Detenidas

Antes de que me diera tiempo a asustarme, el pantano se esfumó, y me vi tirada en una superficie fría y dura. ¿Otra vez en la planicie rocosa? Miré a mi alrededor, pero una niebla me rodeaba. A diferencia de la neblina fría que habíamos conocido en la estación de paso, ésta era tibia y casi tangiblemente suave. Cuando era niña me tendía en la hierba, mirando las nubes, y preguntándome cómo serían al tacto. La niebla que me rodeaba era exactamente lo que yo había imaginado entonces. De repente una imagen de nubes y arpas y ángeles con trompetas se me vino a la mente. ¿Habría muerto -otra vez- e ido al cielo?

– Ah, mierda -musitó Eve en algún lugar cercano a mí-. Detenidas.

Muy bien, no era el cielo. Mejor así. Una bienaventuranza monótona no era lo que tenía yo en mente para mi eternidad.

A medida que la niebla se levantaba, se contraía también, haciéndose más densa. Durante una fracción de segundo, algo parecido a un rostro apareció en medio de la niebla. Luego, se estrechó hasta convertirse en una cinta pálida que giraba hacia el techo, y desapareció.

– Malditos Exploradores -dijo Eve en voz baja-. Tiene que haber una manera de engañarlos. Tiene que haberla. -Me miró-. No te preocupes. Todo saldrá bien. Tú quédate callada y déjame hablar a mí.

La niebla se había disipado ahora por completo, y miré a mi alrededor. Lo que vi fue tan abrumador que, por un momento, no pude hacer otra cosa que mirar fijamente, sin comprender. La habitación en la que estábamos…, no, no era una habitación, no podría haber una habitación de ese tamaño. Las paredes de mármol blanco azulado parecían extenderse hasta el infinito, y el suelo de mármol oscuro se estiraba para juntarse con ellas del mismo modo que la tierra se une con el cielo en el horizonte. El techo blanco abovedado y las gruesas columnas le daban el aspecto de un templo griego, pero los mosaicos y las pinturas que decoraban las paredes parecían venir de todas las culturas imaginables. Cada friso retrataba una escena de la vida. Todas las partes de la vida, todas las celebraciones, todas las tragedias, todos los momentos mundanos parecían estar pintados en aquellas paredes. Cuando paseé la mirada por la sangrienta escena de una batalla, la pezuña derecha de un caballo que se erguía sobre sus patas se movió, infinitesimalmente. Parpadeé. Se abrió entonces la boca del jinete, tan lentamente que una mirada inadvertida no lo habría captado.

Estaba por decirle algo a Eve cuando el suelo comenzó a girar.

– Se nos ha concedido una audiencia -murmuró Eve-. Ya era hora.

El suelo rotó hasta que nos vimos frente a un espacio abierto tan inconcebiblemente inmenso como el que habíamos visto del otro lado. A través de ese espacio, colgaban del techo enredaderas, miles, decenas de miles de ellas, suspendidas de cada centímetro del espacio. La visión era tan incongruente que volví a parpadear y me acaricié los ojos con el pulgar y el índice. Cuando volví a mirar, vi que no eran enredaderas, sino hebras de hilo, de todos los colores y matices del arco iris, y todas de exactamente la misma longitud.

– ¿Qué diablos…? -empecé a decir.

– Shh -susurró Eve-. Déjame hablar a mí, ¿te acuerdas?

Fue entonces cuando vi a la mujer. Estaba de pie en un estrado, tras una rueca anticuada. No era ni joven ni vieja, ni fea ni hermosa, ni delgada ni gorda, ni baja ni alta, era un perfecto promedio de todo lo femenino, una matrona de mediana edad con la piel color miel y largo cabello oscuro que empezaba a encanecer.

Con la cabeza baja, iba sacando de la rueda un trozo de hilo que parecía tener la misma longitud que los que colgaban alrededor de ella. Entonces, en una transición tan rápida y sin fisuras que parecía un engaño de los ojos, la mujer que parecía tener unos cincuenta años se transformó en una bruja fea, encorvada, de cabello largo tan duro y gris como el alambre, el simple vestido malva transformado en blanco con alguna insinuación pálida de violeta. Sus ojos hundidos brillaban, oscuros y rápidos, como los de un cuervo. Una mano marchita sostenía el trozo de hilo. La otra, curvada en torno a un par de tijeras negras, alcanzaba el hilo y lo cortaba. Un hombre -tan pálido que parecía albino- apareció desde la jungla de hilos colgantes, tomó el nuevo pedazo recién cortado, y desapareció hacia atrás entre las oscuras profundidades de la lana.

Volví a mirar a la vieja bruja, pero en su lugar se hallaba una niña que no tendría más de cinco o seis años, tan pequeña que no podía mirar por encima de la rueca. Como las otras, tenía cabello largo, pero el suyo era de un castaño dorado brillante, y sus ojos eran azules, del color del aciano. El vestido que llevaba era de color púrpura igualmente vivo.

La niña enhebró la rueca, de puntillas para alcanzarla. Cuando la rueca quedó lista, la niña volvió a transformarse en la mujer de mediana edad, que comenzó a hilar la fibra.

