El Teatro Meridiano tiene el honor de presentar…

– ¿Es aquí? -preguntó el conductor.

Me incliné hacia delante y leí el letrero: aparcamiento para empleados y huéspedes del meridiano. los vehículos no autorizados serán retirados bajo la responsabilidad y a costa de los propietarios. ¿Era yo una huésped del Meridiano? ¿Qué era el Meridiano? Condenado Lucas. Le había dejado un mensaje en su móvil pidiéndole que volviera a llamarme para darme más información, pero obviamente la sesión del tribunal marchaba con retraso.

Las indicaciones que él me había proporcionado habían llevado al taxi por un complicado recorrido a través de un área industrial cuando, según mi nuevo plano de Miami, yo podría haber accedido a la misma calle tomando una salida a partir de una autopista. Por supuesto, el conductor no había sugerido un camino más corto, aunque yo lo había pillado sonriendo al mirar el contador una o dos veces.

La dirección que Lucas me había dado era precisamente allí. En aquel aparcamiento. ¿Qué era lo que había dicho, exactamente? Que había una puerta trasera. A mi izquierda había un muro dotado de varias salidas de ventilación y ventanas enrejadas, más dos entradas: una para carga y descarga, y otra con un juego de puertas dobles metálicas pintadas de gris.

Le pedí al conductor que esperara, salí y me encaminé hacia las puertas. Eran ciertamente sólidas, sin picaportes ni cerraduras. Junto a ellas había un timbre con el cartel de ENTREGAS. Comprobé de nuevo la dirección y llamé.

Treinta segundos después, la puerta se abrió, dejando salir una ráfaga de voces que gritaban, música de rock y herramientas eléctricas. Una mujer joven parpadeó ante la luz del sol. Llevaba gafas de catafaro, pantalones de cuero rojo y un distintivo con una obscenidad en el espacio correspondiente al nombre.

– ¡Hola! Soy… -Levanté la voz-. Soy Paige Winterbourne. Tengo una cita con…

La mujer pegó un silbido por encima del hombro.

– ¡J. D.! -Volvió a mirarme-. Bueno, pasa, chica, que se nos va el aire acondicionado.

Pedí disculpas mientras pagaba al taxista, y me apresuré a volver al edificio. En el momento en que entraba, comenzó una nueva canción, a un volumen increíble. Al primer alarido, parpadeé.

– ¿No es horrible? -dijo la joven, cerrando la puerta tras de mí-. Es la canción con la que Jaime hace entrar en calor a su público. My Way.

– Dime que no es Frank Sinatra.

– No, algún británico que ya murió.

– Grabado como si estuviese sufriendo una muerte larga y dolorosa.

La mujer se rió.

– Tienes razón, muchacha.

Apareció un hombre de unos cuarenta años, delgado, un tanto calvo, que llevaba una tablilla sujetapapeles y que parecía extenuado.

– Ah, gracias a Dios. Pensé que no lo lograría.

Me agarró por el codo, me introdujo en la habitación y me llevó a través de una multitud de hombres que llevaban taladros y que trabajaban en lo que parecía un andamio.

– Usted es Paige, ¿verdad? -preguntó mientras me arrastraba a toda velocidad.

– Así es.

– J. D. Soy el gerente de producción de Jaime. No ha entrado por la puerta principal, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

– Gracias a Dios. Aquello parece un zoológico. Desde la semana pasada no nos queda ni una sola entrada por vender, pero algún retrasado mental de la WKLT ha estado anunciando todo el día que aún nos quedan asientos disponibles, y ahora tenemos una cola, que va de aquí a Cuba, de gente muy enojada.

Una mujer de pelo rosado apareció desde detrás de un telón de terciopelo.

– J. D., hay un problema con los niveles de sonido. Aquí la acústica es una mierda, y…

– Tú haz lo que puedas, Kat. Después lo hablaremos con el agente que reservó el teatro.

Me empujó por delante de la mujer, y después pasando el telón. Nos encontramos en un escenario lateral, frente a un auditorio que iba llenándose rápidamente. Me detuve para respirar, pero J. D. tiró de mí otra vez, cruzando el escenario hasta el lado opuesto.

– Qué clase de… -empecé a decir.

