del caso. Para entonces, ya era casi medianoche en California, y Robert ya estaba en la cama. No importaba. Conseguir esa lista de nigromantes ya no era ninguna prioridad. Cualesquiera que fuesen los defectos personales de Jaime, había hecho bien su trabajo con Dana.
Yo no había dormido desde mi llegada a Miami, y mi cerebro pareció protestar ante semejante falta de descanso, asegurándose de que esa noche no durmiera profundamente. Soñé que estaba otra vez en la habitación del hospital, observando cómo Jaime dejaba que Dana volviese al reino de los muertos. Soltaba la mano que había estado sosteniendo y que volvía a descansar sobre las sábanas. Yo observaba con cuidado esa mano, esperando ver uñas comidas y un brazalete trenzado y deshilachado. En cambio la mano era regordeta y arrugada y tenía en la muñeca un reloj de oro que me era familiar.
– ¿Mamá?
– No quiere hablar contigo -decía Jaime-. Perdiste el Aquelarre. Te lo entregó en bandeja de plata, y aun así lo estropeaste todo.
– ¡No!
Yo me levantaba de la silla, tropezaba y caía en una cama que olía a jabón de lavandería de hotel. Me aferraba a la almohada y gemía. De repente, la cama se inclinaba y yo me agarraba a ella con ambas manos, esforzándome por no caer. Veía a Lucas sentado en el borde. Estaba de espaldas a mí, y despegaba la etiqueta de una botella de champán vacía.
– Un mes -decía-. Sabías a lo que me refería.
Se puso de pie y la cama cayó en un pozo negro y profundo. Empecé a gritar, pero el sonido se transformó en un grito de alegría.
– ¡Cortez! Estás derramando el champán, ¡aparta esa botella de la cama!
La escena se hizo más clara. Otra habitación de hotel. Hacía tres meses. Estábamos cruzando el país a paso de tortuga, sin tener que ir a ningún lado, sin nada que hacer salvo disfrutar del viaje. El día anterior, Maria le había girado a Lucas el dinero del seguro por la motocicleta que le habían robado, y esa noche él insistió en usar parte del mismo para pagar una habitación con jacuzzi, chimenea y una suite adyacente para Savannah.
Estábamos en la cama, donde habíamos estado desde nuestra llegada, tarde ya, ese mismo día. Los platos del servicio de habitaciones estaban esparcidos por el suelo y, de algún lugar de ese desorden, Lucas había sacado una botella de champán que ahora hacía espumar sobre las sábanas… y sobre mí. Mientras yo me reía, me echó más espuma, tomó después los vasos, los llenó y me alcanzó uno.
– Por el mes -dijo.
– ¿El mes? -Me senté en la cama-. Ah, sí. Un mes desde que vencimos a la Camarilla Nast y salvamos a Savannah, una acción que tal vez lamentemos en el futuro. Ahora bien, desde el punto de vista técnico, te adelantas unos días.
Lucas vaciló, y se le nubló la cara durante una fracción de segundo antes de asentir con la cabeza.
– Supongo que sí.
El recuerdo avanzó rápidamente algunas horas. Yo estaba acurrucada en la cama, con el champán cantándome aún en la cabeza. El cálido cuerpo de Lucas se apretaba contra mi espalda. Se movió, balbuceó algo y deslizó la mano entre mis piernas. Me di la vuelta y me froté contra sus dedos. Una risa adormilada, y luego su dedo se introdujo en mi interior, un tanteo lento y delicado. Gemí, tierna mi carne a causa de la larga noche, pero el ligero dolor sólo acentuaba otro, más profundo. Retiró su dedo y me hizo cosquillas con la yema en el extremo del clítoris. Gemí nuevamente, y abrí las piernas. El inició una exploración lenta y minuciosa que me hizo aferrarme a la almohada.
– Lucas -susurré.
Otra risa, pero esta vez clara, sin señales de sueño. Me obligué a pasar del sueño a la vigilia, y todavía noté una mano tibia que me acariciaba desde atrás.
– ¿Lucas?
Una risa en tono bajo.
– Eso espero.
Me volví con rapidez, noté que su mano se apartaba, y bajé la mía para sujetarla.
– No te detengas.
– No lo haré. -Se inclinó por encima de mi hombro y volvió a deslizar su dedo dentro de mí-. ¿Estás mejor?
– Dios mío, sí. -Arqueé la espalda contra él-. ¿Cómo…, cómo has llegado aquí?
– Por arte de magia.
– ¡Hummm…!
– ¿Una agradable sorpresa?
– La mejor.
Rió en voz baja.
– Vuelve a dormir, entonces. Tengo todo bajo control.
– ¡Hummm…!
En cuanto a volverme a dormir, naturalmente no hice tal cosa. Me puse encima de Lucas y sonreí.
– Estas visitas sorpresa mejoran cada vez más.
Me contestó con una sonrisa traviesa.
– ¿Debo interpretar que mi inesperada llegada no es totalmente censurable, a pesar de haberte interrumpido el sueño?
– A pesar de la interrupción, es una sorpresa. ¿Qué ha ocurrido con tu caso?
– Se cerró esta tarde. Una vez que el fiscal confirmó que su nuevo testigo residía en un cementerio, el tribunal decidió pasar directamente a los alegatos finales.
– Es la ventaja de trabajar en un tribunal humano. Nunca convocan a testigos muertos.
– Es verdad. De modo que, si me necesitas, aquí estoy para ayudarte.
– Por supuesto que sí -respondí, sonriente-. De todas las maneras posibles. ¿Así que te quedas?
– Si a ti te parece bien.
– Estupendo. Casi no recuerdo la última vez que pasamos juntos más de un fin de semana.
– Efectivamente, hace mucho tiempo -dijo Lucas en voz baja, y luego se aclaró la garganta-. Últimamente mi agenda ha estado más ocupada de lo que yo esperaba, y entiendo que no es la situación ideal para una relación…
– Está muy bien -dije.
– No es lo que esperabas.
– Yo no esperaba nada. -Me aparté de un salto y me senté en la cama-. Sin expectativas, ¿recuerdas? Día a día. Eso es lo que acordamos.
– Sí, sé que es lo que dijiste, pero…
– Es lo que pensaba. Sin expectativas, sin presiones. Te quedas el tiempo que quieras.
Lucas se enderezó.
– No es eso lo que… -Se interrumpió-. Tenemos que hablar, Paige.
– Claro.
Noté que Lucas me observaba en la penumbra, pero no dijo nada.
– ¿Y de qué quieres hablar?
– De… -Me sostuvo la mirada durante un momento, y luego miró para otro lado-. Del caso. ¿Qué ha pasado esta noche?
– ¡Oh, Dios mío! -Me tiré contra la almohada-. Tienes unos amigos muy extraños, Cortez.
El dejó ver la cuarta parte de una sonrisa.
– Yo no llamaría amiga a Jaime, pero, por otra parte, sí, es una manera de decirlo. Así que cuéntame lo que ha ocurrido.
Lo hice.