Junto a mí, Eve suspiró audiblemente.

– ¿Ves? Ni siquiera las Parcas están por encima del sadismo mezquino: nos tienen aquí sentadas, sufriendo.

La mujer, transformada ahora en la vieja bruja, observó fijamente a Eve con sus ojos penetrantes.

– ¿Mezquino? De ninguna manera. Estamos disfrutando de un raro momento de paz, y no tenemos necesidad de preocuparnos por lo que a ti te pasa.

Cortó el hilo. Cuando el albino lo retiró, apareció la niña. Antes de que pudiera cargar la rueca, se detuvo, inclinada la cabeza, con un gesto de preocupación en su hermoso rostro. Apareció el albino, sosteniendo un trozo de fibra en sus manos. La niña asintió con seriedad, y luego se transformó en la mujer de mediana edad, que tomó el hilo. Lo deslizó entre sus dedos, y luego cerró los ojos. Una sola lágrima se deslizó por su rostro mientras que los dedos recorrían el hilo casi hasta su extremo. La mujer se convirtió en la vieja bruja, que miró el corto trozo de hilo que estaba entre sus dedos.

– Tan joven -murmuró-, y lo cortó.

Le dio el trocito de hilo al albino, que lo tomó y caminó hacia una salida que había a nuestra izquierda. La vieja se transformó en la niña.

– De modo que éste es el problema del que hemos oído hablar -dijo la niña, con su voz alta y musical-. ¿Y tú estás involucrada, Eve? Qué horrible.

– Bueno, yo no…

La niña sonrió.

– ¿No hiciste nada? ¿O no fuiste la causa del problema original? Somos todos conscientes de tu inocencia con respecto a esto último, pero lamentamos diferir respecto de lo primero. ¿Puedes decirme, Eve, exactamente cuántas reglas has quebrantado hoy? No estoy segura de poder contar hasta esa cifra.

– Deidades sarcásticas -murmuró Eve-. Justo lo que toda vida posterior a la vida necesita.

La niña se transformó en la mujer.

– Más tarde discutiremos tus transgresiones, Eve. Ahora… -Su voz se suavizó al tiempo que su mirada se dirigía a mí-. Tenemos una situación más lamentable con la cual entendernos. Y no se trata de que tú tengas la culpa, niña, pero tenemos que resolverlo inmediatamente. Te enviaremos de vuelta, por supuesto. Recordarás todavía tu visita. Odiamos perturbar la memoria, y en tu caso no vemos necesidad de ello. -Una sonrisa-. No eres de las que transformaría esta experiencia en una versión best seller. Ahora, lo único que necesitamos es…

– Es Lucas -dije.

Eve me golpeó con el codo. Yo no le hice caso.

– Necesitamos a Lucas. Lo hemos dejado…

La mujer sacudió su cabeza de un lado al otro.

– No puede ir, hija. Murió. Él tiene que quedarse aquí.

– No, no ha muerto.

– Sabemos que no quieres creerlo, pero…

– Espere -dije, levantando las manos-. Estoy discutiendo los hechos, no la interpretación. La bala golpeó a Lucas y cayó inmediatamente en el portal.

– Sabemos lo que ocurrió.

– Entonces sabrán ustedes que se requiere un tiempo más largo que esa fracción de segundo para morir después de haber recibido una bala en el pecho. Por consiguiente, cuando cayó por el portal, no estaba muerto.

La mujer volvió a mover la cabeza de un lado al otro, sonriendo.

– Tú siempre tan lógica, ¿no es cierto? Me temo que sea un asunto de semántica, hija. La bala lo habría matado. Eso lo sabemos.

El corazón se me encogió en el pecho, pero continué.

– Muy bien, usted lo sabe porque sabe que le había llegado la hora, pero…

– ¿La hora? -dijo la vieja al reaparecer. Dirigió una mano a la maraña de hilos que había tras ella-. Nunca es la hora de nadie, muchacha. Nosotros no tomamos esas decisiones. Lo que ocurre, ocurre, y lo que ocurrió es que Lucas Cortez murió.

La hermana del medio intervino.

– Lo cual es una tragedia, por supuesto. Pero aquí podrá continuar su trabajo. También en este mundo existen el bien y el mal. Podemos utilizar a Lucas aquí, y, cuando tú mueras, te reunirás con él, estaréis juntos. Eso ya ha sido determinado. Ése es el motivo por el cual al llegar entraste en la misma dimensión. Simplemente tienes que esperar…

– No voy a esperar, si él se queda, yo me quedo.

Los labios de la mujer se curvaron con una sonrisa de simpatía.

– Ésa no es una elección que te convenga hacer. Las cosas no saldrán como tú esperas.

– Yo no espero nada. Enuncio un hecho. Si Lucas se queda, yo me quedo.

– No hagas esto -me susurró Eve en el oído-. No puedes engañarlas.

– No es un farol.

Apareció la vieja bruja.

– Irte o quedarte no es una decisión que puedas tomar tú, muchacha.