– No me lo puedo creer -dijo-. ¡Maldita sea! No me lo puedo creer. ¡Tara! ¡Tara!

Una mujer subió corriendo las escaleras. Podría haber sido la melliza de J. D., con una tablilla idéntica, igualmente delgada, y si no estaba perdiendo el pelo, parecía estar a punto de arrancárselo.

– La primera fila -dijo J. D.-. El segundo asiento a la derecha del pasillo. ¿No está reservado para los invitados de Jaime?

Tara consultó su tablilla.

– Para una tal señorita Winterbourne, Paige Winterbourne.

– Esta es la señorita Winterbourne -dijo J. D., agitando un dedo ante mis ojos. Luego, con el mismo dedo apuntó a la rubia platino de sesenta años que estaba sentada en el asiento número dos-. Esa no es la señorita Winterbourne.

– Voy a buscar a alguien de seguridad.

Tara desapareció por detrás del telón. J. D. observó el teatro, que ahora estaba lleno casi en sus tres cuartas partes, mientras un flujo constante seguía entrando en su interior.

– Espero que no hayan vendido más entradas de la cuenta. Houston lo hizo y fue una auténtica pesadilla. -Se detuvo-. ¡Oh, Dios mío! Eche un vistazo a lo que está entrando por la puerta en este momento. ¿Ve lo que lleva puesto esa mujer? Nunca creí que esas prendas las hacían en color púrpura. Algunos están dispuestos a hacer cualquier cosa para llamar la atención de Jaime. En Buffalo el mes pasado,…, ah, bien. Su asiento está libre. Sígame. Siguió agarrándome del codo, como si de otra manera pudiera tragarme la multitud. Un guardia de seguridad escoltaba por el pasillo a la abuela color platino. Ella se dio la vuelta para lanzarme una mirada furibunda. J. D. nos hizo bajar los escalones a toda marcha.

– ¿Está bien la primera fila? ¿No es demasiado cerca para usted?

– No… Está muy bien. Ese… Jaime, se llama Jaime, ¿verdad? ¿Está por ahí? Podría…

J. D. no pareció oírme. Su mirada estaba fija en la multitud, como la de un perro ovejero que estuviese atento a un montón de ovejas rebeldes.

– Necesitábamos más acomodadores. Diez minutos para el comienzo del show. Se lo dije a Jaime… -Una mirada al reloj-. ¡Oh, Dios mío, ocho minutos! ¿Cómo demonios van a meter a todos aquí dentro en ocho minutos? Vaya, siéntese y póngase cómoda.

Se fue corriendo hacia un grupo de personas y desapareció.

– Muy bien -dije en voz baja-. A disfrutar del espectáculo…, sea lo que sea.

Cuando me senté, miré a las personas que estaban a ambos lados, con la esperanza de que alguna de ellas pudiera ser ese Jaime, que yo suponía que era el nigromante a quien había ido a ver. A mi izquierda había una adolescente con piercings en todos los lugares imaginables…, y en otros que hubiera preferido no imaginar. Al otro lado había una mujer mayor de luto y con la cabeza inclinada sobre un rosario. Para que luego digan que el público no es heterogéneo. Estaba anonadada. No podía imaginar qué clase de show podía interesarles a mis dos compañeras de fila.

Miré a mi alrededor, tratando de encontrar alguna pista sobre el espectáculo, basándome en la apariencia del teatro, pero las paredes estaban cubiertas con un simple terciopelo negro. Cualquiera que fuese el show, yo confiaba en no tener que permanecer allí sentada el tiempo que durase aquello antes de hablar con Jaime. Tal vez, una vez comenzado el espectáculo, vendría a buscarme. Supuse que era el dueño del teatro, o el gerente. Alguien de importancia, a juzgar por cómo hablaba de él J. D. Extraña profesión para un nigromante. A menos que ese Jaime no fuese el nigromante. Tal vez fuese solamente la persona que me pondría en contacto con él. ¡Maldición! No me sobraba el tiempo. Saqué mi teléfono móvil y llamé una vez más a Lucas, pero saltó el contestador. Dejé un mensaje: «En este momento estoy sentada en un teatro, sin la más mínima idea de por qué estoy aquí, qué es lo que ocurre, o con quién se supone que he de hablar. Más vale que sea bueno, Cortez, o voy a necesitar a un nigromante para comunicarme contigo».

