La actitud lo es todo. Por lo tanto, cuando uno se enfrenta con cuatro -oh, un momento, hay otro-, cinco miembros de una pandilla urbana, lo peor que puede hacerse es dar la espalda y poner pies en polvorosa. ¿Y por qué salir corriendo? Bueno, la presencia de armas letales podría dar respuesta a esa pregunta, pero yo no lo veo así. Son chavales, ¿no es cierto? Personas, como todos los demás. Por lo tanto, es posible razonar con ellos, siempre que uno adopte la postura adecuada. Firme, pero cortés. Asertiva, pero respetuosa. Además, yo tenía pleno derecho a estar allí. Tenía una buena causa. Una causa a la que tal vez ellos mismos pudieran aportar algo.
– Hola -dije, irguiéndome cuan alta era y levantando los ojos para mirar al que yo suponía era el jefe-. Siento molestaros. Estoy buscando a un adolescente que ha desaparecido por esta zona. ¿No lo habéis visto?
Durante un momento, no hicieron otra cosa que mirarme.
– ¿Ah, sí? -dijo finalmente uno que estaba detrás de los otros-. Bueno, nosotros estamos buscando dinero. ¿Tú no tendrás? ¿En el bolso, quizás?
Un grupo de rateros. Me dirigí al que hablaba.
– Como probablemente habrás advertido, no llevo bolso. Yo…
– ¿Que no llevas bolso? -replicó, y se volvió a sus amigos-. Me parece que lo está escondiendo debajo de la blusa. Dos bolsos grandes. -Hizo el gesto masculino universal para indicar dos grandes tetas.
Esperé en medio de las inevitables risas y resistí la tentación de decirles que, en materia de chistes sobre tetas, ése era uno de los más tontos que había oído.
– Tiene dieciséis años -dije-. Alto, pelo oscuro. De piel blanca, alguien lo perseguía. Puede estar herido.
– Si lo hubiéramos visto, estaría herido. Nadie entra aquí y sale caminando. -Me miró a los ojos-. Nadie.
– Ahh -dijo una voz detrás de nosotros-. Bueno, quizás esta noche los caballeros puedan hacer una excepción. -Lucas me tomó del brazo-. Pedimos disculpas por el malentendido. Por favor, discúlpennos.
El bandido que estaba detrás de mí se adelantó hacia Lucas y abrió una navaja automática, manteniéndola junto a la pierna con la punta hacia abajo, como amenaza encubierta.
– Bonito traje, viejo -dijo, y luego posó la mirada en mi falda y en mi blusa-. ¿De dónde habéis salido? ¿De la puñetera misión?
– A decir verdad, de fuera de la ciudad -dijo Lucas-. Ahora, si nos disculpan…
– Cuando hayamos terminado -respondió el bandido de la navaja-. Y aún no hemos terminado.
Me dirigió una sonrisa falsa y levantó la mano libre hacia mi pecho. Comencé a murmurar un hechizo de inmovilización, pero antes de que pudiera lanzarlo, Lucas levantó la mano y bloqueó la del muchacho.
– Por favor, no lo hagas -dijo Lucas.
– ¿Sí, quién me lo va a impedir?
– Yo te lo voy a impedir -tronó una voz en el lugar.
Todos miraron hacia arriba -muy hacia arriba- para ver a Troy, quien quitó al bandido el cuchillo de la mano.
– El guardaespaldas de la misión -dije-. Disculpadnos, muchachos, pero tenemos mucho que hacer. Gracias por vuestra cooperación, y no os quedéis levantados hasta muy tarde. Mañana hay colegio.
Un coro de palabras en castellano, de las cuales seguro que ninguna era un cumplido, nos siguió por el corredor, pero los chicos se quedaron en su refugio. Una vez que estuvimos fuera del alcance de sus oídos, Lucas le dirigió la mirada a Troy.
– Te darás cuenta, por supuesto, de que me has dejado sin la oportunidad de desplegar mis habilidades marciales y ganarme quién sabe cuántas semanas de aprecio femenino.
– ¡Lo siento mucho!
Sonreí y apreté el brazo a Lucas.
– No te preocupes. Sé que estuviste a milésimas de segundo de aplastarlos con un hechizo de golpe de energía.
– Por supuesto. -Miró a Troy por encima del hombro-. Tendrás que perdonar el intento demasiado entusiasta de Paige de intimar con la fauna del lugar. No hay muchos ejemplares como éstos en el lugar de donde viene.
– ¡Oye!, que también tenemos pandillas en Boston.
– Ah, sí. Creo que son particularmente peligrosas cerca de los muelles, donde pueden acercarse a los desprevenidos, rodearlos con sus yates y gritarles epítetos bien elegidos y elegantemente expresados.
Troy se rió.