– Pero si me mandan de vuelta, puedo convertirlo en mi decisión. Ustedes han dicho que no hay predestinación, de modo que yo puedo elegir mi propio momento para morir.

– No te interesa. Aunque te mates, no hay garantía de que vuelvas a verlo.

– Por supuesto que la hay. Lo ha dicho usted misma. Está decidido: estaremos juntos. Supongo que ustedes podrían cambiar ciertas cosas, pero eso sería mezquino, y me ha dicho que nunca eran mezquinas.

Apareció la mujer, suspirando.

– ¡Cuánto más prefiero a los espíritus que se encogen y tiemblan en nuestra presencia!

– Oh, ella es terrible, ¿no es verdad? -dijo Eve-. Ha sido así desde que era una niña. Siempre cuestionándolo todo, y a todo el mundo. Sin respeto alguno por la autoridad. ¿Puedo darles un consejo? Envíenla de vuelta juntamente con Lucas y ahórrense sesenta o setenta años de penar.

– Muchas gracias, Eve, por considerar nuestros sentimientos como parte del asunto. No obstante, tus inclinaciones en este asunto son bien conocidas.

– Tú quieres que Paige tenga la custodia de tu hija.

– ¿Has considerado eso, Paige? -preguntó la vieja, volviendo a aparecer para mirarnos con esa mirada penetrante que atravesaba el aire-. Si te quedaras aquí, abandonarías a Savannah, después de todo lo que has…

Intervino la hermana del medio.

– No, eso no es justo. No te haremos elegir a ti, niña. La decisión debe ser nuestra. Eso es lo único verdaderamente justo… -Se detuvo, con la cabeza vuelta hacia un lado-. Sí, hermana, buena idea.

La mujer desapareció, y apareció entonces la niña, después la vieja bruja, y después las tres comenzaron a transformarse tan rápidamente la una en la otra que yo no podía decir a quién estaba viendo. Pasajes de la conversación flotaban en el aire, sin sentido, fuera de contexto. Entonces la mujer de mediana edad se hizo cargo.

– Tú quieres que Paige y Lucas tengan la custodia de Savannah. ¿Estarías dispuesta a hacer un trueque a cambio de ello?

Eve levantó la barbilla, encarando directamente la mirada de la otra mujer.

– Lo estoy. Ustedes quieren que yo obedezca las reglas, ¿no es verdad? Déjenlos volver -a ambos- y yo lo haré.

La mujer sonrió y movió la cabeza de un lado a otro.

– La obediencia sin aceptación carece de sentido. Cuando comprendas las reglas, las obedecerás. Hasta entonces… -Se encogió de hombros y señaló con la mano los hilos que colgaban tras ellas-. Sois vosotros los que cometéis los errores. Vosotros los que determináis vuestro propio destino. No lo hacemos nosotras por vosotros.

Eve frunció las cejas.

– ¿Cuál es el precio, entonces?

– Nos deberás un favor. Un vale que podremos reclamar en cualquier momento en que lo deseemos.

– Lo haré.

– ¿Estás segura?

– No, pero de todas formas digo que sí. Hagan esto por mí, y yo quedaré en deuda. Bueno, dejamos a Lucas…

La Parca interrumpió a Eve con un movimiento de su mano.

– Lo sabemos. -Cerró los ojos y las tres formas se mezclaron, y volvieron luego a la hermana del medio-. Allí está. Lucas está de vuelta en el mundo de los vivos. Paige, volveremos a verte algún día, esperemos que tras un largo y…

– ¡Espere! -dijo Eve-. ¿No voy a poder decirle adiós?

– Sí, después de que lo haga yo. Ahora, Paige, vuélvete.

Así lo hice. A unos seis metros, el aire vibraba, como el calor que se levanta a la distancia del asfalto caliente.

– Ése es el portal. Cuando hayas terminado con Eve, no tienes más que atravesarlo. Pero no pierdas tiempo. He enviado a Lucas de vuelta al lugar del que partió, y es probable que esté desorientado. No había peligro allí hace un momento, pero… bueno, apresúrate.

Volví a mirar a las Parcas.

– Gracias.

La mujer asintió con la cabeza.

– No hay de qué. Recuerda, eso sí, la regla cardinal que debe seguirse cuando se abandona la vida posterior a la vida. -Se transformó en la niña, que sonrió-. No mires hacia atrás.

Sonreí, di media vuelta, y me dirigí hacia el portal. Eve caminaba a mi lado. Ninguna de nosotras dijo nada hasta que llegamos a él. Entonces me volví a ella.

– Gracias -le dije-. Por todo.

– Bueno, estás cuidando a mi niña. Te lo debo todo…, no, no voy a malgastar nuestro último minuto con eso. Tú sabes qué decirle. No te diré a ti que la cuides bien porque sé que lo harás. De modo que me contentaré con decirte que te cuides a ti misma. Has crecido y te has hecho buena, Paige. Tal vez más «buena» de lo que yo habría querido, pero sigo estando orgullosa de ti. -Se inclinó sobre mí, me besó la frente y susurró-: Que tengas una buena vida, Paige, te la mereces.

– Yo…

Me agarró de los hombros, me hizo girar y me empujó dentro del portal.

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