Corté, y miré nuevamente a mis vecinas. No queriendo perturbar a la viuda del rosario, me dirigí a la adolescente y le ofrecí la mejor de mis sonrisas.

– Un lleno total esta noche, ¿verdad? -dije.

Me miró fijamente.

– Va a ser un gran show -insistí-. ¿Eres… fan?

– Óyeme bien, zorra, como levantes la mano y te elija a ti en lugar de a mí, te arranco los ojos.

Volví nuevamente hacia el escenario mis órbitas en peligro y me acerqué más a la viuda del rosario. Me miró con malos ojos y dijo algo en lo que me sonó a portugués. No es que yo sepa ni una sola palabra de portugués, pero algo en su voz me hizo sospechar que, dijera lo que dijese, la traducción debía de parecerse bastante a lo que había dicho la chica de los piercings que estaba sentada a mi otro lado. Me hundí en mi asiento y me juré que evitaría cualquier contacto ocular durante el resto del show.

Empezó la música, una melodía sinfónica suave, muy diferente del estruendo que había presenciado detrás del escenario. Las luces se hicieron menos brillantes mientras el volumen de la música crecía. Se oyó ruido de pasos mientras las últimas personas se acomodaban en sus asientos. Las luces continuaron bajando hasta que el auditorio quedó sumido en la oscuridad.

Más sonidos de actividad, esta vez provenientes del pasillo que estaba cerca de mí. La música cesó. Aparecieron unas cuantas luces, luces pequeñas y parpadeantes en las paredes y en el techo, seguidas por algunas más, y luego más, hasta que el salón se vio iluminado por millares de ellas, que emitían el suave brillo de las estrellas contra el terciopelo color negro.

Se produjo un murmullo coral de «oohs» y «ahhs», y luego, el silencio. Un silencio absoluto. Nada de música, ninguna conversación. Nadie tosía. Nadie se aclaraba la garganta.

Entonces sonó la voz de una mujer, en un susurro amplificado por micrófonos.

– Éste es su mundo. Un mundo de paz, belleza y felicidad. Un mundo en el que todos deseamos entrar.

La viuda del rosario murmuró un «Amén», uniendo su voz a las de muchos otros que decían lo mismo. En la casi oscuridad, noté que aparecía en el escenario un figura poco perceptible. Se deslizó hacia el borde y siguió avanzando, como si estuviese levitando, por el pasillo central. Cuando parpadeé, pude detectar la forma oscura de una pasarela que había sido erigida rápidamente en el pasillo mientras las luces estaban apagadas. La voz de la mujer siguió sonando, apenas más fuerte que un susurro, tan relajante como una canción de cuna.

– Entre nuestro mundo y el suyo hay un pesado velo. Un velo que pocos pueden correr. Pero yo sí puedo. Vengan conmigo ahora y déjenme que los lleve a su mundo. Al mundo de los espíritus.

Las luces titilaron y cobraron brillo. De pie a mitad de camino de la pasarela elevada se hallaba una mujer pelirroja, con la espalda vuelta hacia nosotros, los que ocupábamos las filas delanteras.

La mujer se volvió. Treinta y muchos. Hermosísima. Cabello rojizo sujetado arriba, con rizos que le caían por el cuello. Un vestido de seda verde esmeralda, de corte sencillo, pero lo suficientemente ajustado como para no dejar ninguna curva a la imaginación. Unas gafas metálicas corrientes completaban el falso atuendo profesional. El tópico hollywoodiense de «la diosa del sexo disfrazada de Señorita Formal y Remilgada». Cuando esta idea se me cruzó por la cabeza, tuve una sensación de dejà vu. Yo ya había visto a esa mujer, y pensado exactamente lo mismo. ¿Dónde…? Una voz masculina y sonora llenó la habitación.

– El Teatro Meridiano tiene el honor de presentar, sólo por una noche, a Jaime Vegas.

Jaime Vegas. La médium de televisión favorita de Savannah.

Bueno, ya había encontrado a mi nigromante.

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