Lucas continuó:
– Paige, cuando tengas que vértelas con miembros de pandillas, es mejor que los trates como si fueran perros rabiosos. Siempre que te sea posible, evita su territorio. Si inadvertidamente caes en él, evita el contacto ocular, retrocede lentamente… y aplástalos con un buen golpe de energía.
– Entiendo.
– ¿Seguimos…
Sonó el móvil de Lucas. Él respondió. Quince segundos después cortó.
– ¿Lo han encontrado? -preguntó Troy.
Lucas negó con la cabeza.
– Sólo comprobaban si nosotros lo habíamos encontrado.
– Como si no fuéramos a llamar si lo encontráramos. -Troy recorrió todo el terreno con la mirada-. ¡Maldición! Aquí no está. ¿Sabes? Creo que tenías razón. Creo que se ha quedado a pasar la noche en la casa de un amigo. Griffin está completamente al tanto de los otros ataques. Por eso le dio a Jacob el teléfono móvil, y le dijo que informara de cualquier cosa que se saliera de lo habitual. Probablemente Jacob se encontró con alguno de los maleantes del barrio, le entró el pánico y llamó para denunciarlo. Después pensó que era una estupidez y dio por concluido el asunto.
Nuestras miradas se cruzaron.
– Bueno -dije-. ¿Queréis volver al extremo norte y yo cubro el sur?
Dijeron que sí con la cabeza. Estábamos a punto de separarnos cuando vibró el teléfono de Lucas. Otra corta conversación.
– Griffin ha aparecido en el segundo sector -dijo Lucas.
Troy hizo un gesto de preocupación.
– ¡Mierda!
– ¡Efectivamente! Está dificultando las cosas al equipo de búsqueda. Sin querer, por supuesto, pero se encuentra muy alterado. Están comprensiblemente preocupados, dadas las habilidades de Griffin.
– ¿Qué clase de semidemonio es? -pregunté.
– Un Ferratus -dijo Lucas.
Uno de los semidemonios menos comunes. Es tan raro que tuve que traducir el nombre del latín para recordarlo. Ferratus. Cubierto de hierro. Un semidemonio dotado de una sola habilidad, nada desdeñable, por cierto. Cuando un semidemonio Ferratus invocaba su poder, la piel se le ponía dura como el hierro. No cabe sorprenderse de que Benicio se hubiese llevado a Griffin de los St. Cloud. Era el guardaespaldas perfecto…, y la última persona que uno querría ver furiosa.
– Dennis me ha pedido que interceda -dijo Lucas-. Están sólo a unas calles de distancia. Sugiero que caminemos, y mientras avanzamos cubramos el área intermedia.
– Yo podría quedarme aquí… -empecé a decir.
– No -respondieron a coro ambos hombres.
Los seguí por la callejuela.
A medida que caminábamos, me fui quedando atrás. Ya que estábamos en movimiento, podía lanzar al mismo tiempo mi hechizo de percepción y ver si pescaba algo. No veía razón para hacerles saber lo que estaba haciendo, pues eso no haría más que aumentar la presión por conseguir resultados. Como ellos examinaban cada rincón y cada grieta mientras caminaban, suponían que yo hacía lo mismo y no advirtieron que iba quedándome atrás.
Encontré otros dos gatos callejeros. Mi tarea paralela con Control Animal parecía de lo más prometedora. Desde un punto de vista positivo, en cuanto percibí al gato número tres, supe que se trataba de un felino, lo cual significaba que estaba aprendiendo a distinguir entre las fuerzas de las distintas presencias.
Acababa de hallar mi cuarto gato vagabundo, cuando nos llamó una voz distante. Miré por la callejuela y vi que varios hombres se aproximaban a Troy y a Lucas. La segunda partida de búsqueda. Aceleré el paso. Había adelantado unos tres o cuatro metros cuando sentí otra presencia. Más fuerte que la de un gato, pero… Me detuve y me concentré. No, era demasiado débil para tratarse de un ser humano. Di otro paso. Mis pies parecían de plomo mientras una persistente incertidumbre me palpitaba en el cerebro. Demasiado fuerte para ser un gato, demasiado débil para un ser humano. ¿Qué era entonces?
Más lejos, los hombres formaban un grupo, y sus voces me llegaban sólo como oleadas de sonidos. Lucas me vio, pero no me llamó. Permiso tácito para seguir buscando. De modo que no había daño alguno en verificar esa presencia. La localicé en un corredor lateral. Me volví para mostrarle a Lucas hacia dónde iba, pero ya no estaba en el grupo. Había ido, sin duda, a buscar a Griffin y a tranquilizarlo. Yo iría rápidamente por el callejón y volvería antes de que él notara mi ausencia.
Identifiqué la presencia en un portal que daba a la calleja. Estaba abierto porque alguien había colocado un rollo de cartón sucio. Un cartón mojado que sostenía una puerta que se abría hacia dentro. Toqué la puerta buscando signos de humedad, pero estaba seca. Una noche sin viento y una llovizna no podían explicar el cartón empapado, lo que significaba que alguien lo había traído de la calle durante la última hora, poco más o menos.
Dudé antes de entrar, produje una bola de fuego y luego la desplacé hacia la entrada, donde iluminaría la habitación interior. Crucé el umbral. La habitación estaba vacía, salvo por un montón de harapos que se veía en un rincón. La presencia que yo percibía venía de ese rincón, de algún lugar bajo los harapos. Cuando acerqué la bola de luz, vi que no eran harapos, sino una manta sucia y apolillada. De ella sobresalía una zapatilla de tobillo alto que llevaba el ubicuo signo de Nike.
Me apresuré a cruzar la habitación, me puse de rodillas y tiré de la manta. Allí yacía un hombre, encogido en posición fetal. Toqué su brazo desnudo. Frío. Muerto. La presencia se había debilitado aún más desde que la detecté por primera vez. Se había ido disipando a medida que desaparecían los últimos signos de calor corporal. Me inundó una tremenda tristeza, y un alivio no exento de culpabilidad al ver que esa persona no era el muchacho que yo buscaba.
Me eché hacia atrás. Al hacerlo, mi sombra se apartó del rostro del hombre y advertí que no era de ningún modo un hombre. El tamaño me había engañado, pero ahora, al ver los rasgos suaves y los ojos asustados, supe que estaba viendo al hijo de Griffin.
Rápidamente le toqué el cuello, para comprobar si había señales de vida, pero era consciente de que no iba a encontrar ninguna. Lo puse boca arriba para verificar si su corazón latía. Cuando le separé los brazos del pecho, contuve la respiración al ver que tenía la camiseta ensangrentada y desgarrada por las puñaladas.
– ¡Paige! -llamó Lucas desde algún lugar del exterior.
– ¡Aquí! -La voz me salió entrecortada. Tragué saliva y lo intenté de nuevo-. ¡Aquí adentro!
Me puse de pie, volví a ver la camiseta ensangrentada de Jacob y me incliné para cubrirlo con la manta. Sus ojos, muy abiertos, parecían clavados en los míos. Mucha gente creía que se podía ver el último momento de la vida de un hombre impreso en sus ojos. Miré los de Jacob y efectivamente contemplé ese último momento. Vi un terror impotente e insondable. Me mordí los labios y me obligué a cubrirlo con la manta.
Sentí un ruido a la puerta. Una sombra grande llenaba el marco de la misma.
– Troy -dije-. Bien. No dejes pasar a nadie hasta que hable con Lucas.
El hombre cruzó la habitación de unas zancadas. Aun antes de verle el rostro supe que no era Troy.
– Griffin -dije, saltando hacia atrás para ocultar el cuerpo de Jacob-. Yo… Me tomó por los hombros y me apartó violentamente de su camino. Me di contra el suelo. Por un momento, permanecí allí, aturdida. Ese momento fue lo suficientemente largo como para que Griffin se arrodillara ante su hijo y retirara la manta.
Un aullido cortó el aire. Una maldición, un grito, otro aullido. El golpe de un puño contra el ladrillo. Otro. Luego otro. Miré hacia arriba y vi una niebla de polvo de ladrillo y cal y, a través de ella, a Griffin golpeando la pared, y con cada golpe un alarido que no parecía de este mundo.
– ¡Griffin! -grité.
No podía oírme. Lancé un hechizo de paralización, demasiado rápido, y falló. De fuera llegaba el sonido de voces y de personas corriendo, pero pronto el furioso dolor de Griffin lo ahogó. Caía un granizo de ladrillos rotos mezclado con astillas de madera y piedra. Un guijarro me rozó el hombro, mientras el edificio se sacudía bajo la fuerza de los golpes de Griffin.
En unos pocos minutos algo iba a ceder -el techo, una pared, algo-. A través del polvo, veía la puerta abierta, que me llamaba a la seguridad. Pero en lugar de moverme, cerré los ojos, me concentré y lancé nuevamente el hechizo de paralización. A mitad de camino del proceso de encantamiento, un pedazo de ladrillo me golpeó el brazo y estuve a punto de caer hacia atrás. Caía ahora más ladrillo, trozos de mayor tamaño, lo bastante grandes como para hacer daño. Apreté los dientes, cerré los ojos y lancé el hechizo una vez más.
El golpeteo cesó. Mantuve el conjuro durante unos pocos segundos antes de atreverme a abrir los ojos. Cuando lo hice, vi a Griffin, con su puño detenido en el aire. Gruñó entre dientes, refunfuñó, trató de liberarse, pero puse todo cuanto tenía para mantenerlo quieto. Nuestras miradas se encontraron. Sus ojos estaban oscurecidos por la ira y el odio.
– Lo lamento -dije.
Lucas y los demás entraron corriendo en la habitación.